Brutal guerra de agresión y cambio de paradigma
La pregunta que debe hacerse la comunidad internacional es que, si tolera esto, ¿qué será lo siguiente?
A toda velocidad, las opiniones públicas de las sociedades abiertas en democracias pluralistas que, bajo el paraguas protector de la integración europea que cristaliza en la UE, han conocido largas décadas de paz en un continente muchas veces en la historia devastado por la guerra, están siendo emplazadas a reformatearse para comprender que estamos no solo ante el conflicto más grave desde la II Guerra Mundial por la agresión e invasión por la fuerza militar de un país contra otro en el continente europeo, sino ante la amenaza explícita de una escalada nuclear.
La secuencia de los hechos es tan elocuente como indiscutible: con quebrantamiento grave de la legalidad y con abierto desprecio a la comunidad internacional, una potencia nuclear —Rusia, la Federación Rusa, bajo la férula de Putin, con más de 20 años de acumulación de un poder cada vez más autocrático, dictatorial y brutalmente carente de controles y de frenos— ataca a un país vecino y lo hace en las mismísimas fronteras de la UE (Rusia es frontera directa de la UE en Letonia, Estonia y Finlandia; Ucrania lo es en Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumanía).
No es la primera vez Putin decide intervenir por la fuerza en sus fronteras, pero son varios los factores que explican objetivamente que este salto cualitativo resulta mucho más obsceno y ofensivo que cuando hizo lo mismo en Osetia y Abjasia (2008) confrontando con Georgia (también antigua República Soviética) e incluso de cuando ocupó Crimea (integrándola, sin billete de vuelta, en la
soberanía rusa).
En esta ocasión aterradora, al invadir enteramente el territorio de otro Estado europeo soberano (ciertamente no menor: con un territorio y población mayores que España), Putin no solamente ha atacado a un país vecino sino que lo ha hecho amenazando con “consecuencias inimaginables” a cualquiera que acuda en socorro de la víctima de esa agresión, con la intención de amedrentar al mundo con una guerra relámpago en la que ha “ordenado a su ministro de Defensa y a su Estado Mayor la activación de su capacidad de disuasión nuclear”. Inconcebiblemente, la amenaza se extiende al supuesto de que dos EEMM de la UE —Finlandia y Suecia— decidiesen revisar su tradicional estatus de neutralidad para apostar por integrarse en la OTAN (organización defensiva que incluye a 30 países y cuyo tratado contempla la “cláusula de seguridad mutua” de su art.5).
Inevitablemente, tal grado de desquiciamiento de los patrones prudenciales que cabe esperar de gobernantes sujetos a responsabilidad ante su ciudadanía solo puede explicarse cuando no queda ni un rescoldo de legitimación democrática ni por lo tanto temor a ningún castigo electoral; por ese mismo motivo, han sido virales y globales los análisis que rememoran el modo en que, en 1938, Hitler ocupó los Sudetes, y, en 1939, invadió Polonia con el alegado pretexto de proteger a las comunidades germanófonas en esos territorios y con idéntica retórica para atemorizar al mundo. Porque, efectivamente, Putin es el actor decisivo y el responsable de todo lo que está pasando a la vista del mundo y de la comunidad global. Putin es el agresor, no lo es ni la OTAN ni la comunidad internacional.
Es Putin quien ha recurrido al casus bellí —ese truculento argumento del que se echa históricamente mano para justificar una agresión—. Hitler hablaba de la necesidad de proteger a la población germanófoba que vivían en territorios como los Sudetes cuando lo que hizo con esos y otros territorios fue invadirlos y destruirlos, hasta que finalmente hubo que pararle los pies. Ahora, el casus belli alegado por Putin ha sido el de “proteger a la población rusófona”, supuestamente oprimida por el Gobierno de Ucrania (“drogadictos y neonazis”, según el déspota agresor), cuando la realidad cierta e incontestable es que estamos ante la invasión de toda Ucrania. Y pretende hacerlo en tiempo récord, con contundencia letal, para que sea irreversible como ya hizo con Crimea.
Todo ello explica, por lo demás, que de aquella ‘kreminología’ que se estudiaba en los departamentos de inteligencia y análisis político de todos los países democráticos durante la Guerra Fría ya solo quepa hablar, exclusivamente, de ‘putinología’. Al examinar el comportamiento político del gobernante despiadado que lo controla todo en Rusia, no estamos hablando de un régimen con una pluralidad de actores y contrapesos: ya no hablamos del Kremlin: solo cabe hablar de Putin. El actual rompecabezas de la comunidad internacional exige “interpretar a Putin”, a sabiendas de que ha mentido, en vivo y en directo, a todos sus interlocutores en la conducción de esta fase trágica de la crisis que ha desatado a sangre y fuego.
La pregunta que debe hacerse la comunidad internacional es que, si tolera esto, ¿qué será lo siguiente? Y si este síndrome contagia a otros protagonistas de la comunidad internacional como China, ¿qué podemos esperar de su proceder en el Sudeste asiático, cuando China ya ha violado los acuerdos con los que se retrotrajo a Hong Kong con la teoría de ‘un país, dos sistemas’? ¿Vamos a esperar a que China agreda a Taiwán, un país protegido por los Estados Unidos? ¿Qué desorden podemos esperar si podemos tolerar esto? Se trata de aprestarse para actuar de inmediato con medidas sancionadoras económicas financieras que tienen que ser duras, contundentes y que realmente hagan daño al círculo corrupto y oligárquico alrededor de Putin, que es realmente lo que puede influir en su conducta.
Putin lleva, en efecto, sumados más de 20 años con un poder absoluto; a medida que se prolonga, ese poder es cada vez más despótico y por tanto potencialmente más lesivo para la estabilidad y para la paz mundial. Ha sobrevivido a muchos presidentes de EEUU y mandatarios de la UE; aspira a sobrevivir al actual presidente de EEUU y a los que vengan después, como también a todos los que se han reunido de urgencia ayer mismo en el Consejo extraordinario junto con la Comisión Europea presidida por Ursula Von der Leyen.
Parece, por tantas razones, que esta vez la guerra injusta y su brutalidad están moviendo a la UE (y a sus EEMM, piénsese en Alemania y las valientes decisiones de su canciller Olaf Scholz) a un cambio de paradigma. Haciendo un ejercicio de unidad y cohesión, vivamente urgido por el Alto Representante y jefe de la diplomacia europea Josep Borrell, el Consejo y la Comisión VDL han decidido, entre otras medidas incidentes en el entourage corrupto de oligarcas enriquecidos por su complicidad con Putin: a) congelar los activos financieros de Rusia en el exterior; b) cortar el acceso del Banco Central de Rusia y otros Bancos señalados del sistema SWIFT de comunicaciones financieras; c) cortar la señal de Russia Today y Sputnik (canales propagandísticos del putinismo) en
la UE; d) cerrar el espacio aéreo de la UE a las compañías rusas; e) liberar fondos del European Peace Facility para ayudar militarmente a la resistencia ucraniana; y, en lo humanitario, f) activar de una vez (¡cuántas veces lo habíamos demandado desde la Comisión de Libertades, Justicia e Interior y el Parlamento Europeo!) la Directiva de Protección Temporal, que permite documentar y prestar asistencia inmediata —a la espera de la tramitación de sus demandas de asilo— a los 450.000 ucranian@s que ya han llegado a la UE por las fronteras de Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumanía.
¿Y qué más, a medio plazo? Modificar drásticamente esa dieta energética que, en algunos EEMM de la UE, ha descansado demasiado y demasiado tiempo en el gas y en el petróleo suministrados desde Rusia, y construir una nueva estructura de seguridad mundial en la que, junto a la OTAN, y en compatibilidad con la cláusula de la defensa mutua asegurada por la Alianza, emerja una capacidad operativa de la UE en la que sea reconocible su autonomía estratégica.