'Bodas de sangre', ese vals, ese vals, ese vals
El blanco de las paredes de las casas encaladas andaluzas recibe al público que asiste al Teatro María Guerrero para ver las representaciones de Bodas de sangre de Federico García Lorca dirigido por Pablo Messiez. Un montaje que huye de ese Lorca agitanado, aceitunado y acentuado en andaluz que se ha impuesto a sangre y fuego. Y lo hace para poder contar como si se hubiera escrito hoy esta tragedia humana de satisfacción amorosa de deseos insatisfechos.
Satisfacción que mueve el mundo. Satisfacción que bombea la sangre que corre por las venas y también la derrama sobre una tierra que la absorbe como si estuviera sedienta de ella. Sangre y deseos que tienen unos padres y unas madres que tanto se afanaron por darles a luz y hacerlos crecer. Sangre y deseos que a su vez son fruto de sus deseos. De sus anhelos, de su naturaleza. Una naturaleza hecha de amor.
Porque de eso habla esta obra, del torbellino del amor. Un caballo que corre desbocado y no conoce límites. Un caballo que no se puede encerrar. Hombres y mujeres que ante todo se quieren, se aman y se desean en un entorno que ama, desea, quiere y favorece otra cosa distinta del amor.
Falsificación que se celebra en forma de contratos. En forma de una hacienda que crece y que necesita hijos que la trabajen, que la hagan productiva. Dos orientaciones distintas. La individual y la social. La individual y la grupal. Y es ahí donde nace el conflicto. Donde nace el dolor y el rencor que nos sitúa en bandos distintos. Que nos convierte en un momento, ni siquiera en un instante, en una pena permanente y sola que nos aferra a esa tierra que absorvió la sangre, nuestra sangre.
Trailer de Bodas de sangre - Centro Dramático Nacional
Mientras, se celebran contratos, se celebran bodas, el hombre une voluntariamente por la fuerza (de la razón, del cálculo, de la economía, de la política, de las armas, de la ficción) lo que no une la sangre que bombea el corazón. Celebraciones en las que se escuchan canciones que cantan a ese amor prohibido, a las paredes que hay que romper para alcanzarlo, mientras se baila ese vals, ese vals, ese vals.
Porque la vida vibra colgada en la pared, como lo hacen los cuadros monocromáticos de Mark Rothko, mientras miramos hacia otro lado, hacia otro lugar. Porque la vida deseosa se mueve en un bosque nocturno lleno de espejos, trasunto escenográfico y laberíntico de la artista Yayoi Kusama, en una noche cerrada, en la que la luz, la felicidad, es una cara, una sonrisa, un pecho, un torso, un brazo o un hombro de la persona amada que nos toca y nos mira. Que tocamos y que miramos. Ese vals, ese vals, ese vals. Ese bosque nocturno en el que el duendecillo Puck shakespireano ya hacía de las suyas. En el que se puede acabar amando a un asno, a un burro. Como se puede acabar encontrando a esa mendiga de cuerpos y almas que es la irremediable muerte.
Sí, en este montaje, todos los espectadores subimos al escenario. Sí, somos como los personajes, seres deseosos, objetos y agentes de deseo, en una sociedad que nos pide, nos exige, ser productivos, beneficiosos. Pero, ¿por qué no ser honrados con los demás y con uno mismo? ¿Por qué no reconocernos como los seres deseosos que somos y que sabemos que somos? ¿Por qué no reconocer los deseos en los otros? ¿Por qué no hacer leyes que nos igualen como seres deseosos antes que como agentes de la propiedad, del producto y del beneficio?
Preguntas que a medida que pasa la representación van ocupando poéticamente el escenario. Vehiculadas por actores y actrices que gracias a sus bellos artificios se hacen con la escena y con el público. Curiosamente cada uno desde su escuela y desde sus años, sin ocultarla ni ocultarlos, y, sin embargo, dando una impresión apabullante de elenco, de conjunto. La diversidad y la necesidad de la vida hecha escena. Una verdad que de puro compleja suena y se ve ingenua. Ese tipo de saltos mortales complejos que solo alguien tan contemporáneamente desprejuiciado como Pablo Messiez es capaz de hacer y salir con bien. Hecho para sacar a los espectadores por la puerta grande del teatro, subidos a los hombros de Lorca, de los actores y de él mismo, para hacerlos mejores personas no en el teatro, sino en el mundo real.