Ayudé a mi hijo a tener una buena muerte
Desde antes de que naciera, hicimos todo lo posible por darle a nuestro hijo una buena vida. Su padre abrió una cuenta de ahorro para cuando fuera a la Universidad y yo trasnochaba para buscar las mejores guarderías. Cuando cumplió 4 años, lo apunté a clases de piano y de natación. Cuando cumplió 6, empecé a ser su entrenadora de fútbol. A esa edad le diagnosticaron leucemia. De repente, regresé a la época de trasnochar para investigar en internet, a veces hasta las 4 de la mañana.
Con 8 años, para nuestro horror, empezó a morir. Un tipo infrecuente y agresivo de leucemia se apoderó de la médula ósea de nuestro hijo y dejó de responder al tratamiento. Fallaron la quimioterapia y la radioterapia. La inmunoterapia, nuestra última esperanza, tampoco dio frutos. Su organismo ya no era capaz de producir sangre sana. Sin glóbulos blancos, no tenía sistema inmunitario. Sin glóbulos rojos, no le llegaba oxígeno a los órganos vitales. Sin plaquetas, su cuerpo no podía curarse a sí mismo. Sufría magulladuras por el más mínimo contacto, aunque fuera de algo tan suave como una pluma.
Mi nuevo tema de investigación pasó a ser cuáles eran los mejores médicos y tratamientos disponibles. Teníamos la suerte de vivir a solo 20 minutos en coche de los mejores centros del país especializados en cáncer infantil. Un lunes por la tarde, cuando uno de sus pediatras nos dijo que, aunque contaban con los mejores tratamientos y ensayos clínicos, no podían hacer nada más por mi hijo, nos quedamos hechos polvo. Habíamos fracasado en nuestra misión de proporcionarle una buena vida.
Pese a nuestro aplastante sufrimiento y nuestra incapacidad para respirar, desde el momento en el que descubrimos que no podíamos hacer nada más por darle una buena vida, le dimos la vuelta a nuestro planteamiento y volcamos nuestros corazones en procurarle una buena muerte. Pero, ¿qué es una buena muerte para un niño de 8 años? Para nuestro hijo sociable y juguetón, significaba estar rodeado de amigos y familiares y hacer una gran celebración de la vida. Era nuestro hijo pequeño, tenía un agudo sentido del humor y de la diversión. Fue cogiendo forma la idea de una fiesta espectacular con temática de circo.
Nuestros amigos acudieron de inmediato para ayudar con la organización y hacerse cargo de todo lo necesario para traer a todos sus amigos y nuestros amigos al tranquilo jardín que había en la azotea del hospital. Hubo más solicitudes de las que permitía el aforo del jardín, que eran unas 125 personas, de modo que establecieron turnos de asistencia. A lo largo del día fueron llegando voluntarios: acróbatas, payasos, un mago y una banda de música formada por profesores de primaria.
Fue un proceso lento llevar a mi hijo hasta el jardín para la fiesta. Empecé temprano bañándolo con toallitas de algodón del hospital y eligió un pijama holgado de franela de Spider-Man para llevar en la fiesta. Con la ayuda de su padre, dos amigos y un enfermero, lo pasamos de la cama a la silla de ruedas. Quitaron el oxígeno de un soporte fijo de la pared y lo pasaron a un soporte móvil con ruedas.
Parecía como si estuviéramos jugando a Twister evitando tocar las numerosas vías que tenía conectadas por todo el cuerpo. Con cojines protegiéndole por los cuatro costados y un gotero de morfina, por fin estuvo lo más cómodo que podía estar a esas alturas.
A ninguno de los invitados le importó la espera. Todos sabían para qué habían venido. Era la última oportunidad que tenían los niños para reunirse y jugar. Durante casi dos años, nuestros familiares, amigos y nuestra comunidad estuvieron apoyándonos y deseando que nuestro hijo se curara. Nos escucharon preocupados cuando el cáncer de mi hijo volvió y lloraron con nosotros cuando los tratamientos fueron fracasando uno tras otro. Ahora todo el mundo sabía que se iba a morir, y pronto. Lo único que podían hacer era venir con nosotros, deseando disponer de más tiempo y comer tarta de chocolate por deseo de nuestro hijo.
Había un motivo por el queese día tuvo a su lado un círculo de amigos tan grande. Me di cuenta al poco tiempo de empezar el tratamiento de que mi hijo necesitaba a sus amigos tanto como necesitaba la medicina. Los niños necesitan estar con otros niños.
Al igual que en toda relación, hacía falta comunicación sincera por nuestra parte y entre nosotros. Desde ese momento, le empecé a contar la información relativa a su tratamiento, él me contaba cómo se sentía y yo me aseguraba de que mis amigos se lo transmitieran a sus hijos.
Organizábamos días de juegos en el hospital frecuentemente. Sus amigos se registraban en el mostrador de recepción, se desinfectaban las manos antes de entrar a su cuarto y luego se sentaban para jugar a Uno o a Yahtzee. Hubo muchas partidas de ajedrez e incluso más carreras al Mario Kart en la Nintendo Switch. Cuando nuestro hijo estaba demasiado inmunodeprimido para recibir visitas, nos conectábamos por Skype para atender a la clase de Historia y Matemáticas. Había un osito de peluche en su pupitre para que le dijeran qué tareas había que hacer y para recordarle a todo el mundo que todavía era un miembro de la clase. Mediante FaceTime, nuestro hijo participaba en los entrenamientos de béisbol.
Algunas familias se encierran cuando afrontan este tipo de crisis de salud. En nuestro caso, abrirnos fue fundamental para ayudar a nuestro hijo a mantener una infancia lo más normal posible durante su enfermedad, dentro de lo que cabe. Aceptábamos todos los ofrecimientos de ayuda. La comida que nos traían a la puerta de casa permitía que nuestros hijos siguieran cenando juntos. Nuestros amigos se coordinaban para llevar a nuestros otros hijos en coche, por lo que no tuvieron que renunciar a sus actividades extraescolares. No era sencillo pedir ayuda. A menudo sentíamos que no nos la merecíamos. Era en esos momentos cuando poníamos nuestro orgullo a un lado y nos recordábamos que se trataba de darles a nuestros hijos la mejor vida posible. La ayuda de la gente nos permitió volcarnos al máximo con nuestro hijo gravemente enfermo.
Compartía con nuestros amigos y nuestra comunidad el progreso de su enfermedad para mantenerlos implicados. Si estaba dormido o demasiado enfermo ese día, los visitantes esperaban en la sala familiar y jugaban a la Xbox. Todo el mundo sabía que mi hijo quizás no estaría con muchas ganas de visitas cuando llegaran. Como la comunicación era sincera y directa, sus amigos supieron asimilar los cambios, como cuando se le cayó el pelo o cuando le tuvieron que poner una sonda nasogástrica. Muchos de estos niños asimilaron los cambios de mi hijo mejor que los adultos. Se olvidaban pronto de estos cambios y no tardaban en ponerse manos a la obra con lo importante: era hora de jugar.
Cuando llegamos a la azotea, nuestro hijo estaba preparado para ser recibido y saludado por 100 niños de tercero de primaria en el jardín. Nos esperaban perfectamente conscientes de que su compañero de clase, compañero de lectura, compañero de equipo y amigo se estaba muriendo. Mientras nos preparábamos para salir al jardín con ellos, la banda de música empezó a tocar algo de Bruno Mars. El olor de la pizza recién traída flotaba en el ambiente. Justo antes de introducir a nuestro hijo en el jaleo de la fiesta, nos detuvimos un instante.
El día en que los médicos nos informaron de que no podían hacer nada más, tuve que hacer lo segundo más difícil que he hecho en mi vida: entrar a su cuarto y decirle que se iba a morir. Me incliné a su lado en la cama del hospital y le dije: “Siento muchísimo decirte esto, pero te estás muriendo”.
“Espera, ¿qué? ¡No quiero morir!”.
Su cabeza suave, sin pelo en el cuero cabelludo ni en las pestañas, enmarcaba unos ojos azules consternados. Me hundí en ellos y percibí su miedo. Mi mente empezó a maquinar frenéticamente en busca de las palabras adecuadas para calmarlo. “Lo siento muchísimo. Ya lo sé, pero todos nos vamos a morir en algún momento, queramos o no. Papá también morirá. Todos vamos a morir y no podemos controlar cuándo. Lo siento muchísimo”.
“¿Cuándo me voy a morir?”, me preguntó. Como siempre, tenía curiosidad y le daba muchas vueltas a las cosas.
“No lo sé, pero pronto”.
Lo cierto es, como le dije ese día, que todos nos vamos a morir. No hay palabras mágicas que puedan evitar que un ser querido muera. Al intentar consolar a mi hijo, me costaba encontrar las palabras. Le dije: “No vas a estar solo. No sentirás dolor. Estaremos bien”. Esas fueron mis palabras intentando facilitarle la mejor muerte posible.
Ahora, mientras nos preparábamos para reunirnos con la multitud, manejando con cuidado los soportes móviles y el resto del equipo, me arrodillé a su lado, le repetí esas tres frases mágicas y asintió con la cabeza. Se puso unas gafas de sol muy graciosas que le encantaban y le hacían parecer Super Mario. Empujamos su silla de ruedas para recibir los rayos de sol y el aire fresco de primavera. La multitud aplaudió y empezó a corear su nombre: ”¡Ewan!”.
La hora que pasó Ewan en la fiesta no fue sencilla. Estaba exhausto. Se había tenido que esforzar mucho para presentarse, pero ahí estaba rodeado de amor, animado por ello. Muchísimos amigos se acercaban a él y le decían: ”¡Hola, Ewan!”, ”¡Te queremos!” y le pedían hacerse fotos juntos. A veces podía parecer dormido, pero estaba muy despierto. Apenas había comido en toda la semana, pero nos sorprendió comiendo hasta dos porciones de tarta de chocolate. Con la vara de medir de un niño de ocho años, era un éxito como fiesta de despedida.
Tres días después, a primera hora de la mañana del 7 de mayo de 2018, mi hijo murió cogiéndome de la mano. Fue entonces cuando hice lo más difícil que he hecho en mi vida: salir del hospital sin mi hijo. En el año que ha pasado desde que su corazón dejó de latir, mi corazón ha sufrido fuertes golpes y castigos. He llorado todos los días. Los “primeros” días sin él fueron una tortura, sobre todo las festividades que más les gustan a los niños, como Halloween y San Valentín (que en Estados Unidos es el día de la amistad y del amor en todas sus formas).
El día 7 de cada mes me derrumbaba. Los recordatorios inesperados, como los correos electrónicos para avisarme de que le tocaba revisión dental a mi hijo, me golpeaban hasta dejarme llorando en el suelo. Ewan era lo primero en lo que pensaba al despertar y lo último al acostarme. Cuando pierdes a un hijo, te vacías por dentro, pierdes a alguien más importante que tú mismo. Pierdes el sueño de darle a alguien una buena vida.
Pasaba tanto tiempo recordándole y contemplando boquiabierta los pedazos de mi corazón roto que apenas me quedaba tiempo para nada más. Incluso tuve miedo cuando el sufrimiento empezó a difuminarse, como si significara que me estaba alejando aún más de él a un lugar solitario. Vivir teniendo miedo del dolor y miedo de olvidar ese dolor es agotador.
Me hundo. En esos momentos, pienso en tres frases mágicas, melifluas y sinceras que le susurré a mi hijo para reconfortarle y facilitarle una buena muerte: “No vas a estar solo. No sentirás dolor. Estaremos bien”. Repetirme esas palabras a mí misma ahora es como aferrarme a un aro salvavidas. Me mantienen a flote y unida a él. Mitigan mi dolor. Algunos días incluso siento que son verdad. Que quizás lleguemos a estar bien. Aún no, pero quizás algún día. Al fin y al cabo, él nos habría deseado una buena vida a nosotros.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.