Ayer y hoy del flamenco
"El flamenco es. No admite adjetivos, ni explicaciones, ni coartadas".
El realizador, alumno de Bresson, dejó el plano en suspenso, mientras que los palmeros y el cantaor esperaban al guitarrista en sus puestos, sin poder tocar las botellas de vino hasta que se diera la orden de rodar. Cuando al fin apareció el maestro, un tanto perjudicado, preguntó entre jipíos cómo estaba la tropa.
- ¡Acuartelá!
Fue la respuesta súbita.
Sucedió durante la grabación de Ayer y hoy del flamenco, ese milagro de la antigua televisión que arropó el blanco y negro con rojo de sangre y oro de amontillado. Fernando Quiñones (¿quién más poeta y más humano que él?) se sentaba a un lado de la farra para ir desentrañando las tripas de aquellos perdedores que entregaban su vida a un quejío, un arranque o un rasgueo feroz y melancólico que incendiaba las seis cuerdas.
Y no quiero olvidarme de Rito y geografía del cante, programa en el que José María Velázquez Gaztelu se atrevía con la oscuridad de la voz y el brillo duro de las paredes encaladas.
El flamenco es.
No admite adjetivos, ni explicaciones, ni coartadas.
No sé, y nunca me he preguntado, cómo se apoderó de mis venas ya en mi aldea de Toledo, donde nos bastaba con los gorgoritos de Antonio Molina y otros copleros ilustres, sin que quedara hueco para la ortodoxia de Antonio Mairena.
Quizás lo sentí en los terrones de caliza reseca que se desmenuzaban en mis manos, porque el flamenco llama a la tierra rota y al vino oxidado, al sol alto y a la noche asfixiante.
También a la lentitud de los puertos y las dunas.
El flamenco no es cuestión de géneros, sino de talento: incluso unas sevillanas (que tanto desprecian los de mi sangre, hijos del camino) cantadas por El Pali o Paco Toronjo me tocan muy adentro.
O la copla, que refleja la nostalgia de emigrantes y exiliados en unos ojos verdes o en una España que aún suspira.
O Los campanilleros, que aludía, de manera tan sutil, al acosado maquis.
Incluso la vidalita del paisaje argentino, tan ajeno a los olivares, puede conmoverme si la letra es de Atahualpa y la voz de Morente o de Chano Lobato.
Pocos homenajes más sentidos que las camisas rasgadas con que los gitanos de antaño saludaban al artista, para así escuchar con las tripas, ofreciendo la piel a las heridas de la voz.
En una angosta cueva granadina, asistí una vez a ese rito. El cantaor se entregó hasta más allá de sus fuerzas; fue tal la pasión, el sentimiento y el esfuerzo, que hasta a nosotros nos dolía la garganta.
Cuando alcanzó el cénit, algunos gitanos se rasgaron la camisa y arrojaron los coloridos jirones al minúsculo tablao (me avergüenzo; yo no lo hice. Me faltó valor y me sobró Versace).
Nunca he vuelto a vivir ese estremecimiento. Porque lo jondo necesita proximidad; que se sienta, que se huela. Imposible alcanzar esa intimidad en un teatro o en un recinto de festival.
En Viridiana, durante la pandemia, y huérfanos de tablaos, organizamos algunas cenas por bulerías para una docena de afortunados (así es como se vive).
El flamenco es versátil y acepta bien el mestizaje. Esa es una de sus mayores virtudes; también uno de sus mayores peligros. Por cada ocasión en que Paco de Lucía arrastró a John McLaughlin y a Al di Meola a los punteos caídos de las seguiriyas, hubo cien injertadores de mala madre que jugaron a la confusión y a la burla sin duende; por cada tumbao con el que Bebo Valdés se adentró con su piano en las cadencias del jondo, tuvimos que aguantar a un sinfín de impostores sin más gracia que rasgar las cuerdas a destiempo y enrabietarse lo justo para no despeinarse el flequillo.
Heterodoxo de verdad fue Camarón, que, sabido es, se saltaba el canon cuando le petaba. Suerte que, cuando permitió que el sitar y la Nana del caballo grande se quejaran al unísono, ya casi nadie se atrevió a reprochar sus herejías.
El duende, como el bouquet de ciertos vinos jerezanos, el temple en la lidia, el ritmo inasible de la poesía o el sentido del paso que vibra entre las piernas de un jockey, es algo que no admite explicaciones.
Gracias a un grupo de indocumentados que respondían a los nombres de García Lorca, Manuel de Falla, Joaquín Turina, Manuel Ángeles Ortiz, Alfonso Reyes, Ramón Gómez de la Serna, Pérez de Ayala, Ignacio Sánchez Mejías, Fernando de los Ríos… (¡Qué cartel, y qué claustro, para la gloria!), el flamenco abandonó las catacumbas. Un chaval con trece años quedó segundo. Asusta pensar cómo sería la voz del “Tenazas”, ganador del concurso, que se celebró ante un escenario pintado por Zuloaga. ¿Qué hacía un vasco tan lejos del txirimiri? ¿Tendré que recordar que Sabicas, el mejor guitarrista de su época y de las siguientes, era navarro?
Por cierto, a aquel niño lo llamarían, cantando el tiempo, Manolo Caracol.
Sabemos que hay infantes virtuosos en la poesía o en la música (Claudio Rodríguez, Mozart), pero la encumbrada senectud siempre miró con recelo, indiferencia, incluso con desdén, las voces inocentes. Todavía recuerdo la respuesta de Manzanita cuando alabaron las virtudes de su vástago:
-¡Bah! Aún le faltan tabaco y madrugadas.
Yo mismo, lo contrario que me ocurre con el vino, en el que busco frescura y juventud, siempre he sentido una clara predilección, en el ruedo, en las tablas, en la grupa, por las figuras en declive, cansadas glorias, juguetes rotos, tal vez para darle la razón a Caballero Bonald: “la soleá, tanto más alta cuanto más caída”.
Recuerdo a un viejo que renqueaba por las tabernas del Puerto (¿cómo que cuál? El de Liverpool no, coño) apurando su chisquete de voz para sonsacar unos vasos y unas aceitunas, todo su alimento. Como quiera que el tabernero le echase en cara no haber dado un palo al agua en su vida, el tipo le espetó:
-El que sirve para el flamenco no sirve para otra cosa, me cago en mis muertos.
Y, golpeando los nudillos contra la tabla para que el catavinos jugara a la ouija, se arrancó por una carcelera que aún me duele.
El flamenco, y siento contradecir al gran Fernando, no tiene ayer. Desde el principio, cada uno de sus intérpretes ha depurado lo aprendido y lo ha transmitido con la rabia de la supervivencia. Los estudiosos se encontraron, y se encuentran, con una cultura pujante, irracional y mágica, fijada en el tablao de la memoria.
Aún se saborean los cantes que recopiló Antonio Machado Álvarez en su tratado. El padre de los poetas fue de los primeros en comprender que una soleá guardaba celosamente todas las claves de la poesía española, cuando apenas se sospechaba de la existencia de las jarchas, que siguen recordándonos al árabe que habita en las guitarras.
Su hijo Antonio entendió que la brevedad, el verso que no cierra por completo la estrofa, la sabiduría sufriente e imperfecta, el momento en que la pasión se quiebra en desengaño, constituían una forma de ser, una cultura, una razón.
No es insensato bañarse en ese río subterráneo que emparenta haikus, jarchas, soleás, cantigas y cantares machadianos.
Hoy, que son muchos los que se mueven en la foto (Niño de Elche, Rosalía …), ya nadie teme que las esencias queden mancilladas por quienes se adentran en caminos nuevos. Este manido dilema me recuerda a la inquietud de los ortodoxos del idioma, alarmados por los americanismos, que, lejos de envilecerlo, lo enriquecen.
Quien escucha la guitarra de Enrique el del Gastor (nadie ha arropado a los cantaores como él; ya quisieran muchos hijos recibir tal cariño de sus padres) percibe el reclamo de ventas y tabernas durante décadas que se alargaron en una única noche. A Paco de Lucía no le era extraña la claridad de su vértigo.
Y un brindis con palo cortado para el cabal que, ante el bostezo del novato incapaz de entender que ciertos palos requieren una letanía de ayeos, le aclaró:
-Tranquilo, que a este se le ha olvidao la letra…
Lejos en el tiempo, por fortuna, aquella otra noche en que me tocó sufrir a un imberbe de mejillas y vida que, en lugar de quejíos, soltaba instancias por la boca.
-No es que no le sepa la boca a sangre. Es que no la ha visto ni en una de Drácula.-zanjó mi amiga Beatriz.
No se asuste, mi querido y timorato Johnathan Harker. La boca del cantaor sabe a sangre, es cierto.
Pero es que la sangre es vida.