Así es mi vida como madre con depresión
Si no te cuidas tú primero, no puedes estar ahí para tus hijos.
Cualquiera diría que soy una candidata poco probable para sufrir depresión. Cuando tenía 13 años, escribí en mi diario que cuando fuera mayor quería casarme, tener dos hijas y ser periodista.
A juzgar por esos criterios, tengo la vida perfecta. Sea como sea, he conseguido casarme con un hombre increíblemente atento, tenemos dos hijas (de 10 y 7 años), dos gatos, un perro y una casa en las afueras. Y soy periodista.
Aunque claro, a la depresión le da igual dónde vivas o qué trabajo tengas. Y, por supuesto, tampoco le importa a cuántos hijos tengas que cuidar.
Cuando una de mis hijas iba a segundo de primaria, empezó a vomitar todas las noches. Los médicos no sabían por qué tenía náuseas, por qué le dolía siempre la tripa y por qué su adorable cara de niña de 6 años había empezado a tener acné como si fuera adolescente. No dejaba de llorar. Le hicieron ecografías y una resonancia para descartar que un tumor cerebral le estuviera provocando todos esos problemas de salud.
Al buscar en Google “niña vomita todos los días sin fiebre” (no le preguntéis nada a Google si tenéis algún hijo enfermo), yo misma empecé a encontrarme mal. Se me fue el apetito. Permanentemente. De hecho, empecé a preguntarme cómo podía la gente comer tanto y tantas veces. El simple hecho de prepararles la comida para el colegio me agotaba. ¿Y preparar la cena? Huevos revueltos todas las noches. No podía ni imaginarme cocinando algo más complicado.
Empecé a adelgazar. Pasé de 57 kilos a 50 en solo dos meses. No estaba guapa y me avergonzaba mi aspecto esquelético, pero seguía sin tener ganas de comer.
Luego empezaron las siestas. Nunca he sido mucho de echarme la siesta. Mi lista de tareas pendientes era demasiado larga como para permitírmelo, pero estaba demasiado cansada, así que empecé a echarme una siesta al día. Era tan satisfactorio acortar el día a través de siestas que empecé a hacerlo a diario.
Las niñas estaban en el colegio y yo trabajaba como escritora autónoma, así que mis siestas no le molestaban a nadie. Al menos hasta que empecé a hacerlo cuando llegaban a casa. Cuando empezaban a discutir o hacían mucho ruido, escurría el bulto echándome la siesta mientras mis hijas se entretenían con YouTube.
Incluso después de que los médicos confirmaran que los problemas de salud de mi hija era un asunto menor que se solucionaría solo (y así fue), no logré encontrarme mejor.
Nada me suscitaba interés, ni las vacaciones (demasiado esfuerzo planificarlas) ni mi perro (demasiado agotador pasearlo) ni mis hijas (su interminable bullicio empezó a parecerme una tortura).
La depresión hizo que tareas tan simples como levantarme de la cama o darme una ducha fueran abrumadoras. Ser madre sin depresión ya es un trabajo complicado por las interminables y monótonas tareas que exige en ocasiones; a veces es complicado estusiasmarse incluso en los mejores días. Con depresión es casi imposible.
Desde fuera, empecé a parecer una madre negligente. Una madre que no se preocupaba por sus hijas. Sí que me preocupaba, pero ser madre se había vuelto demasiado agotador. Era complicado acordarme de bañar a mis hijas (acabé haciéndolo dos días a la semana), pero luego no me acordaba de ducharme yo. Lloraba por cualquier cosa. Literalmente, lloré una vez que se me cayó un poco de leche.
Después dejé de querer salir de casa, lo cual es un problema cuando tienes dos hijas pequeñas.
Mi marido es la persona más paciente que he conocido, pero incluso él se empezó a frustrar. Trabajaba a jornada completa y al llegar veía una casa que parecía una jungla, a unas niñas hambrientas y a una esposa durmiendo en el sofá. Comprendía que tenía problemas, pero cuando eres madre, no puedes desaparecer y tomarte un respiro de la vida.
Dos niñas pequeñas dependían de mí y yo me sentía capaz de estar ahí para ellas. Me sentía culpable, pero estaba demasiado ocupada intentando superar el día como para reunir la energía necesaria para jugar con ellas o siquiera leerles un cuento antes de acostarlas. Trataba de no pensar en las diversas formas en que estaba siendo una madre negligente, porque si no era capaz de cuidar de mí misma ni tampoco de mis hijas, ¿quién iba a considerarme útil?
Mi pobre marido lo intentó todo. Me llevó a cenar a restaurantes elegantes. Me regaló una escapada a un balneario. Se fue de casa con los niños para dejarme a solas de verdad. Sin embargo, da igual lo que intentara, porque yo solo quería desaparecer.
Si cumplir con mis obligaciones de madre teniendo depresión es complicado, encontrar ayuda para la depresión siendo madre es aún más difícil. Cuando tienes que cuidar a otra persona a tiempo completo es difícil encontrar un hueco para permitirte algo tan básico como ir a la peluquería o darte una ducha. ¿Cómo vas a encontrar así el tiempo y la energía para buscarle solución a tu salud mental?
Por suerte, sabía suficiente sobre la depresión como para darme cuenta de que no podía quedarme de brazos cruzados, así que cogí cita con el psicólogo. Hablar sobre mis sentimientos me ayudó... durante la hora que estuve ahí, pero no pareció surtir ningún efecto a lo largo de la semana.
Más adelante fui al psiquatra y me dijo que tenía la ansiedad por las nubes (¿quién iba a pensar que era posible tener ansiedad y estar muerta de sueño al mismo tiempo?) y que padecía depresión clínica.
Después de meses deprimida, me alivió ver que alguien daba un paso adelante para ayudarme. También creo firmemente que la medicación ayuda con casi todo (llevo años tomando medicamentos para las migrañas y me han salvado de soportar verdaderas torturas).
Después de tomarme 10 mg de fluoxetina, empecé a notar que no me hacía falta dormir tanto. Otros 20 mg más y ya pude volver a comer y a ayudar a mis hijos con sus deberes. La vida no parecía tan complicada. Fue cuando volví a tener ganas de preparar la cena ―una cena de verdad― cuando me di cuenta de que ya me encontraba mejor. Busqué una receta que no incluyera huevos, compré los ingredientes y la hice. Incluso comí un poco para que fuera una verdadera cena familiar.
He vuelto a ser yo misma, salvo por el miedo a recaer.
A veces, cuando estoy cansada a mitad del día o cuando decido hacerles huevos para cenar (sí, a veces aún me ocurre porque, como he dicho, ser madre es difícil tengas depresión o no) me vienen recuerdos de esa época. Por ahora, estoy bien y eso es lo que importa. Además, mis hijas son fantásticas porque me han perdonado por mi mala época (o quizás ni se acuerdan).
Cuando tienes hijos y sufres problemas de salud mental, tal vez sientas que lo primero que tienes que hacer es cuidar de ellos, pero la simple verdad (difícil de recordar) es que si no te cuidas tú primero, no puedes estar ahí para ellos. Sufras la clase de depresión que sufras, hay ayuda disponible, y esa ayuda es realimente útil si la buscas.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.