Arrodillada en la oscuridad
Me dio seis latigazos. Los conté, no chillé, me aguanté el dolor, pero por dentro berreé y comprendí que nunca podría escaparme. Tenía nueve años.
Soy hija de Tamiel y de Clara, me llamo Dolores, ya soy bien mayorcita; han transcurrido los años y todos estamos vivos, sanos y a salvo. Siempre he creído que tuvimos la suerte de que todo fuera reconocido por la justicia. Además, él está cumpliendo condena, pasando sus días y sus noches en la cárcel. No obstante, su presencia se sigue respirando en el ambiente. Su aroma tiene un olor especial; evidentemente, no es un buen perfume. Al contrario, es desagradable y te aporta un malestar desde la cabeza hasta los pies, pues huele a miedo, a temor, y cualquier cosa te recordará su existencia, como por ejemplo: una llamada privada sin nadie al otro lado del teléfono, sólo una respiración, también un timbre que suena... al abrir la puerta siempre se tiene el corazón encogido. Mientras tanto, lo peor es por las noches, el mínimo ruido te hace despertarte con la sospecha de encontrártelo frente a frente, delante de la cama, y das un brinco, miras por todos lados, verificas cada habitación, cada armario y vuelves a dormirte. Pero esta vez para tener pesadillas de infancia o de adolescencia, donde la protagonista cada noche es una persona distinta, una hermana, un hermano, mi mamá, una tita, un tito o una prima. Así, en medio de la oscuridad, se percibe que todos los escenarios vividos, siempre se recuerdan en el silencio de la noche.
En realidad, recordarlos, implica dolor y lucha para no venirse abajo y, más aún, cuando hay tantas situaciones vividas en tu cabeza, sólo piensas: ¿Cómo hicimos para sobrevivir? ¡Qué suerte tuvimos de no haber recibido un mal golpe! Eso sí, durante mis primeros diecisiete años de vida, fallecí en mis adentros, mientras una parte de mi inteligencia emocional me permitía andar y actuar como un robot.
Es cierto que, siempre pensé que un elemento de mi supervivencia es el hecho de que en casa había dos entradas y salidas; así, alguna vez que otra me sirvieron para escaparme de sus garras. Exactamente, se podía salir o entrar por el local situado debajo de casa o entrar por el piso y llegar directamente a casa evitando el largo pasillo del local. En todo caso, para mí, en algunos escenarios vividos en casa, esas salidas de emergencia fueron mi salvación.
No obstante, me di cuenta que a él le gustaba entrar por la tienda, despacio, sin hacer ruido, no se oía ni la cortina marrón anti-moscas al rozarla con los hierros o con la puerta; tampoco, la reja con su ruido estridente, pues la levantaba fuertemente, para evitar que nos enteráramos cómo circulaban los hierros por el raíl negro y así no percatarnos de su presencia. Es necesario añadir que sus zapatos eran silenciosos, creo que cuando los compraba en la zapatería buscaba que fueran con la suela de goma; sería un requisito más para poder cumplir su rol de controlador y saber todo lo que podría conspirarse en su contra. Efectivamente, esto es un detalle importante, porque muchas peleas las iniciaba cuando nos sorprendía hablando o cuchicheando, para someternos a interrogatorios brutales y duraderos, noches eternas o semanas horribles.
De tal manera me sorprendió una tarde, fue la primera vez, que recuerde. En realidad, no es tan agresiva como otras, y tampoco tan larga, pero nunca la olvido.
Yo era jovencita, una niña, tendría unos nueve años, era sábado, a las cuatro de una tarde de verano. En casa sólo estaba mi madre, mi hermana María, la mayor, mi hermano Marco, que aún no llegaba al año, y yo. Mi madre estaba cocinando, comíamos siempre tarde en casa por el trabajo que tenía mi madre en el negocio familiar. En ese momento, yo reconozco que yo era cabezona y estaba diciéndole a mi madre que esa tarde quería salir con mis amigas y le insistí veinte veces, hasta levanté la voz quejándome por el hecho de tener que vivir siempre encerradas, pidiendo permiso al único que podría autorizar una salida firmada bajo sello. Mi sorpresa fue al verlo aparecer delante la puerta del salón. ¿Cómo había subido las escaleras con sus catorces escalones, sin hacer el mínimo ruido? En ese momento, el pánico me bloqueó las piernas. Con sus brazos cruzados, sus ojos me enviaban balas, mi cuerpo tiroteado sentía que algo iba a ocurrirle y mi cerebro empezó a marearse. Yo veía cómo su mejilla izquierda empezaba a temblar, y me hizo bajar rápidamente las escaleras, allí me interrogó diciéndome que de qué me quejaba, ¿no tenía yo una casa dónde estar y comida para comer? Claro, lo demás para él no existía, formábamos parte de sus cosas, al llegar a casa él tendría que encontrarse sus elementos, eso éramos nosotros para él.
Brutalmente, me llevó a la entrada del almacén, en un rincón donde el gran escaparate de la tienda no dejara ver la paliza que en unos segundos iba a darme. Sólo tenía nueve años, me hizo arrodillarme frente a un columna que tiene un foco de luz, lo sigue teniendo, y en la oscuridad de la hora de la siesta andaluza se quitó el cinturón marrón de piel, y me pegó con él seis latigazos. Los conté, no chillé, me aguanté el dolor, pero por dentro berreé y comprendí que nunca podría escaparme. Subí al salón y mi madre sólo se enteró de mi silencio, tuve que comer sin ganas y estar cuidando de mi hermano toda la tarde, teniendo cuidado que no me doliera al andar o que al sentarme para darle el biberón se lo tomara rápido, porque no podía permanecer echada mucho rato en mi trasero.
Fue por la noche, al ponerme el pijama, que mi madre vio las marcas del cinturón en mi piel. Preguntó, sin pronuncia una palabra, qué había sido. Enseguida vi el miedo y la desgracia reflejada en sus ojos. Ella sabía que no tenía fuerzas para luchar contra un demonio.
Es evidente que en casa se aprendió a sonreír, aunque nuestro corazón sangraba cada día. La sonrisa se convirtió en nuestro escudo y en nuestra fuerza.
Os regalo un escrito, más fácil de escribir pero duro de recordar. Espero que sirva a muchas personas para percibir que nuestra felicidad y la de nuestro hijos depende de la persona que queramos mantener en nuestras vidas. Por ello, es importante saber poner límites y decir ‘no’, porque un maltratador siempre ataca a aquellos que son más débiles que él. En resumen, es un cobarde y por ello hay que luchar siempre. Sobre todo, hay que evitar que entre en tu vida.