Aquí podemos
Pienso en un futuro en que cada grado de temperatura que pierda el mar se anuncie con la muletilla “gracias al acuerdo de Madrid”.
Quiso mi suerte, empeñada en darme sustos, llevarme a las calles de Santiago de Chile mediado el reinado de aquel sátrapa encabronado, cruel e inútil llamado Augusto Pinochet, el cual, enrabiado como los perros a los que había copiado la jeta, respondía a las protestas por el encarecimiento de la vida con soldados armados en las esquinas y toque de queda.
Para quitarme de encima el miedo y el asco que aquellos milicos me despertaban (aún hoy se me revuelven las tripas cuando escucho la muy chilena expresión de acuerdo: “al tiro”), aprendí a esperar las sirenas que nos expulsaban de las calles en los burdeles, de modo que no tuviera más remedio que pasar la noche entre copas, cigarros y compañía en la que más buscaba la complicidad de los resistentes que el mero roce.
Cayó el perro y Chile despertó de la pesadilla. Siempre he deseado la mejor de las suertes para aquellas mujeres con las que pasé noches de alcohol, charla y alguna que otra alegría, esquivando el aullido de las sirenas. Y durante años pareció que la habían conseguido, hasta que el presidente Piñera ha decidido responder con el ejército a las protestas que la subida del precio de los transportes ha generado. No sé si la violencia de los manifestantes justifica la medida, pero ningún gobernante medianamente sensato puede olvidarse de la memoria con tal celeridad.
Saber que de nuevo suenan los disparos y las sirenas del atardecer en Santiago eriza mis pocos cabellos y agarrota mis dedos.
Lo que no esperaba es la decisión de cambiar la sede de la cumbre del Clima que se iba a celebrar en Chile, dado que la situación no permite garantizar ni la seguridad ni el desarrollo normal de las sesiones, y que la nueva ubicación del evento va a ser el poblachón manchego por el que fatigo mis pocos ratos libres y en cuyos mercados me atiborro de churros, casquería, verduras, carnes, pescados e historias.
El avezado lector de esta ventana sabe que tengo por biblioteca el mostrador del pollero y la barra del bar.
Pues sí, Madrid se ha atrevido a montar en un mes el escenario para el que habitualmente se necesitan dos años de preparativos y negociaciones. Y he de reconocer que me encantan estos gestos de chulería tan castizos, desde el “quita que lo vas a romper” al “esto te lo resuelvo yo silbando” que, además, la mayor parte de las veces funcionan.
Recibir a veinticinco mil señores trajeados y exigentes, y esperar que queden tan contentos como para firmar un acuerdo que ya va resultando imprescindible, no es tarea baladí, pero no dudo que la ciudad sabrá resolverlo con alegría.
Y cuando digo la ciudad me refiero a ella, no a sus mandatarios, subsecretarios, delegados y oficinistas, que sabrán realizar sus cometidos con prestancia, seguro, sino a los taxistas, conductores de Uber, de autobús y metro, camareros, mensajeros, vendedores de periódicos, militares sin graduación y público en general, que una vez más se desesperarán en los atascos sobrevenidos por el trasiego de coches oficiales, tendrán un comentario amable para el delegado que se despiste en la Puerta del Sol y no pondrán inconveniente en pagar una ronda si con ello se consigue enfriar los ánimos y llevar la mano de firmar hasta el fondo del documento que nuestra supervivencia espera con ansiedad.
Quiere la leyenda urbana (nunca mejor dicho) que se encargara a España la organización de la cumbre árabe-israelí de 1991, urgente como pocas, por la mundialmente famosa capacidad de improvisación que los españoles detentamos. El tan socorrido “venid, que ya nos arreglaremos con lo que haya” es muy nuestro.
Y me consta que un yanqui necesita cinco días para armar una merienda de familia.
Aparte del beneficio económico que traerá este regalito (más desagradable fue traerse la final de la Libertadores y bien que se notó en los bolsillos), y para el que me conformo con que cien de los delegados se dejen caer por Viridiana (en esos días renunciaré al carbón y me limitaré al gas licuado), pienso en un futuro en que cada grado de temperatura que pierda el mar, cada metro de bosque que se gane al desierto o cada especie recuperada de la extinción (lo siento, sigo siendo un optimista) se anuncie con la muletilla “gracias al acuerdo de Madrid”.
Y ese día entraré en La Andaluza a tomar mi té con churros, me acercaré al Cangrejero para que me tire un doble de cerveza como tiene que ser, quizás un dry-martini en el ¡Viva Madrid!, o me perderé con un cucurucho de castañas, para compartir con las ardillas, por las veredas del Retiro, con la bolsa de libros mercados en la cuesta de Moyano, y me dedicaré a dar las gracias a esta ciudad que en más de una ocasión ha sido capital de la gloria y hoy, por una carambola inesperada, va a serlo de la esperanza.