Aquí hay tomate
Aquel paisano de Cunqueiro dio las instrucciones pertinentes al mozo que acababa de contratar como camarero en la precaria tasca en la que se aburrían, entre la percusión del dominó, amoratadas tazas de ribeiro y tapas de lacón, unos fieles parroquianos.
-Esto es muy sencillo, rapaz. A lo que se mueva, le das los buenos días. A lo que no, le pasas la bayeta.
No es el consejo más desaforado que se haya oído en este gremio de nuestros pecados y penitencias. Entre modas, tecnología, química aplicada y picaresca, cuesta a veces distinguir lo que es comestible de lo que no.
Recuerden a aquel inglés que intentó zamparse una toallita caliente en un afamado restaurante. Las fotos que acompañaban el relato de su experiencia explican sobradamente la confusión.
Descubro en estos días que los medios de comunicación se muestran escandalizados por lo que consideran un fraude generalizado en la alimentación, y hacen hincapié en el uso de pigmentos para maquillar las viandas o en la cábala de indicaciones acerca del origen y las propiedades que exhiben tantas etiquetas ambiguas.
Y barrunto que lo verdaderamente escandaloso es que no nos hayamos dado cuenta hasta ahora.
Hace más de veinte años, dormitaba yo un documental sobre tecnología aplicada a la comida cuando me despertó (y ojalá hubiera seguido roncando) la demostración del poder de una enzima que, espolvoreada sobre recortes de carne, obraba el milagro de compactarlos en una pieza única que podía ser fileteada sin que se notasen las junturas.
Los implicados en la aberración, químicos y algún que otro cocinero, juraban que sólo llevarían a cabo el truco con trozos de un mismo corte, con el fin de aprovechar su uso sin mermar la calidad de la carne. Si un servidor hubiera sido becada, (yo tiro más a avutarda) les habría defecado encima.
Tanto les hubiera dado jurar acerca de su virginidad.
Hace ya más de veinte años, insisto. Prefiero no pensar en lo que habrán parido desde entonces los émulos de Frankenstein, jaleados por los sifoneros de molécula floja, que aún comulgan con hostias esferificadas, nitrógeno a granel y calderas extrusoras.
Si Mary Shelley levantara la cabeza, se dedicaría a la poesía pastoril, arrepentida de haber dado ideas a según quién.
En cuanto al origen de los alimentos, no hay que ser matemático para sospechar que, si todos los judiones de El Barco que se venden fueran realmente de allí, la comarca tendría que llamarse La Flota; que Piquillo sería un continente, y que en Santoña no caben tantas anchoas ni liofilizándolas.
(Me imagino al truhan de turno leyendo la frase anterior y chasqueando los dedos mientras exclama: "Pues podríamos...")
Reconozco que soy muy exigente con el origen de las viandas que ofrezco en Viridiana, que son las que me llevo a mi casa (a ver si mi prole dice algo bueno de mí), y que no es infrecuente que visite el feudo de un proveedor antes de decidirme a tener tratos con él.
Mis colegas de la plaza (hermosísima palabra que no podemos desterrar si en algo nos queremos) saben que no voy a regatear con la distancia si la calidad merece la pena.
No conozco otro kilómetro cero para mis platos, mis vinos y mi vida que el pasaporte.
He derrochado abalones del Mar de Cortés, cangrejos de Kamchatka o fruta del Jack de Indonesia. Ahora mismo disfruto de hermosos, marmóreos, gigantescos skreis de las islas Lofoten; o preño un pisto con chapulines, nopalitos poblanos y camarones de Cádiz, para que Felix Grande, Alfonso Reyes y Fernando Quiñones se echen una parrafada.
Con las mismas, nunca me ha importado declarar la procedencia bastarda de cualquier alimento que ofrezca a mis comensales, a los que solo exijo que sean amigos al levantarse de la mesa. Y así lo he declarado por escrito y en mi carta.
No he tenido inconveniente en señalar que el pulpo que gozamos en un tiradito que habría inspirado a Vallejo, hace ya tiempo que olvidó la melancólica lengua de Rosalía para expresarse en enredado árabe.
Ni que los tomatillos verdes mexicanos que dieron color a mis salsas durante años procedían de Leganés D.F., donde un manito con quien tanto quise los cultivaba, con semillas traídas de Michoacán, en un huerto tan asilvestrado y anárquico que, cuando lo visité, me costó localizar la marihuana.
En este tiempo confuso en que hay uvas que saben a fresa, kiwis rojos con un deje de chirimoya, verduras y frutas con algo menos de sabor que el caucho, resulta curioso constatar que los tomates de hace varios siglos, tanto los que salseaban el asado del Rey como los que coloreaban el pisto del labrador, eran de los llamados raf, esa modalidad que ahora nos venden como si fuera el Santo Grial de la huerta, y a un precio que bien justificaría una cruzada.
El lector incrédulo puede darse un garbeo por el Museo del Prado y fijarse en los bodegones de los maestros, o en los de sus aprendices, para asombrarse ante tanto raf abrumado de arrugas, mucho antes de que las decretara bellas Adolfo Domínguez.
Nunca medraron los bueyes en los páramos de España (gracias, Hernández), pero mugen en todas las cartas. Bien es cierto que hoy pastan unas pocas docenas por la pradera hispana; pero el resto, vaca (bendita sea) y, con harta frecuencia, insulso, anodino añojo. Un quiero y no puedo: ni carne ni carne.
No menos amorfos, faltos de raza, son esos modernitos cebados con whopper y bao (también lo llaman pan) que, cuando allanan un restaurante, lo que más les apremia es el postureo y a ver si cae una foto robada con aquel de Gran Hermano que echaron por intelectual. Público a granel con estómago de acrílico, como sus camisetas.
Sigo sin comprender al señor bajito y con bigote que nos metió en el desierto para buscar armas de destrucción masiva mientras en el solar patrio se expandía el nugget.
No menos ridículos los pedantones al paño, con más michelines, mejor economía, e igualmente ágrafos. Sirva este saludo de pimienta:
Sentados frente a frente, mientras sus señoras se alababan los peinados y Sandi abría la carta de vinos, uno le espetó al otro: ¿Conoces los tintos de Sonoma?
No, esos no; pero me hecho adicto a los rosados de Gomorra...
Eso sí que es epatar, aunque sea a cero.
Luego, cuando yo rapeaba los platos de carne, me espetó si yo conocía el caimán de los Cayos.
-Lo siento, discúlpeme. Sólo los callos. -acerté a responder.
Y a este paso no tardarán en ofrecernos caracoles de pincho o atunes de bellota, si ya hay quien jura que los melones son de pata negra. ¿Habrá, me pregunto, anchoas con sabor a aceitunas?
Volviendo al surco, salvo los holandeses de Almería, que vienen con el condón incorporado... ¿recuerdan ustedes algún pepino duro, mejorando lo presente?
Al cocedero de mi casa (suelo de tierra, paredes de adobe, bancos de corcho) arribaba mi padre, que se había levantado antes de que el día mereciera su nombre, para acarrear, durante veinte kilómetros y cinco exhaustas horas, cuatro haces de mies.
Mi padre descargaba el centeno en la era, liberaba las mulas y colocaba un espantapájaros. Fusilado de Goya, muñeco tan harapiento como nosotros al que ni los gorriones respetaban. .
Y así, día tras día, desde San Juan hasta la Virgen de Agosto.
Sobre el agrietado hule, un pan moreno, no siempre un trozo de tocino y media docena de tersos pepinos, aún con el relente de la noche, que mi madre acababa de arrancar a la huerta bien regada. Por testigo, una botella de morapio, primero roja, luego traslúcida.
Me permito esta vuelta a la parva de la memoria (discúlpenme, uno ya chochea) para que comprendan por qué sé muchísimo más de pepinos que de cereales procesados y yogures descremados.
Así las cosas, consuela un tanto tropezarse con un cartel como el que me sorprendió la semana pasada en un puesto de verduras:
TOMATES CON SABOR A TOMATE
A ninguno de los presentes nos dio por reír. Más bien admiramos el valor del frutero, que se jugaba su prestigio en cinco palabras.
Puede que haya llegado el momento de empezar de nuevo.
A cocinar, a beber, a saborear.
Y a pensar con la cabeza.