Aquellos que están seguros, no tienen curiosidad
“Dejadme que os explique cómo funciona el mundo”, dirá cada uno de ellos. Pero, por definición, la gente que está tan segura carece de curiosidad.
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Dado mi interés por los temas relacionados con la crisis climática, sigo con cierta regularidad las aportaciones de los científicos, los gráficos de las temperaturas que presentan, las estadísticas relativas al deshielo del Ártico y del Antártico, la subida del nivel del mar... también estoy tan atenta como puedo a las críticas que periodistas y creadores de opinión hacen a los políticos, o cuando los ministros presentan cifras económicas y soluciones en un debate. En todo este grueso de información y polémicas que la sociedad genera, late una idea subyacente: el problema que limita el discernimiento y responsabilidad de las personas ante los fenómenos como, por ejemplo, la crisis climática, es su falta de conocimiento sobre el problema; por lo que la solución más plausible es proporcionarles más información. El conocimiento se presenta como la vacuna contra las pseudociencias, las medias verdades y los conceptos erróneos. En todas las aportaciones que he hecho, aunque son pocas, he insistido en que la alfabetización climática es una parte muy importante de la solución. La última vez fue en la conferencia que, justo antes del confinamiento por el covid-19, tres expertos sobre el clima y yo, como psicóloga social, hicimos en el Ateneu Barcelonès. En el debate final volví a reiterar la idea de que alfabetizar a las personas sobre el cambio climático es parte fundamental para afrontarlo. Pero ¿qué pasa si nuestro cerebro es el problema y no la solución? Vayamos por partes.
Walter Krämer y Laura Ballester, en su libro Así se Miente con estadísticas: cómo nos manipulan con gráficos y curvas, publicado en 2019, nos presentan encuestas defectuosas, nos hablan de los márgenes de error, los matices entre la correlación y la causalidad. Nos explican cómo reconocer en las publicaciones de divulgación este tipo de errores estadísticos y evitar tergiversaciones y malentendidos. Equívocos, errores interpretativos, deducciones sesgadas que siguen repitiéndose hoy en día, a pesar de los años que hace que entendidos y científicos nos confrontan (véase el libro de Darell Huff, How to Lie with Statistics, 1954). Las encuestas no representativas continúan recibiendo atención y las informaciones relacionadas con la salud que confunden correlación con causalidad aparecen en las noticias casi a diario. La gente, informadores y políticos en general, sigue mintiendo con las estadísticas. Ciertamente, comprender y dar sentido a las estadísticas a veces requiere experiencia. No todo el mundo sabe qué es un intervalo de confianza, ni cómo funciona un análisis multifactorial. Sin embargo, muchos de los errores son fáciles de detectar sin tener conocimientos o formación en estadística; así y todo, conclusiones falsas sobre cifras estadísticas siguen pasando desapercibidas a científicos, periodistas, políticos y lectores. Pero, ¿por qué?
Parto del supuesto de que interpretar erróneamente los datos no es un acto deliberado. Entender sus motivos pertenece al ámbito de la psicología: las creencias, la cultura y los valores influyen en el pensamiento; incluso lo construyen y determinan. En definitiva, estoy hablando de ideología. Quien más quien menos sabe que nuestras pasiones políticas a veces pueden enturbiar la facultad de pensar con claridad. Pero tal vez no nos damos cuenta hasta qué punto pueden entorpecer habilidades de razonamiento muy básicas. Nos lo demuestra el estudio de psicología del profesor de la Yale University Dan Kahan y sus colegas. A los 1.111 participantes del estudio les preguntaron sobre su postura política y también sobre su capacidad de razonamiento matemático. Luego les presentaron una tabla con los resultados de un estudio ficticio sobre una loción para la piel. A un grupo, le mostraron cifras que indicaban un aumento de la erupción cutánea; al otro grupo, cifras que mostraban que la erupción había disminuido. Kahan preguntó a los participantes si la loción mejoraba o empeoraba la erupción. Los participantes tuvieron que hacer un cálculo difícil a partir de las cifras de las tablas. Las personas que habían obtenido mejores resultados en un examen de matemáticas anterior tendieron a dar la respuesta correcta. Así que, hasta aquí, el experimento confirmó lo que se esperaba: los que tenían más conocimientos matemáticos se acercaron más a la verdad. Pero había dos grupos más. A los participantes de estos dos grupos adicionales se les proporcionaron las mismas tablas de cifras, pero esta vez los datos se referían a un tema controvertido en la política de los EEUU: el control de armas. Las cifras que les presentaron mostraban los resultados de un experimento ficticio sobre las consecuencias de una legislación más estricta en relación con la vigilancia y el registro de armas. La pregunta que debían responder era: como resultado de la nueva ley, ¿la delincuencia aumenta o disminuye? El patrón de las respuestas fue completamente opuesto al que habían dado los participantes en el experimento de la loción dérmica. Los participantes que eran buenos en matemáticas cometieron muchos más errores que en la encuesta anterior. Las cifras fueron exactamente las mismas que las del supuesto experimento de la loción para la piel, pero ahora estos participantes se equivocaron mucho más en sus cálculos. ¿Por qué? ¿Cuál es la explicación?
Independientemente de las cifras reales, los votantes demócratas que se identificaron como liberales (y, normalmente, a favor del control de armas) tendían a concluir que la implantación de unas medidas más estrictas había reducido la delincuencia. Con los participantes republicanos conservadores, sucedió lo contrario: interpretaron que un control de armas más estricto no funcionaba. Ciertamente, estas respuestas ya no tienen ninguna relación con la verdad. Demuestran preocupación por proteger la identidad al grupo de pertenencia; a la propia “tribu”. A la hora de dar las respuestas, las creencias ideológicas les jugaban malas pasadas. Kahan también demostró que las personas que conocen más hechos, que disponen de más información o tienen más habilidades numéricas, disponen de más recursos que utilizan para engañarse a ellos mismos. De manera que nuestro cerebro trabaja buscando los argumentos que defiendan y protejan las convicciones propias.
Evidentemente, nuestras convicciones pueden cambiar con el paso del tiempo, pero esto también puede conllevar el rechazo del grupo de pertenencia. Sentirnos aceptados por el grupo de identificación es crucial y nos protegemos del ostracismo como gato panza arriba. Pongamos por caso un agricultor, un campesino, que cambia de opinión y se convence de que, efectivamente, el cambio climático es una realidad; si esparce sus convicciones puede ser rechazado por su familia, por sus amigos, por las cooperativas de agricultores. No está solo; vive en comunidad, y su inclusión en el grupo le es psicológicamente vital. Se arriesga mucho sin recibir nada a cambio. La verdad tendrá que esperar.
Todo el mundo es sensible a este tipo de presiones psicológicas. Nadie se escapa. Cuando sentimos expresiones como fake news, hechos alternativos y post-verdad, pensamos que tienen que ver con los otros, pero no con nosotros. Pensamos que cuando la gente ignora los hechos es porque prioriza sus propios intereses a la verdad. A diferencia de ellos, nos vemos como personas cabales que sólo atendemos a los hechos que son ciertos. Pues esto no es así: todos tenemos nuestros propios puntos ciegos.
Es evidente que ante temas y cosas como la loción para la piel la mayoría de la gente tendrá reacciones neutrales. Son los temas que producen respuestas emocionales punzantes, -como el cambio climático, el Covid-19, la desigualdad por razón de género, la pobreza, el racismo o la identidad nacional, entre otros-, los que tamizamos ideológicamente; los pasamos por el tamiz de las creencias propias, la cultura, la educación... ¿Qué podemos hacer? La investigación de Dan Kahan y sus colaboradores nos han puesto sobre la mesa los procesos psicológicos que intervienen (nuestras creencias, la ideología ...), pero no nos dice cómo contraponerlos. Muy bien, saber que somos falibles ya es un primer paso. Y un baño de humildad. Pero, ¿y qué más?
Kahan y sus colegas publicaron otro estudio a principios del año 2017. Hicieron preguntas a unas 5.000 personas para medir su grado de “curiosidad científica” para un proyecto sobre documentales científicos. ¿Con qué frecuencia leían libros sobre ciencia? ¿Qué temas les interesaban? ¿Preferían leer artículos sobre ciencia o sobre deporte? También les hicieron preguntas relacionadas con sus ideas sobre el cambio climático. Por ejemplo: ”¿Hasta qué punto crees que el calentamiento global representa un riesgo para la salud, la seguridad o la prosperidad humana?”. Si bien en la investigación anterior Kahan midió las capacidades en matemáticas de los participantes, en esta nueva investigación midió la “inteligencia científica”, una habilidad que se supone que ayuda a interpretar la información sobre el cambio climático. Pues bien, Dan Kahan encontró lo que ya había desvelado en investigaciones anteriores: los demócratas liberales percibían más riesgos del calentamiento global que los republicanos conservadores. Cuando más “inteligentes” eran los participantes, más aumentaba la diferencia de opinión entre los dos grupos.
Pero, ¿qué pasaría si en vez de grupos categorizados según la inteligencia, los grupos establecieran según la categoría “curiosidad”? Kahan y sus colegas observaron que la curiosidad y los riesgos percibidos en relación con el cambio climático se correlacionaban. Además, vieron una tendencia en mi opinión de lo más interesante: los demócratas y los republicanos seguían manteniendo sus diferentes opiniones, pero cuanto más curiosa era la persona participante, más riesgos percibía en relación con el calentamiento del planeta. Este resultado era independiente de las convicciones políticas.
Kahan había encontrado un antídoto potencial: nuestra mejor defensa es la curiosidad. ¿Por qué la curiosidad juega un papel en este tema? En un experimento de seguimiento, Kahan presentó a los encuestados dos artículos sobre el cambio climático; el primer confirmaba los riesgos y el otro era escéptico. Los titulares de ambos artículos eran de lo más sugestivos. Uno estaba redactado de tal manera que parecía nuevo: “Científicos informan de descubrimientos sorprendentes: El hielo del Ártico se derrite aún más rápido de lo esperado”. El otro titular sugería lo contrario: “Científicos encuentran aún más pruebas de que el calentamiento global se ha reducido en la última década”. Pidió a los participantes que eligieran qué artículo leer. Y aquí, el poder de la curiosidad se hizo evidente. Los curiosos no eligieron el artículo que tenía el titular que se ajustaba a sus convicciones: prefirieron el artículo que las desafiaba. Para estos participantes, la curiosidad fue una influencia más fuerte que la ideología personal.
De pronto, el remedio para nuestras barreras psicológicas parece sencillo: buscar nueva información. No nos limitemos pues a leer artículos que confirmen lo que ya pensamos. En su lugar, podríamos buscar información capaz de sorprendernos, que vaya en contra de nuestras creencias, o que nos haga sentir enojados, incómodas. Que nos produzca incertidumbre, aunque, psicológicamente, no la gestionemos bien. A casi todo el mundo le cuesta llevarse bien con la incertidumbre. A algunos más que a otros. De ahí que las personas que se posicionan con convicciones firmes dominen los programas de entrevistas, los coloquios, los debates políticos y las columnas de los periódicos. “Dejadme que os explique cómo funciona el mundo”, dirá cada uno de ellos. Pero, por definición, la gente que está tan segura carece de curiosidad. Si se aferran a sus convicciones, no es probable que sean receptivos a nuevas informaciones. Si queremos estar informados, es decir, adecuadamente informados, entonces tenemos que aceptar la incertidumbre. Sin embargo, tampoco deberíamos permitir que esta nos paralice. Tarde o temprano tenemos que decidir. A pesar de la incertidumbre que nos enturbia, podemos tomar decisiones y esto es fundamental en el combate contra el cambio climático.