Apuntes de la novia fugitiva
La escena siempre es idéntica o muy similar a la siguiente: expresas tu opinión sobre el matrimonio — una no muy popular, por cierto — y lo siguiente que sucede es un breve, pero significativo momento de silencio. Como si la frase “no creo en el matrimonio” no encajara bien en ese transcurrir de las escenas y conservaciones típicas. Seguramente habrá un intercambio de miradas colectivas que intentará desentrañar el misterioso motivo por el cual la idea del elemento esencial de la sociedad no te parece especialmente atractiva. Habrá incluso risitas nerviosas, uno que otro carraspeo y sin duda, un bienintencionado que decidirá es un buen momento para aclararte que con toda seguridad, estás equivocado en tus conclusiones al respecto.
— Nadie puede decidir que no se casará por las buenas — me dijo en una oportunidad un buen amigo — simplemente, no te apetece ahora mismo. Es normal. Eres joven y sin pareja. Pero te llegará el momento que…
Por ese entonces tenía veinticinco y veía bastante improbable que eso sucediera. Tenía una opinión fundada sobre el hecho que el matrimonio — como institución — no sólo no satisfacía ninguna de mis aspiraciones a futuro sino tampoco formaba parte de cualquiera de mis proyectos personales. Dicho así, suela petulante e incluso arrogante, pero no se trata de un menosprecio directo hacia una idea social fundamental de la cultura en que nací, sino simplemente de una opción. Quizás una muy poco popular y con toda probabilidad incomprensible para la mayoría de quienes conozco, pero una decisión, al fin y al cabo. Pero tratar de explicar eso a alguien que está por completo convencido de lo contrario, no sólo resulta complicado sino la mayoría de las veces incómodo e incluso insultante.
— Realmente, no quiero casarme ni tener hijos. No es que sea malo o bueno, no tengo prejuicios al respecto. Es que para mí no funciona — le expliqué en esa oportunidad al amigo preocupado — no encaja en lo que deseo hacer en el futuro o en cómo intento construir mi vida.
Mi amigo chasqueó la lengua y sacudió la cabeza. Varios de los que nos rodeaban hicieron el mismo gesto, una combinación de conmiseración y aparente comprensión a lo que supongo, consideraron un gesto de mala educación. Esperé, entre incómoda e inquieta. No era la primera vez que me enfrentaba a una discusión semejante, pero sí quizás la ocasión donde me sentía más desconcertada por la actitud general. De nuevo me pregunté por qué debía justificar una decisión personal, el motivo por el cual no sólo debía excusarme por actuar con cierta coherencia con respecto a mis opiniones sobre la familia y el mundo. Que permitía que no sólo mi estilo de vida sino incluso mis forma de comprender el futuro, pudiera ser debatido en voz alta, como parte de una idea pública en las que todos a mi alrededor sentían el derecho de opinar.
— De verdad, no quiero casarme — insistí. Comenzaba a disgustarme — ni ahora ni después. Lo elegí así. No entra en mis planes ni entrará después.
— No puedes decidir algo así siendo tan joven.
— ¿Por qué no?
— Porque no es justo para ti.
— ¿Por qué no? Es una libre elección.
A estas alturas, el silencio incómodo se había convertido en un coro de murmullos malsonantes, directamente incómodos e insultantes. Una conocida levantó las manos y las sacudió, como si intentara desembarazarse de mis palabras con el gesto.
— Casarse es parte de la naturaleza humana. El matrimonio sólo oficializó ese instinto social que es parte de nuestra identidad — terció —. ¿Cómo puedes tomar una decisión para toda la vida siendo tan joven y sin ni siquiera haber ponderado que sucederá después?
Suspiré. He escuchado el mismo discurso antes y en todas las ocasiones, ha hecho reír — una risa amarga, cansada — la inmediata conclusión a la que suelo llegar escuchándolo: nadie le diría la misma perorata moral alguien que decide contraer matrimonio siendo muy joven. A pesar, que básicamente también es una decisión que afectará el resto de su vida y que, con toda seguridad, se toma bajo la efímera influencia de una emoción pasional. Pero cuando alguien decide contraer matrimonio, nadie lo cuestiona. Es un impulso, una necesidad, un requisito social. De manera que, a pesar de cualquier duda e incertidumbre, el hecho de hacerlo marca la frontera en lo que se supone es la conclusión a la que todos debemos llegar en nuestro comportamiento cultural. Lo contrario es impensable o al menos tan improbable que quien lo decide se encuentra en la nada cómoda situación de transitar un terreno árido de puro ostracismo social casi inmediato.
— ¿Y qué pasará cuando tengas una pareja que quiera casarse? — insiste alguien más — . ¿Te negarás a pesar de que sea la única forma de continuar juntos?
Me guardé mis comentarios sobre el tono melodramático de la frase y me pregunté en silencio por qué, poca gente asume el hecho que todos podemos negociar nuestro futuro — de la manera pragmática y un poco emocional como se escucha — hasta encontrar un equilibrio que no sólo nos satisfaga sino que además, nos brinde cierta estabilidad personal. Que cuando decides no contraer matrimonio, no estás rechazando la idea de no disfrutar de la profundidad, intensidad y placeres de la vida en común, sino al hecho simple de no asumir un contrato social. Claro que, analizado de esa forma, el matrimonio parece perder esa solemnidad que se nos inculca, esa visión sacramental que lo hacen no sólo necesario sino imprescindible para comprender nuestro lugar bajo el sol. Aun así, el hecho evidente es que el matrimonio como cualquier otra cláusula social no sólo admite corrección sino también excepciones. Y yo escogí una.
Con frecuencia este tipo de conversaciones suelen extenderse hasta la incomodidad. Porque no sólo se debaten las razones por las cuales decides que el matrimonio no forma parte de tus opciones, sino tu vida privada, tu forma de comprender el país y la cultura donde naciste e incluso tu aspecto físico. Llegados a cierto punto, la discusión no intenta profundizar sobre el por qué consideras que el matrimonio no podría satisfacer tus necesidades afectivas sino qué hay de malo en ti como para concluir tal cosa. Y es que para la mayoría de quienes conozco, la opción de la soltería no es sólo una forma de estigma sino también una idea que te condena a un tipo de soledad de la que nadie quiere hablar o que directamente provoca miedo e incomodidad. Una idea tan extraña a la percepción general del cómo debe ser las cosas, que termina siendo no sólo preocupante sino directamente, desconcertante.
Por supuesto, con treinta y pocos años, me he tenido que enfrentar a situaciones parecidas a la anterior — y mucho más incómodas — y sobre todo, a todo tipo de prejuicios e ideas sobre mi punto de vista no sólo sobre el matrimonio sino con respecto a la idea general sobre cómo debe ser mi vida. Un debate continúo que incluye no sólo una crítica directa y cada vez más agresiva sobre mis puntos de vista personales sino también, un ataque frecuente hacia mi perspectiva con respecto a mi futuro emocional. De manera que decidí recopilar las preguntas más comunes — con sus respectivas respuestas — a las que debo enfrentarme en ese insistente cuestionamiento que todo soltero debe soportar acerca de la forma como decidió vivir.
Años atrás, cuando alguien me cuestionaba sobre mi decisión sobre no contraer matrimonio, solía enfurecerme y asustarme, como si debiera justificar una idea tan natural en mí que resulta indivisible de mi personalidad. No obstante, ahora comienzo a sonreír, convencida que quizás esa sorpresa — y en ocasiones agresividad — es una señal que la sociedad comienza a comprender que hay opciones, que le desconcierta su existencia pero que aun así, admite en cierta manera su importancia. Una inflexión sutil de una idea general que quizás comienza a transformar lo que consideramos inevitable en algo más parecido a una decisión personal.