Anuncios de moda, criaturas y títeres
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Fui a unas jornadas en Jaén y tuve la suerte de ver un corto vídeo de la directora Yolanda Domínguez, titulado Niños vs. Moda. No teman «perder» los menos de cinco minutos que dura porque merece la pena, y mucho, verlo.
La artista pidió a un grupo de niñas y niños de 8 años que describieran una serie de fotos de anuncios de moda; unos protagonizados por mujeres y otros por hombres. Los comentarios de las criaturas —limpios e inocentes— son de una lógica inapelable, un espejo que muestra la violencia y la desigualdad en el tratamiento de hombres y de mujeres en este ámbito y en la publicidad en general. Desnudan los encubiertos mensajes del mundo de la moda, que bien mirada no tiene ni un pelo de lujoso glamour e inciden en el despropósito que supone no denunciarlos.
Sobrecoge ver de qué modo —sin prejuicios y con un punto de extrañeza— ven en el primer anuncio femenino a una mujer asustada, sola, que pasa hambre (es una constante que las perciban famélicas), enferma, que necesita un botiquín y a quien debería acogerse una temporada para que se rehiciera; quizás pobre, quizás borracha; precisan incluso y con razón que tiene un brazo dislocado. En el primer anuncio de hombres, ven a unos héroes, posiblemente universitarios; o a unos espías, tal vez del FBI; en todo caso, remarcan, se les ve felices. (Interesante: en ninguno de los anuncios femeninos identifican a las mujeres con una profesión; en los masculinos, sí.)
Me entristeció doblemente. Por un lado, por el penoso, violento y peligroso retrato del discurso del mundo de la moda que desvela, que explota en tus narices, pero que tanta gente ve como «normal». Por otra parte, en lo que hacemos a las criaturas; en qué las convertimos. De qué manera las acostumbramos a la violencia y las adiestramos en la desigualdad.
Recordé una función de títeres que vi años atrás. El protagonista interactuaba siempre a palos con diferentes personajes o cosas. Primera lección: la violencia se aprende. A lo largo de la función salió esporádicamente un único personaje femenino adulto y las únicas exclamaciones que arrancó al protagonista fueron: «¡guapa, guapa!». Segunda lección: los estereotipos sobre lo que se debe valorar en las mujeres y se espera de ellas se inculcan. Como todo puede empeorar, pasó, y, de vez en cuando, el protagonista hacía una incursión hacia la entrepierna de la mujer: le miraba las bragas por debajo de las faldas y hacía exagerados y alegres aspavientos (y la encontraba todavía más guapa).
Ninguno de los tres niños que miraba la función entendía por qué lo hacía: eran todavía demasiado pequeños, todavía no habían entrado en una determinada complicidad macho, en los rudimentos de un cierto trato hacia las mujeres. Ningún adulto o niño con quien ineluctablemente se relacionarán no les había enseñado todavía que levantar las faldas a una mujer, a una niña, es algo la mar de gracioso, y que tienen que reír y celebrarlo porque hace «mayor» (aunque no entiendan por qué).
Encoge el corazón pensar que es muy posible que los tres niños que miraban la función con inocencia expectante, en un futuro próximo aprenderán que hurgar bajo las faldas de las niñas, de las mujeres, es divertidísimo (aunque quizás no les guste hacerlo). En cuanto a las niñas, el mensaje y el adiestramiento era claro: «tomad nota e iros preparando». Tercera lección: el miedo, la inseguridad, la vulnerabilidad se aprenden. Tristeza infinita: la misma de tantas veces en tantos museos y librerías después de trastear en los libros infantiles.
Siempre me pregunto en qué momento todos los preadolescentes de 11, de 12, incluso de 13 años que ves caminar por la calle colgados confiadamente del brazo de sus madres o de sus abuelas, dulces y amorosos, dejan de hacerlo. Qué (les) pasa para que de pronto se tengan que avergonzar de ello, que empiecen a no valorarlas o incluso a despreciarlas. Que se tengan que hacer «hombres» a la contra.
Es aprendido, es inducido; natural no es, eso está fuera de duda. Seguramente tiene que ver con una sobrevaloración de los testículos (se llega a atribuirles propiedades mágicas: adelantar a otro coche, marcar un gol o, en su paroxismo, aprobar una ley...) y una sacralización del pene que comienza en el momento de nacer, si no antes. Nunca he escuchado a ninguna orgullosa madre, a ningún padre satisfecho referirse a la vulva de una bebé, con la versión femenina de una frase como «¡Pero qué pito más bonito que tiene mi hijo!» (o similar ), que más de una vez y de dos y de tres he oído decir dirigida a un niño.
Liga con el hecho de que haya marcas de calzoncillos que se llamen «Abanderado» o «Ímpetu» (todo un reto y un modelo para según qué manadas o, quizás mejor, jaurías humanas) y marcas de bragas (me niego a denominarlas «braguitas») que se llamen «Íntima» o «Princesa».
Tendremos que empezar a cuestionar la educación de niños, de jóvenes. Parece que con las niñas, con las jóvenes, se hace bastante bien. Basta cuantificar y evaluar la violencia de cualquier orden ejercida por las unas o por los otros. Tan sólo hay que pensar en quién protagonizó las agresiones de la extrema derecha hace poco en Cataluña o en Valencia.
Solo hay que recordar los disturbios de las barriadas francesas de años atrás. No es cierto que los adolescentes y los jóvenes se sublevaran vandálicamente porque tenían ante sí un futuro incierto; los senderos de las chicas hacia el futuro todavía eran más estrechos y oscuros pero, en general, en vez de ponerse a quemar coches, guarderías, etc., se decantaban por estudiar y trabajar.