Anthony Bourdain y el peligroso mito de 'tenerlo todo'
Anthony Bourdain bromeaba sobre fracasar con éxito, sobre cometer todos los errores imaginables y aun así acabar con un trabajo de ensueño. A él le pagaban por recorrer el mundo, por hablar de comida, por compartir historias sobre la gente. Así que cuando el viernes se conoció la noticia de que se había suicidado, produjo un shock particular.
Bourdain y la diseñadora Kate Spade, que también se suicidó la semana pasada, inspiraron a millones de personas y aparentemente "lo tenían todo". Desde fuera, es difícil entender cómo las cosas acabaron tan mal para estas celebridades cuando todo en su vida parecía tan genial.
Para mí sería ofensivo especular sobre lo que les llevó a esas tragedias. Sin embargo, me identifico con eso de, aparentemente, tenerlo todo.
Durante casi 14 años, me he ganado la vida como periodista de entretenimiento, comentarista y presentador de televisión. Me han pagado por viajar por todo el mundo y hablar con personas fascinantes mientras probaba todo tipo de comida y vivía una aventura tras otra.
Y, aun así, durante todo un año, quise morirme.
Aparte de que su peso era mucho mayor que el mío, Anthony Bourdain era un tipo en el que me fijaba, y que tenía un trabajo que envidiaba. Fue elegante con su tiempo y me invitó a tomar algo cuando nos conocimos por primera vez en una entrevista en 2007 cuando estaba promocionando un libro de Sin reservas relacionado con su serie de Travel Channel.
Hablamos muchas veces y, en 2012, cuando pasó de Travel a CNN para empezar a hacer Parts Unknown, yo estaba trabajando como presentador y productor co-ejecutivo de un programa en el canal de viajes. En un evento promocional de su novela gráfica Get Jiro! en su Brasserie Les Halles, comimos tuétano y me dio un par de consejos de cara a trabajar en el canal.
Pasó el tiempo y me sentí excepcionalmente orgulloso de haber construido una carrera haciendo todo lo que he querido hacer. Mi familia nunca tuvo mucho dinero para viajar cuando era pequeño, así que rellenar un pasaporte de sellos de lugares desconocidos fue para mí otro nivel. Mi trabajo se convirtió en hablar sobre superhéroes, ciencia ficción, folklore y temas paranormales. Compartí escenario con héroes y grabé partes del programa haciendo espeleología en cuevas heladas, echando carreras con potentes coches, merodeando por edificios supuestamente encantados y probando bebidas espirituosas de barriles. Joder, que hasta me monté en uno de los batmóviles de Adam West y en un DeLorean. La vida me iba bien.
Pero en apenas 12 meses, mi matrimonio fracasó, experimenté problemas de salud considerables, tuve que mudarme de forma inesperada, se cayó un gran proyecto y salí de un trabajo bajo unas circunstancias que a mí me parecieron injustas. Aunque no lo había sufrido antes, estos acontecimientos me desencadenaron una depresión clínica.
Cada día contemplaba mi propia muerte. En los días más oscuros, estas ideas eran más pronunciadas, detalladas e incluso cercanas a un plan de acción. Otros días, apretaba el puño con rabia, gritaba a alguna deidad y no le creía, implorándole que lo hiciera por mí, que me enviara un ataque al corazón o un autobús fuera de control.
La visión que solía invocar cuando pensaba en mi depresión eran los demonios de George A. Romero. Me sentía como el corredor lento en el apocalipsis, el que no puede dejar atrás a los zombies. Me cogían cuando me tropezaba y me caía, y se echaban sobre mí, clavándome sus dedos rojos en el abdomen, desgarrándome mientras yo seguía consciente. Los veía devorarme vivo, pero me sentía demasiado paralizado e impotente como para luchar contra ellos y quería llamar a mi madre, o a mi ex, pero no me quedaba voz suficiente para hacerlo. Me daba miedo gritar y que nadie viniera a salvarme.
Era consciente de que no quería sentir eso, pero los sentimientos estaban ahí, o conduciendo o de copiloto. Mi monólogo interno siempre era algo así: "No, no quiero estar aquí, no valgo la pena, no valgo, me odio, odio cómo soy, odio en quién me he convertido, pero, bueno, esta cena en Londres pinta muy bien".
A veces admitía en voz alta que ya no quería vivir. Pregunté abiertamente a otras personas cuál era mi valía. Pero la mayoría de las veces, me lo guardaba para mí mismo.
Seguí trabajando. Pero la energía que transmitía a cámara, de animar a las masas o de hacer poses con famosos, estaba vacía. El 'yo' de la persona auténtica y alegre en el trabajo se convirtió en la máscara. Mientras seguía con mis aventuras y envidiables trabajos, muchos amigos y seguidores con buena voluntad publicaban en redes: "Qué envidia", "Qué suerte tienes", "Te odio" y "Quiero tu vida". Yo pensaba en silencio: "Yo también me odio" y "Te doy mi vida".
También había días buenos. Esos los pasaba con mis seres queridos, o satisfecho por un trabajo bien hecho. Esos días en que sentía que lo había bordado, que había descifrado el código y que finalmente había perdido el miedo del año pasado y que volvía a ser yo.
Pero, inevitablemente, al final de esos días, volvía a casa o a una habitación de hotel que no me podría haber permitido. De nuevo volvía a darme cuenta de que "yo" era el alter ego. La máscara se caía y aparecía la grotesca corteza.
La presión de cumplir, de ser la persona que otros esperan que seas, de vivir la vida y amar una vida y un trabajo por el que otros matarían sólo me servía para consolidar la segunda máscara. Sentía que tenía que parecer coherente y que estar agradecido por mi éxito significaba que no tenía permiso para sentirme tan roto.
Sentía que no podía permitirme admitir ese dolor y debilidad públicamente por riesgo a dañar mi marca. El estigma es real. ¿Quién querría contratar al tipo que había sentido tanto dolor que no era capaz de moverse del sofá de un hotel durante horas, físicamente paralizado y mirando a la nada, torpe y completamente quieto, como un cadáver de pie?
Me quedé callado. Y cuando me acercaba peligrosamente al precipicio, recibí ayuda y las cosas empezaron a cambiar. Poco a poco. Me volví a familiarizar con quien soy frente a la depresión que he combatido.
De nuevo, no puedo pretender saber justo por lo que pasaron Anthony Bourdain o Kate Spade o cualquiera que lidie con pensamientos suicidas. Pero puedo decir con confianza que nadie quiere sentir que lucha contra su propia mente y emociones, y que pierde. Creo que la mayoría de la gente se pone una máscara y se dice algo así como "¿Por qué tengo que soportar esto cuando me va bien?" o "Tengo un gran trabajo, una esposa e hijos que me quieren" o "Lo tengo todo". Este pensamiento creó un cóctel particularmente tóxico para mí, porque me impedía buscar tratamiento (y en las profundidades de la depresión, ni siquiera sientes que mereces ser salvado).
Si te estás haciendo daño, quiero que contactes con algún amigo o que llames a algún teléfono de urgencia. Pide ayuda. Por favor.
Si tú eres ese amigo, adelántate y háblale, aunque parezca que esa persona lo tiene todo. Porque cuando los demonios de la depresión arañan el interior de alguien, no piensan en cuántos seguidores tiene o cuántos sellos hay en su pasaporte o cuánto dinero posee en su cuenta.
Puedes tenerlo todo aparentemente y aun así sentir que no tienes lo suficiente o, pese a todo, querer morirte. Es peligroso el mito de creer que alguien puede llegar a tenerlo todo. Pero siempre puedes recibir ayuda y no te tiene que dar ninguna vergüenza buscarla.