Ante el reto de un nuevo curso en tiempos de pandemia
Los muros de las clases no se derriban y se vuelven a levantar en una semana, y los profesores no crecen de las ramas.
Septiembre es un mes marcado en el calendario de padres, profesores, alumnos e incluso del resto de ciudadanos como aquel en el que se retoma o comienza un nuevo curso académico en todos los niveles, desde los más pequeños hasta los universitarios y posgraduados.
Mis años de docente en la universidad pesan, y más si cabe en estas fechas. Aunque ya esté alejada de mi vida académica, los ecos de un nuevo curso resuenan en mi interior, porque es algo vivido con vocación, y se rememora el deseo de encontrarte con un nuevo grupo de estudiantes que atesoran más o menos ganas de afrontar otro curso. Esa vida académica ha seguido marcando mis años posteriores, que ya no los veo en su calidad de año natural, que da inicio en enero, sino lo que fueron desde el punto de vista académico, y este sería el 20-21.
Cada curso o cada año se fijan ciertos objetivos, rutinas, deseos o propuestas y el pasado quedará sin duda en la memoria de todos. Un hecho incuestionable es que tras seis meses alejados de sus aulas y sus compañeros, la vuelta a las anteriores en mitad de una pandemia no va a estar exenta de miedos, dudas, incertidumbres y lo que venga. Se esperaba que la siguiente oleada de la covid llegara en otoño... pero es lo que tienen este virus y los comportamientos sociales: el primero no conoce de estaciones, ni viene con un calendario como el de la gripe estacional, ni los segundos siguen todas las recomendaciones para evitar volver a empezar y el tiempo perdido, tras una desescalada realizada a toda prisa. Lo cierto es que es necesario tomar las decisiones sobre la base de un consenso, y se ha corrido tanto que ya se sabe, “las prisas son malas consejeras”.
Eso sí, ante un panorama impredecible, la máxima debería ser que ante una situación cambiante la regulación sea al menos flexible, porque recordando a José Luis Sampedro, maestro de maestros, “la vida es una navegación difícil sin una buena brújula”.
Lo cierto es que no se ha de ver a España como un caso aislado, aunque vayamos por delante en lo malo, y en concreto, por los datos económicos y los rebrotes. Solo hay que mirar alrededor para ver lo que está sucediendo. Lo que sí nos caracteriza es la improvisación, y a pesar de los mensajes tranquilizadores desde el Ministerio de Educación, la realidad es que faltan docentes, y de nuevo todo sin tiempo y previsión no se puede hacer, se lamenta Sonia García, secretaria de comunicación de ANPE, sindicato independiente al servicio del profesorado de la enseñanza pública.
Nos encontramos con el hecho de que en plena ola de rebrotes se han de abrir las aulas, algunas ya se han abierto para los de infantil y poco a poco lo harán el resto en las distintas comunidades autónomas, a fin de no agrandar la brecha social y digital que dejó el curso pasado, sin que se hayan hecho los deberes. Esos que recalcamos a los menores que han de hacer pronto y no dejarlos para el último momento, y que cuando les toca a quienes gobiernan, habitualmente son para mañana.
Sucede, sin embargo, que durante el confinamiento más estricto para protegernos y que no colapsara el sistema sanitario se fueron dibujando distintos escenarios para este nuevo curso: ratios, grupos burbuja, modelo de enseñanza, etc. Había pues que preparar aulas más grandes, bien ventiladas, más profesorado, limitar la no presencialidad. ¿Qué se ha hecho?
Como siempre, nos pilla el toro; bueno no a todos, ya que las escuelas privadas se han ido adelantando, dado que cuenta con sus recursos propios. Hace unos días se aprobaron una serie de medidas por parte del ministerio junto a los gobiernos regionales, y veremos un escenario con demasiados protocolos, si bien al final será preciso, como apunté, flexibilizar, dado que cada centro tendrá sus peculiaridades y solo ellos son los que mejor las conocen. No es igual una escuela rural gallega, que aquella de un barrio populoso de Madrid o Barcelona. Ni una universidad como la Complutense de Madrid, con el volumen de profesorado y alumnos, que uno de los centros de la de Castilla la Mancha, por ejemplo, Toledo.
Los muros de las clases no se derriban y se vuelven a levantar en una semana, y los profesores no crecen de las ramas. Hablo en primera persona, son años los que se tarda en formar a un buen profesor en lo relativo a la enseñanza universitaria y considero que es una realidad extrapolable a otros ámbitos.
Dejando al margen las numerosas medidas aprobadas, ya que en cualquier medio el lector las puede consultar, ahora toca esperar a ver qué eficacia tienen, porque una cosa es decir y otra muy distinta hacer. El pasado día 3 tuvimos un interesante chat en Twitter al respecto y aquí puedes ver un resumen (elaborado por Richard Cañabate).
Desearía hacer hincapié en unos centros de los que poco o nada se ha hablado, los de educación especial para menores y mayores. De momento ha quedado aparcada la medida de integrar a sus alumnos con el resto, pues hasta la fecha se han desoído las peticiones de un modelo en el que converjan ambas. Me imagino ahora a un menor con parálisis cerebral, o un trastorno del espectro autista, que no puede llevar puesta la mascarilla en una clase. ¿Qué hacemos con ellos, les dejamos en su casa?
Ellos necesitan más que ninguno sus rutinas, no comprenden la falta de un abrazo o el contacto personal para calmarlos. Se trata de unos centros en los que se pretende que puedan desarrollar sus capacidades y competencias, sin perder de vista los problemas de los menores que precisan atención temprana, la cual como su nombre indica no puede ni debe esperar. Junto a ellos se ha de tener presenta a los menores que son pacientes crónicos, los sordos que necesitan leer los labios de quien está enseñándoles o de quienes son sus compañeros. ¿Cómo lo harán con una mascarilla? Y los invidentes que precisan tocar todas las superficies para orientarse y desarrollar sus habilidades con el consiguiente peligro, y al tiempo formarse en igualdad de oportunidades. De hecho, los centros de educación especial son más que una escuela, a veces suponen un respiro para sus progenitores, y en estos casos la educación no presencial no resulta una opción.
Si se vuelven a cerrar las aulas, ¿se ha preparado un plan B? Vuelta a la docencia no presencial en unas plataformas pensadas solo para dar apoyo a la presencial y no para sustituirla. En la universidad ya existen los centros a distancia o de docencia virtual, y el alumno decide entre uno u otro. En niveles inferiores no, porque se debe apostar tanto por la sanidad y la educación de la misma manera, y no se aprecia en ninguno de los dos campos.
En lo concerniente a la conciliación que se solicita cuando un menor enferme, me pregunto: ¿se ha pensado en aquellos con necesidades especiales que precisan atención las 24 horas? Muchos progenitores han tenido que aparcar su carrera laboral o profesional para convertirse en cuidadores al 100%. ¿Cómo concilian los padres, que de continuo hacen encaje de bolillos o se han visto forzados a aparcar el trabajo?
No cabe duda de que cada padre o madre quiere lo mejor para sus hijos, y si ellos apuestan y defienden la educación especial y también la inclusiva, unos expertos que no conviven con ellos y que solo se apoyan en unos informes deberían visitar dichos centros y hablar más con los protagonistas.
Estamos ante el curso escolar más complicado, en el que no solo están en juego unas capacidades, habilidades y competencias, ya que también lo está la salud física y emocional del conjunto de implicados, con el fin de que no tengan que quedarse atrás siempre los mismos.
Señala Daniel Mendelsohn en Una Odisea y en su calidad de docente que “en realidad, uno nunca sabe adónde nos llevará la enseñanza; quién la escuchará y, en ciertos casos, quién será el que enseñe”. Sin duda un camino largo, y sin perder de vista que las aulas son una parte más de nuestra sociedad, de lo bueno y lo malo, de aciertos y errores, porque la enseñanza está en cada paso que damos y hemos de estar atentos.