‘Animal negro tristeza’, ¿qué arde cuando arde un bosque?
"Si todas las canciones tristes hablan de mí, todas las obras tristes también hablan de nosotros".
Tras ver Animal negro tristeza de Anja Hilling que con dirección de Julio Manrique se acaba de estrenar en las Naves del Teatro Español en el Matadero de Madrid, lo difícil es comenzar a escribir. ¿Qué poner al principio? ¿Cómo hacer para que la audiencia siga leyendo y se dé la oportunidad de conocer este drama tan contingente y actual? Tal vez, solo hay que decir que, si todas las canciones tristes hablan de mí, todas las obras tristes también hablan de nosotros.
La historia es sencilla. Un grupo de amigos urbanitas, amantes, ex amantes, o deseosos de serlo salen al campo. Van en una furgoneta de esas cómodas y familiares. Todos se conocen. Llevan ya un tiempo juntos para saber de qué pie cojean cada uno. Son guapos, famosos, liberales, de opinión y profesión, y alegres.
Excursionistas accidentales, domingueros, en busca de lo salvaje, si eso es posible en Europa, en lo profundo de un bosque. Un lugar en el que hacer una barbacoa, acampar una noche y hablar de banalidades con aires de transcendencia.
Se ponen serios con la muerte, se ríen hablando de sexo o de cómo se conocieron. Beben mucho sin ser unos borrachos. Se pican unos a otros con malicia. Comparan la persona que tienen a su lado con la que quieren tener. A la que miran de reojo y llenos de deseo.
Pero esos pequeños placeres, no faltos de su profundo dolor, siempre están amenazados. En este caso la amenaza es un bosque que arde. Un incendio que ellos mismos provocaron por no apagar bien el fuego que hicieron. Un fuego del que son responsables, como de sus consecuencias: bomberos muertos y hectáreas arrasadas. Algo que saben, como las nefastas consecuencias de reconocerlo.
Un fuego que se extiende durante el descanso nocturno. Y que pone a la desgracia de unos, y a la alegría de otros, nombre de incendio forestal. En el que todo se extrema tanto que lo que parecía ganado se pierde con una pavesa volando entre material fungible.
Una fungibilidad que ponen los actores en una escena relativamente sencilla sobre la que proyectar bosques, palabras como títulos de capítulos, primeros y medios planos de los actores. Una fragilidad corporal que contrasta fuertemente con el microfonado de sus voces que le dan un aire de película. De esa cinematografía que tiene pretensiones de ser melancólicamente bellas.
Unas voces que alternan con la música incidental tocada en directo, junto con otro montón de efectos sonoros gracias a una guitarra y unos teclados. Que callan cuando, al estilo de Magnolia de Paul Thomas Anderson y algo de Twin Peaks de David Lynch, se produce el clímax y suena Wuthering heights de Kate Bush. Momento en el que el público recupera esta canción que canta l’amor fou entre Cathy y Heathcliff, los protagonistas de Cumbres borrascosas de Emily Brönte.
Pues al igual que arde el bosque, arde el deseo. El deseo de apropiarse de otra persona, (re)tenerla al lado. Un deseo propio que no tiene porque coincidir con el ajeno. Un deseo que provoca la desgracia, de la que parece estar exento el matrimonio, como la pareja de granjeros que aparece en esta historia, que ya bastante tienen con lo suyo.
Un deseo convertido en palabras. Un texto dicho con actitud en escena por un elenco que tiene poco en lo que apoyarse que no sean ellos mismos para componer sus personajes, para hacer pensar a la audiencia que se conocen, se quieren, se estiman, se dañan, como esa pequeña comunidad que son.
Actores expuestos pues son grabados y proyectados en primer plano en el fondo del escenario. Creando una disonancia, entre lo vivo, lo presente, lo que tiene tamaño humano y lo que solo es imagen y se presenta agrandado o engrandecido.
Pocos elementos más hay en escena. Unas sillas de tijera cualquiera. Una tela cubriendo el escenario. Unos papelillos plateados, como metáfora del agua que apaga el incendio. Confetti que se pega al cuerpo de Paul, personaje que interpreta que Ernest Villegas, el que más pierde con el fuego, y que parece que lo va desdibujando, borrando.
Como si su cuerpo se fuera despixelando, adquiriendo el aspecto de una antigua escultura grecorromana al que le faltase un brazo o un hombro, una parte de la cara, a medida que pasa la función. Y en ese proceso de degradación azarosa, pues depende de dónde se pegue el confetti y de que no se le caiga, fuese acompañado por el público. Un público que reconoce en los personajes, lo mismo que en ellos, ese animal negro, producto del fuego del deseo no correspondido, llamado tristeza.