Alfonso Sastre, la eterna rebeldía
Sastre es un grande del teatro; uno de los que quedaba, un clásico moderno.
Siempre es triste cuando uno de los grandes nos deja. Da igual que sus últimas obras hayan sido algo menores, da igual lo que pensara políticamente o que sus últimos años hayan sido conflictivos: Sastre es un grande del teatro; uno de los que quedaba, un clásico moderno.
Como sus admirados Bertolt Brecht y Peter Weiss, Sastre trabajaba el teatro social comprometido desde una perspectiva que iba más allá de la agitación y propaganda (aunque muchas de sus obras fueran de agit-prop) y presentaban una estética rupturista que acompañaba la denuncia social y su profundo compromiso antifranquista.
Sastre forma parte de esa generación, la del 50, que permitió dar una pátina de modernidad al teatro de los años de plomo, hace un tiempo le dediqué un post a una de sus más interesantes obras: Cargamento de sueños.
En efecto, obras como la mencionada junto a Escuadra hacia la muerte (1953), La taberna fantástica (1966) y Oficio de tinieblas (1967) merecen un lugar en el parnaso del teatro del siglo XX. También sus magníficas revisiones de mitos como Guillermo Tell tiene los ojos tristes o El nuevo cerco de Numancia.
Fue, asimismo, el creador de personajes inolvidables como el Isaías Krapp de La mordaza (1954), el Miguel Servet de M.S.V o La sangre y la ceniza (1965) o Man, ese moderno everyman de Cargamento de sueños.
Algunos de sus ensayos son pequeñas piezas maestras. Por ejemplo, sus disquisiciones sobre la tragedia compleja que jugaba con las visiones del teatro épico de Brecht y el esperpento de Valle o, ya en términos sociales, Sobre la crítica secreta y cuasi ejecutiva de ciertos comisarios de la cultura en España, y las formas viciosas de nuestro desarrollo cultural (1965) donde recordaba que “Los valores en el ámbito cultural nacen, suben o bajan, oscilan, caen,
desaparecen, resurgen o mueren según las leyes […] albergadas en el mundo de los intereses” y que están controlados por “agentes del tráfico espiritual”, es decir, “autodiplomados de expertos y convertidos en jueces por los comisarios menores en sus capillas o cenáculos?”. Difícil decir más con menos.
Un premio nacional de teatro sabe a poco. Se va un grande de la escena, otro más, que ha muerto sin un debido reconocimiento. Cada vez quedan menos. Por poner un ejemplo señero, Fernando Arrabal tiene casi 90 años. En el momento que escribo estas líneas en 2021, llevamos 24 años sin que un dramaturgo haya obtenido el Premio Nobel (Dario Fo en 1997) y casi cuarenta desde que uno ganara el Cervantes (Antonio Buero Vallejo en 1986). Los “agentes del tráfico espiritual” siguen menudeando.
Descanse en lucha, don Alfonso.