Aguas menores y palabras mayores
Más de una vez pensé en contar esta historia para poner una placa que informara a las visitas de que en aquel rincón del portal había miccionado un Premio Cervantes.
Quiso el destino que viniera a cenar a Viridiana tras pasar toda la tarde firmando ejemplares en la Feria del Libro. El restaurante disfrutaba de su mejor juventud y yo andaba algo menos maltrecho y resabiado.
Tenía fama de retraído (él mismo se describía como “hurón” en la imprescindible entrevista de Soler Serrano), pero no se mostró como tal en aquella velada.
Disgustado por no poder servirle caza, no eran fechas y yo no hubiera consentido llevarle a la boca hijos de la granja, me arriesgué y emplaté para él cuanto de exótico o desusado encontré en la cámara. Pensaba yo que sería más fácil entablar conversación si le mostraba lo desconocido; y era un plan perfecto, salvo que lo ignoto resultó no serlo para él; si no en bocado, sí a través de la miriada de lecturas que intentaba disimular, como si tuviera que hacer buena la imagen de pueblerino solanero con la que, tan injustamente, lo habíamos vestido.
Sí que se sorprendió ante una botella de tinto australiano, de la región de Coonawarra, que abrí para él, y que aproveché para sentarme a su vera con la excusa de catarlo. “No me imagino -me espetó- cómo un vino tan fresco puede venir de un lugar tan horrendo″. A continuación, pronunció el nombre de la zona con su cerrada y gutural pronunciación castellana: “Cuna guarra. Si hasta ellos lo saben…” y me explicó que necesitaba ver, cercando el bosque y conviviendo con la jara, el surco del arado, el campo de vides y el haz de centeno; marcas de la presencia amigable del hombre y de la vieja sabiduría. “Esos desiertos y junglas que tanto atraen a los demás tratan al hombre como a un enemigo”.
No tardamos mucho en colgarnos la canana y atrochar por las lomas de la exageración que recorren todos los cazadores en tertulia. Si yo presumía de haber disparado contra jabalíes acorazados, él no se quedó atrás jurando sobre liebres grandes como perros y perdices a reacción. “Lo del jabalí no me convence mucho, Abraham. Al fin y al cabo, es caza de espera y de pocas señales. Reconozco, no obstante, que el momento del tiro es mucho más tenso con el rifle que con la escopeta. Pero no me quite usted los kilómetros y las mañas que se necesitan para levantar una simple becada”.
En lo que estuvimos completamente de acuerdo fue en mostrar asco ante la sola mención del ojeo, esa barbarie sin mérito más propia de psicópatas que de cazadores. El ansia por disparar sin freno ni razón. A ciegas. Recordamos, como recuerdo ahora, los versos de José Agustín Goytisolo:
Me tiré hacia el monte
por no ver la fiesta
de los señoritos
con las piezas muertas.
Al ojeo no,
que no al ojeo.
“Desdeño los ojeos, pero sí que he estado en las grandes fincas con sus dueños. Crueles, soberbios e impacientes. No lo sabían, pero me estaban sirviendo en bandeja a Iván y a todos los suyos”.
“A Paco el Bajo y a su familia me los he encontrado, por desgracia, demasiadas veces en esos andurriales”.
Como el gran maestro que era, hizo que sus personajes pertenecieran a ningún lugar y transitaran por todos los rincones del dolor. Los cretinos que se sintieron atacados por Los santos inocentes ni siquiera se dieron cuenta del lugar de los hechos; no otearon rastros que permitieran la ubicación del feudalismo
Tuvieron que esperar a que Mario Camus mostrara en la pantalla el cartel de la estación de tren de Zafra. Entonces ellos, tan patriotas, se escandalizaron de que alguien les contara cómo era en realidad su tierra.
Alabé el tino con el que nombraba a sus personajes: Azarías, carne de azar y desdicha, o la Desi de La hoja roja, Desideria de deseos nunca logrados.
“Coño, señor García -exclamó- hila usted muy fino. Si hubo intención, no fue consciente; en mi tierra proliferaban esos nombres, pero le agradezco tanta dedicación”.
Terminada la cena, rechazó el licor que le ofrecí, pero me pidió continuar la charla con algo más de vino. Dicho y hecho, cambié Australia por el dulzor italiano, “passito” a “passito”. Tras el primer sorbo, me preguntó por los lavabos.
Por supuesto, en ningún momento dejé de atender a los demás comensales ni de maldecir a mis explotados. En lo que él orinaba, me desviví por dar salida al servicio, impaciente ante los minutos de sobremesa que me esperaban. Conseguí dejar hilvanados las cien hilos que se traman en un restaurante y volví a la mesa en la que me esperaba la escritura en su más pura acepción.
Pero allí no estaba.
Entendí que una cena copiosa engendra sus servidumbres y me senté a esperar, pero los minutos llegaron a ser muchos, incluso para las bodas de Camacho, así que bajé a los baños, donde, como era de suponer, no estaba.
Regresé al comedor justo a tiempo de ver como entraba por la puerta de la calle y volvía a la mesa con absoluta tranquilidad y la sonrisa del tahúr que descubre el farol de su contrincante.
“Verá usted, no me he aclarado con los letreros de las puertas (en Viridiana, los retretes se nombran “actores” y “actrices”) y he llegado a la conclusión de que no era donde me había pensado. He probado con la otra puerta (que resultó ser la de emergencia, que no tiene retorno), que me ha llevado hasta el portal, que estaba cerrado. Así que, discúlpeme, he buscado un rincón decoroso para orinar. Suerte que me ha abierto la puerta un vecino rezagado. Por cierto, ¿no tendrá un cigarrillo negro? Ya tengo dejado el tabaco, pero de vez en cuando…”.
Reconozco que, en ocasiones, los hosteleros nos pasamos de imaginativos a la hora de señalar a quién corresponde cada lavabo. Hubo un tiempo en que proliferaban plátanos y manzanas, como si el señor Roca solo admitiera fruteros.
Sobran las excusas para aquel gesto extraordinario, sabio y socarrón, de bajarse la bragueta sobre los mosaicos como si aprovechara un surco de sementera para descargar la vejiga tan contento.
Aún hubo más conversación. Reconoció que había tenido mucha suerte con el teatro, que Lola Herrera había obrado otra vez el milagro de Lázaro, resucitando a Mario en la soledad del escenario, del mismo modo que Ibáñez Menta y María Fernanda D´Ocon habían conseguido que La Hoja Roja temblara, asustada e inmisericorde.
De las películas que han mamado de su obra solo me interesan tres palabras: Los santos inocentes.
“Me sobrecogió. -le dije- que una película pueda, sin menoscabo de su belleza, recoger con tal hondura, una historia, unos personajes y unos diálogos (la Niña Chica sigue provocándome al unísono blasfemias y lágrimas); pero hasta que no vi lo que hizo Camus no entendí que se podía embeber del ritmo y el tono de la novela”.
(Y me complace afirmar que en mi última revisión, hace unos días, encontré que, inmunes al paso del tiempo, estas cimas de la literatura y el cine, como Nieves, han “empollinado” bien.)
“Rabal y Landa son Azarías y Paco. Ahora pienso que lo eran antes de que yo escribiera la novela. Aunque lo realmente justo hubiera sido que aquel premio de Cannes hubiera nombrado a todo el reparto”.
Con el final de la velada llegó la melancolía, que le hizo despedirse con un recuerdo para dos compañeros de pelea que se fueron, sin duda, demasiado pronto: Aldecoa y Martín Santos.
“Los leo y me apasiona sentir en textos tan poderosos la juventud. Lo que podrían haber hecho si hubieran tenido la oportunidad de madurar… Jesús mantuvo el latido de la gente por encima del embrollo estructural, e Ignacio nos puso muy alto el listón del relato breve. Aún me siento acobardado por su sombra cada vez que encaro alguno”.
Y yo pensaba en su propia madurez, en la que había hallado las fuerzas para enfrentarse al exorcismo de la señora de rojo y al titánico esfuerzo de levantar un pasado vivo y herético.
Fue la última vez que vino. Lo supe, desde entonces y hasta el final, rodando en bicicleta por las carreteras secundarias de su provincia, disparando con tranquilidad a las perdices de noviembre y mimando los nidos de abril.
Y parando a mear donde le viniera en gana.
Más de una vez pensé en contar esta historia para poner una placa que informara a las visitas de que en aquel rincón del portal había miccionado un Premio Cervantes.
Pero algunos de los sórdidos vecinos que gastaba por aquel entonces no se merecían el honor de aquel chorro de lucidez y vino de las Antípodas.