Por favor, acuérdate de llamar a tu madre
Echo de menos esa oportunidad, el número en mi teléfono, el momento de ponernos al día.
Solía tener un recordatorio en Google Calendar para llamar a mi madre todos los domingos. Muchas veces se me olvidaba. Ella tampoco solía llamarme porque no quería molestar y creo que aún vivía mentalmente en aquella época en la que llamar a otra ciudad era muy caro. Al teléfono móvil que le regalé, por muchos minutos gratuitos que incluyera, no le daba mucho uso y rara vez estaba cargado. A ella le gustaban los teléfonos fijos para comunicarse a su gusto. Cuando me llamaba desde su móvil, era para avisarme de que su teléfono fijo e internet estaban fuera de servicio después de una tormenta, y que debía avisar a mi hermana también.
Sin embargo, siempre que la llamaba yo a ella, se alegraba y manteníamos una conversación animada, profunda y divertida, sobre política, libros y revistas. A veces me ponía al día de lo que hacían sus excéntricos vecinos de la ciudad a la que se acababa de mudar después de que mi hermana Kate y yo dejáramos nuestro hogar en Wisconsin. Intentaba no interrumpirla —una de mis malas costumbres— y ella nunca me interrumpía a mí. Sus frases eran impecables e inteligentes, sin rellenos ni rodeos innecesarios.
No hacía preguntas personales y nunca me preguntó por qué no la llamaba o visitaba más a menudo. Yo era la única que hacía visitas, aunque una vez que llegaba, se alegraba de verme y me ponía a trabajar arrancando plantas silvestres o recogiendo —¡y contando!— cientos de nueces negras de debajo del árbol de su pequeño y arreglado jardín delantero.
Si me perdía de camino a su casa (me metía sin querer en una larga y lenta carretera rural después de echar gasolina en un pueblecito sin servicio de GPS, por ejemplo) y llegaba horas más tarde de lo que había dicho, no me lo echaba en cara. No recuerdo que sacara a relucir ninguno de mis rasgos o experiencias vitales negativas, a no ser que se tratara de una broma compartida, pero entonces lo hacía de forma cariñosa y amable.
Cuando anochecía, nos sentábamos a leer juntas en el salón mientras su estufa de leña me calentaba la espalda. De vez en cuando la sacaba de su lectura para contarle algo o para enseñarle alguna foto de mi móvil. Era feliz acogiéndome en su casa y seguía feliz cuando me veía marchar antes de volver a su vida perfectamente ordenada.
Se le daba muy bien redactar correos electrónicos (y cartas antes de eso) y me enviaba respuestas detalladas y divertidas cada vez que le escribía. El último correo electrónico que me escribió en respuesta a mi mensaje sobre la pérdida del hijo de un amigo, lo dejé en visto para responderlo más adelante, quizá porque el tema era triste y la brevedad de su correo era reveladora.
Cuando encontraron muerta a mi madre por causas desconocidas (probablemente relacionadas con el corazón) el pasado febrero, llevábamos tres semanas sin hablar. Es curioso que la frase “llama a tu madre” sea a veces un motivo de mofa. Aun así, hazlo: si tu madre sigue viva y quieres estar en contacto con ella, llámala. Sobre todo si te gusta procrastinar, como a mí, y te gusta llamar solamente cuando tienes una buena noticia o algún logro. Llama, aunque sea llamar por llamar. O tal vez tengas que llamar a tu padre. O a tu hermana. O a un amigo cercano.
Hoy, caminando por el bosque, sentí el impulso de llamarla. Echo de menos esa oportunidad, el número en mi teléfono, el momento de ponernos al día. No éramos la clase de madre e hija que son “mejores amigas” y lo comparten todo. Todo lo contrario. Pero éramos muy buenas amigas. Ella era muy agradable, tanto por teléfono como por otros medios. (La mayor parte del tiempo, al menos. Cuando se trataba de cualquier cosa relacionada con el dinero o con su salud —era fumadora y bebedora a pesar de haber sobrevivido a un cáncer de páncreas—, podía ser bastante mordaz y directa). Qué extraño es perder este pequeño pero enorme momento de los domingos.
A medida que se acercan las Navidades en este segundo año sin ella, formo parte de ese enorme grupo de hijos en duelo que nos preguntamos por qué nos sentimos tan incompletos. Los recuerdos invernales comienzan en algún momento de la primera infancia y luego se desvanecen, de repente, a una u otra edad. Hay historias buenas y malas, y todas nos hacen ser quienes somos.
Hay una viñeta del New Yorker (mi madre era la lectora más fiel de esta revista) que estoy segura de que le resultaba divertidísima, y no por culpa de mi hermana o mía. En esa viñeta, una anciana con bastón mira su buzón vacío y se queja: ”¡Sacrebleu! Otra vez un montón de nada, y encima en mi cumpleaños”. El pie de foto: “Las cartas de Jean-Paul Sartre a su madre”.
En serio, amigos: a mi madre le encantaba recibir cartas, igual que a Madame Sartre. Tú también podrías aprovechar un domingo para escribirle a tu madre. Escribirle una postal te cuesta un par de minutos y un sello. Es divertido comprar una, escribir una o dos frases y echarla al buzón. Y puede que ella la exhiba en su frigorífico. ¿Hay algún honor más grande que ese?
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.