Acoger a 136 perros me ha enseñado mucho de animales, pero más de humanidad
Todo empezó con un pequeño y aterrorizado beagle que recogimos en una bolera una fría noche de invierno. Galina había llegado desde Carolina del Sur en un furgón de transporte junto con decenas de otros perros hacinados en jaulas amontonadas como si formaran parte de un puzle Jenga. Esa primera noche después de rescatar a Galina se nos pinchó una rueda de camino a casa. Quizás era una señal de que acoger perros rescatados no sería tarea sencilla.
Surgen inconvenientes muy a menudo. Ya no queda ningún peluche en toda la casa, las patas de las sillas tienen marcas de mordiscos y nuestra moqueta nunca volverá a ser como antes. Mi corazón tampoco.
Nunca tuve pensado acoger más que a unos pocos perros. Empezamos a acogerlos hasta que diéramos con "nuestro perro". Habíamos perdido recientemente a Lucy, que había estado 17 años en mi corazón. Reemplazarla sería una tarea complicada, pero supusimos que acoger perros sería un buen modo de hacer un casting para encontrar a la mascota perfecta.
El plan estuvo cerca de funcionar. Frank era el undécimo perro que acogimos, un catahoula delgado y con parásitos que tenía un ojo azul y otro ojo sorprendentemente dividido por la mitad, un lado azul y otro marrón. Frank me seguía a todas partes. Había hecho una lista con todo lo que buscaba en un perro y el primer requisito era que acudiera a mi llamada.
Frank llevaba menos de una semana siendo Frank y ya lo dejaba todo para venir si le llamaba. Una vez, cuando me oyó en el exterior de la casa, poco le faltó para atravesar un cristal y reunirse conmigo. Tenía una gran sonrisa bobalicona y una lengua al estilo de Mick Jagger. Me tenía enamorada.
A mi marido, Nick, también le encantaba. Mis hijos no eran tan selectivos por entonces. Ya habían tenido que despedirse de otros diez perros antes de Frank, así que mi decisión les parecía bien. Rellené el formulario de adopción.
Frank me seguía por todos los cuartos y se acomodaba detrás de mi escritorio cuando tenía que sentarme para trabajar. Tenía en el correo un listado actualizado de perros en busca de hogares de acogida. Estuve a punto de borrarlo, pero al final, decidí ver las fotos y leer sus historias. Había muchísimos perros buenos.
Quedarnos con Frank significaba cerrarles la puerta a todos esos perros cuyo único pecado era haber terminado en refugios rurales con pocos recursos y poco espacio. Conocía el significado de la expresión eutanasia económica. Esa noche le dije a Nick: "No podemos quedarnos con Frank. Todavía hay muchos perros buenos por ahí".
Fue en ese momento cuando empezamos de verdad a acoger y rescatar perros y cachorros e incluso a perras embarazadas en nuestra casa para contribuir en su búsqueda de una familia definitiva. Muchos de los perros venían de situaciones tristes, pero era el tiempo que habían pasado en la perrera lo que más les había desgastado el alma. Llegaban dos veces al mes en la furgoneta de transporte de ese aparcamiento de al lado de la bolera confundidos, asustados y a veces desfallecidos tras doce horas de viaje por carretera.
Una perrita de seis meses, Hadley, se negó a salir de su canasto durante una semana y no quería comer de otro modo que no fuera de nuestras manos, acurrucada en su cama sin mirarnos a los ojos. A Momma Bear, un enorme perro blanco de Irak, le habían cortado las orejas y el rabo unos niños del pueblo. Fue un milagro que sobreviviera, fuera trasladado a Estados Unidos por la organización benéfica de rescate de perros Nowzad y terminara en nuestro hogar de acogida. Era una gigante cariñosa y amable, pero tres años después, la mujer que la adoptó dice que sigue sin atreverse a caminar por pasillos estrechos.
Estelle fue la primera perra embarazada que acogimos. Solo tenía ocho meses cuando dio a luz a cuatro cachorros en la entrada de nuestra casa. Uno de esos cachorritos tenía el síndrome del perro nadador. Con un mes, extendía las patas como una estrella de mar y se tenía que arrastrar como una foca mientras sus hermanos correteaban a su alrededor.
Mediante una búsqueda rápida en internet, vi que la mayoría de los cachorros con síndrome del perro nadador fallecen pronto por insuficiencia cardíaca congestiva (por la presión ejercida sobre sus órganos) o son sacrificados. Nosotros no teníamos ninguna intención de perder a un cachorro por el que habíamos luchado tanto.
Nick construyó una canaleta estrecha para ayudarle a caminar; mi vecino, que es veterinario, ideó un arnés a partir de unas vendas e instalamos en el suelo alfombras de yoga donadas para que sus pequeños pies tuvieran mejor agarre. Innumerables voluntarios se unieron a la iniciativa "Equipo Fruitcake" y se presentaron en mi puerta para ayudar con la terapia. En menos de un mes, el pequeño Fruitcake ya caminaba y jugaba con sus hermanos, y unas pocas semanas después, fue adoptado por su familia definitiva.
Acoger perros me ha enseñado mucho sobre estos animales, pero aún más sobre la humanidad. Estos perros llegaron a nosotros porque habían sido abandonados y en ocasiones maltratados por la gente. Sería sencillo amargarme y enfadarme por esa situación, pero no hay tiempo para ello.
Queda mucho trabajo por hacer. Son todos los voluntarios que transportan, cuidan, adiestran, curan, quieren y adoptan a estos animales los que me demuestran una y otra vez que la esperanza no está perdida. Los considero personas con corazón de perro, ya que llegan a extremos impensables para salvar a un perro. Jamás imaginé que yo sería una de ellos, pero tras 136 perros acogidos por ahora, veo que lo soy.
También he aprendido a olvidarme de mis ideas preconcebidas, no solo de lo que es un perro, sino también sobre la gente. Las personas que me animaron a acoger a un perro (ahora más de 100 familias) llegaron de todos los ámbitos de la vida.
Algunas son personas con las que nunca habría hablado de no ser por esto y a las que quizás habría juzgado, pero conectamos por nuestro amor mutuo por un perro. Muchos de ellos me dicen posteriormente lo mucho que "mi perro" les ha cambiado la vida. Suelo oír: "No sé quién salvó a quién".
Cuando publiqué mi libro, tuve la oportunidad de viajar a los refugios de donde procedían muchos de nuestros perros. Lo que vi me destrozó el corazón. Perreras abarrotadas de perros cuya única esperanza era recibir un rescate. Rodeados de ruido y caos, sus ojos y la lúgubre situación en la que estaban era dura de mirar. Lo único bueno eran las personas con corazón de perro que había conocido durante los viajes, gente que se esforzaba por cambiar la situación, por abrumadora que fuera.
La organización con la que acojo a perros, Operation Paws for Homes, tiene un lema: "Juntos rescatamos". Es lo que escribo cuando autografío mis libros y creo que es la única esperanza para los perros que he conocido en los refugios y los que seguro que vendrán después de ellos. Para cambiar la situación, todo el mundo debe contribuir. Os invito a uniros a mí y al resto de personas con corazón de perro del mundo. Rescatad, acoged y adoptad. Salvad una vida. Nunca se sabe, puede que os salvéis a vosotros mismos.
Cara Sue Achterberg es escritora, bloguera y mamá adoptiva de perros rescatados.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Reino Unido y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.