'Del Revés' de Pixar: la importancia de llamarse Tristeza
Incluso entre las ya geniales ideas de Píxar, sigue siendo la más extraña, inteligente y atrevida de todas, una fábula sobre la nostalgia, o la primera vislumbre de la edad cuando puedes empezar a sentir nostalgia de algo: Disney ha dado a luz su película más hermosa desde El Rey León.
En la locura del reino feudal de los taquillazos, donde el mainstream de la franquicia da vueltas y vueltas como una polilla embobada alrededor de su propio conservadurismo, Pixar es el genio gentil, la gallina de los huevos de oro a la que sólo se le permite, una vez cada pocos años, ponerse manos a la obra y apretar bien para sacar un huevo.
Y vaya encanto de huevos que ha producido, en general, durante su desatada existencia. El trío consecutivo de Wall-E, Up y Toy Story 3 es una racha impresionante para cualquier productora estable en la historia del cine. La calidad de las tres siguientes cayó (el noble fracaso de Brave, la codiciosa secuela Cars 2 y la insatisfactoria Monstruos University), pero ahora resurge con Del Revés. Incluso entre las habituales ideas de Pixar, como frutas del paraíso, sigue siendo la más extraña, inteligente y atrevida de todas; también es ya una de las grandes películas estadounidenses sobre la infancia.
La heroína, y a la vez escenario de la película, es Riley, una alegre niña de doce años que adora el hockey sobre hielo tanto como odia el brócoli. Sus padres (como sucede al comienzo de El viaje de Chihiro) tienen que mudarse por cuestiones laborales; en su caso han de abandonar el querido hogar de Riley en Minnesota para ir a San Francisco. La pequeña se esfuerza por adaptarse, tanto en el colegio como en casa, y sus cambios de humor se relatan a través de cinco emociones antropomórficas en su cabeza: Alegría, Tristeza, Ira, Asco y Miedo.
Cada una de ellas, como los Siete Enanitos, tiene su propia personalidad. Encontrándose Alegría y Tristeza en pugna por el control de los humores de Riley durante un día particularmente duro en la escuela, se ven catapultadas a los confines más profundos de su mente. Deben, por tanto, intentar volver a La Central antes de que Riley (guiada ahora sólo por Ira, Asco y Miedo) termine con su drástico plan de recuperar a la versión más joven y feliz de sí misma (ningún spoiler hasta ahora).
Para empezar, los enredos visuales de la película pueden ser vertiginosamente intrincados, una librería infinita de sueños, recuerdos y fobias, una doble hélice de realismo e invención. Pixar consultó a psicólogos para que ayudaran en el diseño de la mente de Riley, para que fuera científicamente rigurosa: la memoria a corto plazo procesa su información para la memoria a largo plazo durante el sueño (como se supone que sucede en realidad) y las estanterías curvadas de la Memoria a Largo Plazo imitan los contornos de la corteza cerebral de la superficie exterior del cerebro.
Esta legitimidad psicológica se reviste de surrealistas batallas que maravillarían al mismísimo Dalí (de hecho, Dalí y Walt Disney crearon una vez un corto llamado Destino). Unas vastas islas unidas por puentes representan las características que definen a Riley, como su amor por el hockey sobre hielo y su torpeza; estos pilares de la personalidad bombean sus decisiones con una convicción variable, que pueden derrumbarse si se queda corta de impulso.
Los pensamientos se encadenan a través de una locomotora de la que suben y bajan recuerdos y estados de ánimo. Los sueños se fabrican en el propio adormilado estudio de películas de la mente, un guiño buñueliano a la capacidad del cine para manipular, distorsionar y sofocar las fantasías. Hay gags tremendamente divertidos sobre la abstracción, la fragmentación y los déjà vu, divertimentos densamente equipados en las terrazas más altas de la consciencia. Nada que ver con Cars 2.
En caso de que esta complejidad suene demasiado aguda, tal vez para su propio perjuicio, como el equivalente cinematográfico de pasear a tu hijo en su carrito por la Tate Modern de Londres cuando apenas ha aprendido a hablar, es necesario añadir que Del Revés es también una película divertida y emocionante que presenta desechables y esbeltas perspicacias, el tipo de irreverencias intergeneracionales que puedes encontrar en Los Simpson o en Barrio Sésamo.
La película tiene cierta traviesa consciencia de sí misma; en cierto momento, Ira hace una sugerencia: "Nos encerramos en nuestra habitación y usamos esa palabrota que sabemos. ¡Esa es buena!". Cuando Miedo está de vigilancia en el puesto de control, pone los ojos en blanco ante lo previsibles que resultan las pesadillas ("Deja que adivine, ha olvidado ponerse los pantalones").
Los rápidos atisbos dentro de las mentes de los otros personajes, incluyendo la de un payaso desencantado ("Seis años de escuela de teatro... para esto"), demuestra cuánto provecho han sacado los de Pixar usando sólo la mente de Riley y cuánto más podrían aprovechar de las mentes de los demás. Hay incluso una pequeña incursión en la cultura hipster de San Francisco, mostrando una pizzería que tiene para elegir sólo una pizza al día.
Todo esto me recordó vagamente a Silicon Valley, esa simpática telecomedia, gloriosamente inteligente, sobre cinco compañeros simbióticos que intentan llegar a San Francisco, por cierto, una oportuna antiEl Séquito (no es por hacer leña del árbol caído, pero vean por favor, si no lo han hecho ya, la muy informal y descarada entrevista con el reparto de Entourage, basada en la serie homónima, la ya mencionada El Séquito en The Guardian, sobre el sexismo en la película).
El delicado tacto de Del Revés va acompañado de un feminismo discreto (los tres personajes principales -Alegría, Tristeza y Riley- son femeninos, y el único indicio de interés amoroso de Riley se subvierte amablemente). Compárenla con la película prójima, mentalmente laberíntica, esa fiesta onírica que es Origen, una catedral de creatividad sin precedentes pero tan masculina y tan portentosa que clama al cielo la importancia que se da a sí misma.
El elemento más llamativo de Del Revés es su capacidad para conmover al espectador. Lloré tres veces, dos de ellas en relación al amigo imaginario de Riley, Bing Bong (un cruce deliberadamente confuso entre gato, elefante y delfín). Él se convierte en el guía de Alegría y Tristeza a través de los polvorientos recesos mentales de Riley y es también una metáfora de una Riley más joven. Se trata, pues, de una densa ilustración catártica y madura del crecimiento que aboga por la vitalidad de la melancolía.
Al principio, Tristeza sólo deambula y estorba en el camino de los demás, tocando recuerdos que no debiera. Pero se va volviendo cada vez más útil y termina por alegrar a Bing Bong mejor que la misma Alegría. El llanto, según afirma Tristeza, "me ayuda a desacelerar y a obsesionarme con el peso de los problemas vitales".
Su virtuosa actuación al final -ya que hablamos de lo que me hace llorar- es una soberbia introspección, complemento de la línea principal de la cultura pop que alienta con sus suéltalos o el sacúdetelos [como el tema Shake it off, de Taylor Swift]. No pasa nada por no soltar un sentimiento inmediatamente. Guardarlo, ahondar en él, sumergirse, saborear la brisa marina y (si puedes) intentar aprender de él (o no). "A fin de disfrutar de la vida", escribió Nabokov en Habla, Memoria, "no tendríamos que disfrutarla demasiado".
La película organiza redadas al propio sentimiento de la infancia perdida, unos asaltos que arañan ese hilo de alma detrás de la laringe: como en la escena que describe la erosión de la capacidad de Riley para la tontería cuando su padre intenta animarla haciendo imitaciones de monos. Es un adagio de inelocuencia, una genial sonata sobre el mal genio, ahí en la cima junto con Boyhood y (mi libro infantil favorito) Bad Mood Bear.
Al igual que los recuerdos y las personas, la película no es perfecta. Hay un bajón a la mitad, una discutible secuencia que representa una pelea familiar como un enfrentamiento bélico que se pierde en esos manidos estereotipos de género, y Alegría y Tristeza desaparecen de la vista durante unos diez minutos demasiado largos. Pero la película nunca parece sentimentaloide y, desde luego, es consciente de su propia capacidad para manipular. Pixar, gracias a todo su lindo encanto cerebral, es una máquina de relaciones públicas tan bien engrasada como cualquier otra (los cinco de Del Revés están publicitando actualmente el último paquete de banda ancha de la empresa de comunicaciones Sky), aunque de alguna forma es más digerible que la mayoría de marcas de hoy en día.
Tiempo atrás, la nostalgia era percibida como una enfermedad (se produjo un brote en el Ejército ruso en 1733). Si este fuera el caso ahora, Hollywood estaría sufriendo una enfermedad nerviosa. Desde que la adaptación del superhéroe se convirtió en la única y exclusiva forma de arte estadounidense (Birdman acarició esta idea, pero la contó desde una perspectiva demasiado privilegiada), los estudios se han zambullido en su propia mitología, han colocado en sus puestos a sus apuestas más seguras y las han erigido como películas.
Por supuesto que iban a hacer otro Parque Jurásico, por supuesto que iban a hacer otro Terminator, claro que hay una nueva Misión Imposible (Nación Secreta).
Se puede entender por qué las personas que se juegan sus propios trabajos dan el visto bueno a las apuestas más seguras pero, como espectador, es igual de difícil empatizar con los personajes, o incluso considerar al espectáculo una película (o, Dios no lo quiera, una obra de arte) cuando uno sabe que se trata del gigante bastardo industrial de una inversión bursátil bien calculada. Por favor, dame dinero, ¡por favor! También hace que la labor de aquellos que apuestan por los personajes y las historias creados desde cero sea más encomiable.
Por eso me encanta que Pixar permitiese una premisa tan rara, con tantos matices emocionales y tan desvergonzadamente sofisticada como Del Revés. Qué mensaje más maravilloso, razonable e inusual tiene, el más complejo de los finales felices. Tomm Moore, director de la deliciosamente ambiciosa animación irlandesa La canción del mar, se preguntaba en la revista Sight and Sound de este mes: "¿Hay una categoría de cine familiar de autor? Me preocupa que se nos vea como algo digno e instructivo, como el equivalente en cine del brócoli". Del Revés es brócoli que sabe a helado, cine nutritivo hecho en casa. Junto con Looking y Silicon Valley, es parte de una fuente de decencia, sutileza y originalidad en San Francisco.
Es una celebración de la imaginación y la empatía, donde la tristeza no es sólo un personaje, sino también un héroe; es una película sobre el melodrama de la prepubertad y sobre la formación de la personalidad donde la madurez constituye la aceptación del cambio. Es una de las grandes representaciones artísticas de la mente juvenil, con unas montañas que se espesan por el trueno de la memoria, un punto y contrapunto al minimalismo del magistral montaje de una vida de Up.
Pero, en especial, es una fábula sobre la nostalgia, o la primera revelación tras la infancia de lo que significa sentir nostalgia de algo. Es muy tentador aferrarse o vagabundear por las lagunas del pasado, pero dejarse definir por el ayer es algo antinatural y la forma menos constructiva de introspección. Los que dictan los gustos en Hollywood podrían aprender de esto. Si tan sólo pudieran dejar tranquilos los pilares desvencijados de anteriores éxitos tal vez podrían, en palabras del médico francés especialista en nostalgia del siglo XIX, Hippolyte Petit, "encontrar nuevas alegrías para borrar el dominio de las viejas". Al dejarlas marchar, al soltarlas, Disney ha dado a luz su película más hermosa desde El Rey León.
Este post fue publicado originalmente en la edición británica de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Diego Jurado Moruno