En una semana, mi marido me abandonó, asaltaron mi casa y obtuve una beca que me cambió la vida
"No se le ocurrió otra cosa que regalarme una nueva aspiradora para suavizar el golpe".
Mi semana del Día de los Inocentes de 1981 (1 de abril en mi país) no empezó muy bien. Era domingo cuando mi marido me dijo que me dejaba. Se había enamorado de una de sus alumnas de la universidad y se iba al día siguiente con ella a Costa Rica.
Me quedé destrozada. Fue algo completamente inesperado. 33 años después, sigo sin saber qué decir. Estaba en shock.
No se le ocurrió otra cosa que regalarme una nueva aspiradora para suavizar el golpe.
Estábamos en pleno curso en la Universidad de California, en Berkeley, de modo que a la mañana siguiente me tocaba dar clase, como siempre. Tenía dos opciones: dar la clase o explicar por qué no podía darla. Al final, fue mucho más sencilla la opción de dar la clase, así que dejé a mi hija Emily, que tenía casi seis años por entonces, en la guardería con su fiel Aussie, un pastor australiano que la seguía a todas partes. Después, fui a trabajar.
Cuando acabé, mi jefe de departamento me alcanzó y me dijo: "Ven a mi despacho".
Pensé: "Genial". Tenía la esperanza de escapar al acabar la clase.
Cuando entramos al despacho, me dijo: "Quería comunicarte que acabo de enterarme de que te han nominado para la beca". Como no podía ser de otro modo, rompí a llorar.
Este jefe de departamento (bendito sea, por cierto), me sacaba una generación y ya tenía tres hijos mayores. Los tres varones, ninguna hija. Saltaba a la vista que no había tenido nunca una profesora asistente a su cargo. Me cogió de los hombros y retrocedió: "Nunca había visto a nadie reaccionando así. Siéntate, siéntate. ¿Qué te pasa?".
"No es por la beca, es que mi marido me dijo anoche mismo que me dejaba".
Me miró fijamente, abrió uno de los cajones de su escritorio, sacó una enorme botella de whiskey de Jack Daniels y me sirvió medio vaso diciéndome: "Toma. Te sentará bien". Era un lunes a las nueve y media de la mañana. Hice caso y me lo tomé entero. Superé la jornada, recobré la sobriedad y, sobre las tres y media, volví a la guardería para recoger a Emily, que entró de un brinco en el coche con su perro y volvimos a casa.
Cuando llegamos, subimos las escaleras, abrimos la puerta... y nos encontramos todo destrozado. Alguien había forzado la entrada. Estaba todo revuelto. Pensándolo en retrospectiva, lo que debió de ocurrir es que quienquiera que estuviera robando en el vecindario nos había dejado en paz hasta entonces porque mi marido trabajaba desde casa. Aquel día, como es obvio, él no estaba, así que era una casa vulnerable y aprovecharon para entrar a robar.
Llamé al 911 y acudió un joven policía local. Como no sabía qué cosas se había llevado mi marido el domingo por la noche, tampoco podía estar segura de qué es lo que me habían robado. Se lo expliqué al agente Rodríguez y me dijo: "Conforme lo vaya descubriendo, haga una lista".
Luego subió al piso de arriba con Emily. Abrieron la puerta de su cuarto y vieron todo cubierto por medio metro de profundidad de destrozos. Habían desmontado la cama, arrancado las cortinas y vaciado los cajones. Mi hija (recordemos, aún no tenía los seis años) miró al agente Rodríguez y le dijo: "No sé si han entrado aquí los ladrones". El agente, con mucho mérito, supo contener la risa y le dio su tarjeta de contacto: "Jovencita, si ves que te falta algo, llámame".
Lunes por la noche. Tenía programada desde hacía tiempo una presentación en Washington, D.C. esa misma semana para los Institutos Nacionales de la Salud (NIH en inglés). En aquella época, la cosa funcionaba así: si eras un profesor joven que solicitaba por primera vez una beca importante, era muy común que el NIH te pidiera que hicieras una "visita inversa" en la que tenías que explicar el proyecto y convencer a los responsables para que te concedieran una sustancial cuantía económica para los siguientes cinco años.
Era sumamente importante. Y nunca lo había hecho. Completamente nuevo para mí. Mi primera gran beca. El plan original era que Emily se quedara con su padre y que viniera mi madre el martes para echar una mano. Cuando hicimos los planes, sonaba muy bien.
Mi madre, que vivía en Chicago, todavía no sabía nada de lo que había pasado el día anterior, así que pensé en esperar a que llegara para contárselo todo. Era mucho más apropiado eso que llamarla por teléfono, ya que en Chicago era bastante tarde. Se me había hecho tarde también a mí con todo el jaleo del robo, la Policía y demás.
Así las cosas, al día siguiente fui a recoger a mi madre al aeropuerto de San Francisco y, volviendo a Berkeley, le expliqué lo sucedido el domingo. El disgusto que se llevó fue considerable. Me dijo: "No me puedo creer que hayas dejado que tu familia se rompa y que esta niña vaya a crecer sin padre". Eso es algo que nunca fue verdad y nunca lo será.
"¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido anteponer otras cosas a tu familia?". Todo esto mientras Emily escuchaba desde el asiento trasero del coche. "No me lo puedo creer. Voy a hablar con Rob".
"Ha vuelto a Costa Rica", le recordé.
"Que no, que no es posible", replicaba mientras su disgusto iba en aumento. Para cuando llegamos a Berkeley, estaba fuera de sí, y Emily, aterrorizada. Estaba claro que mi madre no iba a encontrarse en condiciones de cuidar a mi hija.
Un par de horas después, soltó mi madre: "Me vuelvo a casa. Sigo sin poder creer que haya pasado esto. Tienes que quedarte en tu casa y cuidar de tu hija. ¿Cómo puedes pensar siquiera en correr a esconderte en la Costa Este en una situación así?".
Hace falta un poco de contexto: mi padre había fallecido hacía poco tiempo después de que mi madre se hubiera pasado más de 20 años cuidando de él, y dos meses después de esta visita, a mi madre le diagnosticaron epilepsia, así que su reacción no era tan irracional como puede parecer. Aunque claro, antes de saberlo, sus palabras y su comportamiento me dolieron profundamente.
Acabé cediendo: "Vale, tienes razón, voy a conseguirte un vuelo para mañana. Te llevaré al aeropuerto y cancelaré mi viaje".
Llamé al que había sido mi tutor postdoctoral en la Universidad de California en San Francisco hasta hacía un par de años. Él había ido a Washington, D.C. para asistir a un congreso de oncología que casualmente coincidía en los mismos días y la misma ciudad que mi "visita inversa" al NIH. Mi tutor me conocía bien y escuchó mi historia. Tenía experiencia tratando con sus hijas. Me dijo: "Escucha, ven aquí".
"No puedo", le respondí.
"Trae a Emily. Ya nos conocemos. Me sentaré con ella cuando hagas la presentación". También tenía experiencia con niños porque tenía varios nietos ya. "No habrá ningún problema".
"No tiene billete de avión".
"En cuanto colguemos, llamaré a la aerolínea para conseguirle un billete. Recógelo mañana cuando lleves a tu madre al aeropuerto. La pondré en tu mismo vuelo. Todo saldrá bien".
"¿Seguro?".
"Sí. Voy a llamar a la aerolínea. Buenas noches". Y colgó. (Hay que recordar que en aquellos años era mucho más sencillo reorganizar los billetes de avión).
Conseguí un vuelo a las 10 de la mañana para que mi madre volviera a Chicago. Salimos, en principio, con tiempo de sobra para llegar sin problemas al aeropuerto, pero justo ese día tocó atasco en el puente de la Bahía de San Francisco-Oakland. Fue un viaje infernal. Lo que debería habernos llevado 45 minutos se alargó una hora más. Cuando llegamos (por fin), faltaban solo 15 minutos para que saliera el vuelo de mi madre y 45 para el mío y el de Emily. Por si fuera poco estrés, había que esperar una fila kilométrica para recoger su billete. Y, claro, aún no habíamos facturado las maletas. Mi madre cargaba con la suya, pero ya por entonces estaba bastante débil.
De modo que, estando las tres en fila, le dije a mi madre: "Mamá, ¿podrás llegar sola a tu avión?". No había puntos de control en aquella época, pero sí pasillos interminables.
"No", me contestó.
Así que le tuve que decir a Emily: "Tengo que ir con la abuela para ayudarla a llegar a su avión".
Mi madre se escandalizó: "¡No puedes dejar a tu hija aquí sola!". Y razón no le faltaba.
De repente, oí una voz inconfundible a mis espaldas: "Emily y yo estaremos bien".
Me giré y le dije al hombre que había hablado: "Muchas gracias".
Mi madre me miró pasmada: "¡No puedes dejar a Emily con un desconocido!".
"Mamá, si no podemos fiarnos de Joe DiMaggio, ¿hay alguien en quien podamos confiar?".
Joe DiMaggio era un jugador de béisbol muy conocido en los Estados Unidos y estaba ahí detrás, esperando su turno, como nosotras. Me miró a mí, luego a mi madre y después le dedicó una radiante sonrisa a Emily. Le tendió la mano y le dijo: "Hola, Emily, soy Joe".
Emily le estrechó la mano y correspondió: "Hola, Joe, yo soy Emily".
Así que dije: "Mamá, venga". Echamos a andar y llegamos a su avión sin complicaciones. Habían pasado unos 25 minutos cuando regresé. Emily y Joe ya habían llegado al mostrador y estaban charlando como si nada.
Joe DiMaggio le había conseguido el billete y Emily lo guardaba en la mano. Joe estaba esperando a que llegara yo para poder coger su vuelo. Le miré y le dije: "Muchísimas gracias", a lo que me respondió: "Un placer".
Echó a andar por el vestíbulo, torció a la derecha y me dedicó un saludo efusivo y otra radiante sonrisa antes de desaparecer para buscar su avión.
Emily y yo llegamos a Washington, DC. La entrevista fue bien, conseguí la beca y ese fue el inicio de un camino que ahora, 33 años después, forma parte de la historia del cáncer de mama hereditario y el inicio del proyecto BRCA1.
Puedes oír a la doctora Mary-Claire King contar su historia aquí (en inglés).
Este post fue publicado originalmente en el último libro de The Moth para una sección especial del 'HuffPost' Reino Unido y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.