Un minué personal en el Ministerio del Interior
La enojosa cotidianidad a que nos tienen acostumbrados los burlones y burladores del Estado produce en el ciudadano la impresión de falsedad, de pamplina. Salvo excepciones, nos faltan hombres enterizos, de una pieza, con talento y honestidad.
Descendamos unos instantes a la penumbra de la caverna protohistórica, en esta España de rebajas estivales. Aceptemos el contrato social o, por mejor decir, el trato forzado de esta especie de pergenio sociable, de esta sociabilidad impuesta en la que las listas cerradas plantean el sucedáneo de democracia que nos venden sus señorías. Lo que ha sucedido el pasado 29 de julio con Rodrigo Rato y su bisbiseo íntimo, urgente y ministerial al oído de Jorge Fernández Díaz, debería haber llevado a la dimisión instantánea del ministro. Ahora resulta que es lo más normal que el máximo responsable de la seguridad del país reciba en su despacho, sin un juez ni un fiscal delante, al considerado enemigo público número uno de las finanzas hispánicas.
Pero no: el ministro del Interior compareció ante la Comisión de Interior, habló con su cabeza de senador romano y no dijo nada de interés, con esa voz rotunda de hombre público de la vida nacional. Al imputado Rato le inquietaban unos mensajes en las redes sociales amenazantes y estuvieron hablando de eso una hora: con su currículum, extraño sería que no se produjesen esos mensajes. Sí aguantó el tipo Fernández Díaz en el Congreso como un veterano fajador en pleno combate, encajando durante cuatro horas y media los golpes al estómago de varios mozallones más jóvenes, o como el viejo soldado que envía su general a una muerte segura.
Fernández Díaz nos pide tener fe en lo que nos dice, y eso nos entra por los oídos. No digo que nos salga. Nos pide, en definitiva, que vivamos de oído; de hacerle caso, sería la nuestra una respuesta cívica propia del clochard y el bobo de Coria. Sabe que somos cartesianos y nos lo llama. Tratándose de una cuestión de Estado, a mucha honra.
El caso del superministro de Economía de Aznar, exdirector gerente del FMI, imputado por el caso de las tarjetas black y la suicida salida a bolsa de Bankia, investigado por fraude, alzamiento de bienes y blanqueo de capitales por el expolio de la caja de todos los madrileños, nos enseña que, vanitas vanitatis, el hombre político es tan progresivo como regresivo; y que igual bebe champán mientras toca la campanita en la Bolsa, que entra en un coche de los agentes de Vigilancia Aduanera cuatro años después al salir de su casa. No es un hombre corriente. Y a un imputado no se le debe recibir en el despacho del ministro del Interior para tratar de su seguridad personal: lo puede denunciar en cualquier comisaría.
El ministro empeora las cosas diciendo que aquel minué no era sino encuentro para una cuestión privada, fruto de la amistad entre ambos, en el que no se habló del caso Bankia. Nos pide que lo creamos. Por el contrario, el investigado afirma, a renglón seguido, que "hablamos de todo lo que me está pasando", dejando en calzoncillos -o en bañador estampado con el nuevo logo- a Fernández Díaz. A los emporios de la política le faltan finura y un poco de ajuste en sus mentiras; vive en la cómoda promiscuidad: en este género melodramático púnico y gürtélico que ha inventado el Gobierno, lo de menos es la moral de la obra.
La complicada estructura opaca del imperio financiero de Rato, más de cuarenta empresas y veintisiete sociedades cuya madeja internacional anda desentrañando con paciencia la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil -división que depende de su Ministerio, querido ministro- conforman el telón de fondo en el que el exministro anda buscando pareja de baile para marcarse un chacarrá Kradonara, un hierig suizo o un baile de Santo Domingo... dependiendo de la nación del blanqueo de la que se hable. Como esa conversación estará grabada, que transcriban las cintas. A ser posible, que no se las den en el CNI al pequeño Nicolás, el niño viejo o el viejo niño, descendido al Infierno del olvido, ay Jaime, muy a su pesar...
La enojosa cotidianidad a que nos tienen acostumbrados los burlones y burladores del Estado produce en el ciudadano la impresión de falsedad, de pamplina. Salvo excepciones, nos faltan hombres enterizos, de una pieza, con talento y honestidad. Observando las encuestas de valoración del hombre político, no hay candidato que levante un palmo sobre lo vulgar. Acaso el político sea, paradójicamente, el vehículo angosto e imposible para el buen desarrollo de la marcha política... y la mejor plataforma electoral para sí mismo; el enemigo del pueblo, como diría Ibsen.
A algunos nos queda la alternativa del venablo periodístico y nos sentimos impelidos a dar una respuesta, a sacar la verdad desnuda del pozo ante agresiones como los retiros dorados de los exministros. Con un hisopazo estival ante el sepulcro del apóstol, en una suerte de exorcismo regional, nuestro presidente logra ahuyentar los demonios. Los suyos, digo. Porque todos los apóstoles de la gaviota siguen a su "santo" y, salvo Cristina Cifuentes -guerrillera cosmopolita y madrileñísima, hecha verso libre del PP-, los barones se ponen de perfil ante la pregunta del periodista sobre la sucesión y otras cuestiones. Y todos los diablos siguen sobrevolando la Moncloa.
Lo más divertido y amoral de última hora es que Arenas, hecho vicesecretario de Ayuntamientos y Autonomías del PP, sale ahora a la palestra diciendo que se felicita las Navidades con Rodrigo y qué te han dejado los Reyes Magos en los zapatos a ti, y tal, que el investigar por blanqueo a un presunto delincuente no empece para preguntar qué tal les ha quedado el belén en casa. Y los regalos...
En general, la aridez cordial del hombre político, su voraz ambición, su elementalidad intelectual, su mucho living y mucho happening levantando el brazo del líder en el mitin, y después solo humo, polvo, sombra, nada, perpetúa la tradición de las amistados peligrosas. Sin atenerse jamás a los ritos y ritmos de los tan cacareados e invocados "luz y taquígrafos" de Guindos atiende una llamada de un imputado Granados interesándose por la compra de Bankia; el procesado Bárcenas recibe del presidente cariñosos sms -"al final la vida es resistir y que alguien te ayude", "nada es fácil, pero hacemos lo que podemos" o "Luis, lo entiendo, sé fuerte"-; y así. Compadreo, complicidad, hampa dorada.
Sus discursos a posteriori, una forma genérica e indeferenciada de pleonasmo amorfo, linguopalatal y a perpetuidad marcada por el líder, son la manifestación de ese error que arraiga contumaz, del sofisma mal disimulado de la verdad desnuda, como pasa con los cuernos. Que al final salen a flote en este fuero de la moral aleatoria. Algunos creen que la política es, definitivamente, ese género melodramático agradablemente corrompido, pero en realidad, lo que ha ocurrido es que muchos han hecho de la política un mal rato ministerial, una horterada con más vicio que vocación.
El ministro ha querido disfrazar la tupida penumbra como un minué de verano de una hora. Y hay bailes, ministro, que no se deben aceptar ni en el salón de su casa.