El periodismo, último refugio de lo 'cool'
El periodista, el último gamberro lúcido e intelectual, el noctámbulo irredento, apura el viaje al fin de la noche cual cronista oficioso de un mundo en perpetua transformación y que no renuncia a salvarse de un artículo en otro. Este cordaje informativo que nos entretiene la vida es, sencillamente, el último refugio de lo cool.
Hace unos días volvimos a ver Sucedió una noche (1934), filme pre-code rodado con maestría por Frank Capra, y, entre los fotogramas de la América homeless y de urbanitas en carretera, nos dimos cuenta de que el reportero que interpreta Clark Gable (Peter Warne) era la esencia de lo cool treinta años antes que Steve McQueen: buscaba una atractiva historia y la aurora de Nueva York le dio la bienvenida con un buen material para su crónica, un atelier... y un amor eterno.
Y aun así, a pesar de esa plenitud -o precisamente por ella- el del periodismo es un horizonte sin acabar, una patria sin ciudades, el hormigón de la mañana salpicada de la tinta fresca de los kioscos de Gran Vía, y ese cruzar apresurado sujetando libros y periódicos bajo el sirimiri de carnaval que nos reconcilia con el cielo. El reportero, el enfant gaté, el descubridor que rinde voluntades de grandes y pequeños personajes por este bendito-maldito oficio, difícil y caro en todos los sentidos, hasta en el particular. ¿Quién no le ha visto alguna vez la espalda al periodismo? Cada poco, la noticia de un periodista humillado, despedido, ultrajado, asesinado. Se degüella, ahorca y dispara a los freelance. Se mueren los reporteros. ¿Pueden vivir los informadores en una sociedad que considera que no le hacen falta, que le sobran?
La esencia de lo cool nos vino a ver una mañana al enfrentarnos a un obstáculo: el mundo no tolera la verdad si uno no la presenta adobada de estilo y donaire. Entonces aprendimos que el periodista no se ha de tomar la vida demasiado en serio, pues ya a sí propio se juzga y condena. Si uno no ofrece resistencia, el silencio que media entre la vanidad y el éxito va licuando ilusiones frente al bronce anaranjado de los cristales, cuando acaba la presentación de ese libro: el periodismo es al desengaño como el whisky de malta a la gripe: medicinal. Éramos (somos) un single malt journalist. El periodismo está hecho de calor y frío, el justo y fugaz para hacernos sentir vivos a los periodistas en los atardeceres: una llamada rápida bajo la cellisca constante y antañona, un whatsapp, para recomponer los fragmentos de la gran ciudad y obtener información, da igual si es del último pacto o del último amor, el que ya no podremos jamás recomponer. El ruido que hace el corcho de una botella de vino blanco y fresco que se abre es cool. Brindemos por ello, por lo breve, por la noticia y por hacer nuestra brega con mucha firma, a lo Truman Capote.
La adaptación al medio, como los grillos o los sapos durante el invierno, es cosa del periodista y eso nos lo da la urbe eléctrica y el alfanje de hielo que anda siempre atravesándonos, abiertos al claroscuro de los bosquecillos de la Ciudad Universitaria, donde nos encontramos con otra escuela de periodismo muy cerca de las filologías, pues creemos que todas han de caminar juntas. Como diría Mike Wallace -uno de nuestros maestros-, el verdadero significado de una historia no puede disociarse del relato preciso de sus detalles. Y nos pusimos a escribirla. De ahí los cinco o seis bolígrafos en los bolsillos internos de la chaqueta amenazando el improvisado test de Rorschach sobre la camisa: la mancha es fruto del efímero reino que habitamos, el de la noticia, combinándolo con el de Jorge Manrique, Shakespeare y Quevedo, que es más perenne.
La primera vez que sentimos la punzada del cardamomo y la corteza de lima de lo cool fue también en el fin de siglo, cuando aún estudiábamos periodismo y buscábamos la magia de las ondas, perdidos en Madrid y encontrados en la gran emisora. Cuando terminaba el programa -de lunes a jueves-, la madrugada continuaba y Madrid era aún un hervidero concéntrico en el cambio de milenio, a las dos de la mañana y con sus locales clandestinos abiertos. Un guardacoches nos vigilaba el auto en doble fila y luego los periodistas seguíamos la ruta, aún en plena euforia del directo. En aquellos programas enhebrábamos con nuestras voces la piedra preciosa de la verdad, con música o a través de secciones atrevidas: en las noches de radio se alzaba exploradora la bondad del criptoperiodismo y el combate contra el tiempo. Recordamos a los tres bielorrusos que se apearon de un Mercedes negro, pistola en mano, en la glorieta de Carlos V y se perdieron corriendo Ronda de Atocha hacia abajo...; y la pequeña crónica que improvisamos, de manera impulsiva, en la parada del autobús grabando los testimonios de los testigos y que emitimos la noche siguiente en Radio España.
Y vimos entonces El dilema (The Insider) y quisimos saber más de la CBS, 60 minutos y esos monstruos que fueron Lowell Bergman y Mike Wallace: también ellos cruzaban la calle 52 hacia la Sexta Avenida, en Manhattan. La idea de debatir con tus compañeros que la prensa ha de servir a los gobernados, no a los gobernantes, mientras te subías a un taxi en dirección al hotel, donde te esperaba el entrevistado o, si tenías mucha suerte, una fuente anónima, nos ha parecido uno de los momentos más sexys del planeta. Rompía el alba en el teatro informativo de la gran ciudad y seguíamos escribiendo, infartados de testimonio.
Walter Lippmann, en Liberty and the News (1920), escribió "No puede haber libertad en una comunidad que carece de la información necesaria para detectar la mentira". Atrás quedó el hosco individualismo del reportero correoso, el cinismo del oficio. Los jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos reconocieron el derecho del The New York Times y después del Washington Post en 1971 a hacer públicos unos documentos secretos del Gobierno, los "Papeles del Pentágono" (United States. Vietnam Relations. 1945-1967), desatando la ira de Nixon. Una victoria de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos.
Para Lippmann, en La opinión pública, los ciudadanos son como espectadores de teatro que "llegan hacia la mitad del tercer acto y se marchan antes de que caiga el telón, quedándose el tiempo suficiente para decidir tan solo quién es el héroe y quién el villano de la función". Para que no se pierdan el argumento, los periodistas -más densos de realidad que el resto del mundo- no hacemos copia mecánica de la realidad exterior: recreamos los acontecimientos. Un buen reportaje vive o no vive en virtud de un don peregrino de que está dotado el verdadero periodista. Para contar e incluso juzgar la realidad es imprescindible volver a la vida, tomársela con calma, echarse a pasear por la calle y tratar con reyes, bufones, jayanes y gentes de toda laya y condición. Nuestra jet.
Una facultad de periodismo no debería formar periodistas que encajen en los mejores puestos de la estructura existente, sino que debería centrarse en el estudio de las evidencias y la verificación, en el trato de los alumnos con famas fugaces y reputaciones caedizas, del mentido y breve reflejo de la vida ajena y transitoria del entrevistado. El contacto con la desmesura y la ostentación del poder, la pasión y la miseria del hombre, pero también su gloria y su milagro. El periodista,spoiled baby del poder, se sabe codiciado juguete del político, de los poderes, y comprende que entre la intuición y la crónica ha de inventar un gran titular compatible con la vida, que no aturda demasiado ni lleve a la cúrcuma del amarillismo. ¿Cuántas entrevistas hemos hecho? Cientos. Las noticias, ese gran género del relato breve inverso, son un material complejo y resbaladizo, y aunque el periodista no es objetivo, sí lo son -o deberían ser- sus métodos.
Hay una serie de principios periodísticos, éticos y profesionales por encima de los intereses corporativos y políticos, que son al final los que determinan el porvenir y el hambre del periodista: las fuentes solventes y acreditadas, la exactitud y la precisión, la verificación de los hechos, la consideración de la noticia en el marco más amplio de su contexto, la imparcialidad, el equilibrio, la importancia objetiva del hecho noticioso y su actualidad y vigencia. La esperanza y el miedo, añadiríamos. Las listas de periodistas sobornados dañan la credibilidad de toda la profesión y todos salen del averno de la codicia, pero también de una hipoteca o de niños que piden pan. Jugarse la vida es cool. El don del periodismo está limitado a la realidad volandera y superficial, y en esto estriba su swing trascendental, gracioso, envidiado y melancólico.
Pero el periodismo ha sido testigo de la forja de realidades profundas y trascendentales, como la de nuestra Santísima Transición, que en paz descanse. La vida democrática no proviene solo un gobierno eficaz, sino de la libertad misma del hombre. En realidad la democracia llega cuando los ciudadanos pueden comunicarse la verdad del mundo de forma libre y entre sí, porque es el resultado natural de la interacción humana y no una estratagema de pactos para alcanzar un gobierno, como estamos viendo estos días. Que es política de sainete y otras artes de triunfar. Cuando la política se trata como si fuera una noticia rosa o de deportes, los periodistas justificamos en nombre del ciudadano los índices de audiencia. Y el periodismo no es eso, se pongan algunos como se pongan. Hay que volver a hablar no solo al ciudadano, sino del ciudadano.
Conocer lo que desconocemos nos proporciona seguridad y nos permite planificar nuestra vida. Por eso la del periodista es una misión sagrada... que, paradójicamente, se realiza a través de medios profanos, a lo florido y galán, como queremos algunos. Cuanto más democrática es una sociedad, más noticias e información suele suministrar; y por eso es la sociedad misma, la que más lo necesita, la que castiga al periodista en el amor y en el oficio, indefectiblemente. Porque el mundo lo contempla como un ser tan peligroso como ingenuo, tal vez impune, fuera de lo común, el enfant terrible que quebranta la norma de lo políticamente correcto, instituida por financieros y poderosos que han ido levantando secular y penosamente su dominio a perpetuidad.
El mundo no admite la rebeldía individual del periodista y lo escarmienta condenándolo a una existencia de becario, si tiene suerte. Por eso a veces juzgamos la vida como una fiesta liviana y otras gravita sobre nuestras cabezas la imagen de una gran tragedia. No hay drama semejante a la tribulación de un periodista que no ve publicado o emitido el fruto de su esfuerzo, porque siendo para él todo el universo, detenido su trabajo y apagada su voz por la censura que ejerce el poder, el mundo se desploma hecho añicos: es la máxima sensación de lo irreparable. De ahí nuestra fragilidad. Nuestros fracasos y derrotas provienen de que suele andar en nosotros alterado el curso del tiempo -de la noche, hacemos día- y trocadas las edades. La vida nos lleva a veces, sola, a donde ella quiere y el periodismo se nos vino encima o lo buscamos nosotros, ya no lo recordamos, para hablar de los hombres y sus tentaciones..
Amanece de nuevo mientras escuchamos Rites de Jan Garbarek, la banda sonora de nuestra vida de periodista, mientras el camión del reparto deja la pila de periódicos en el registro del kiosco y los alcoholes escarchados de la madrugada se nos han quedado pegados al paladar. Como le decimos a Marina Valero, el bigote nos sabe verdaderamente a menta, junto a un místico Clark Gable que, con el lápiz en la oreja, apura el reportaje en la máquina de escribir y nos da conversación.
Nos preguntamos si en esta profesión podemos llamar experiencia a lo que es nada más que un modo de mal que bien vivir, el saldo agridulce de las benditas "ciencias" y pendencias de la información. El periodista, el último gamberro lúcido e intelectual, el noctámbulo irredento, apura el viaje al fin de la noche cual cronista oficioso de un mundo en perpetua transformación y que no renuncia a salvarse de un artículo en otro. Este cordaje informativo que nos entretiene la vida es, sencillamente, el último refugio de lo cool.