El verdadero Sherlock Holmes
¿Quién fue el Sherlock Holmes original? Un personaje tan genial, tan vivo y tan real, tuvo de forma casi obligada un correlato de carne y hueso, una persona a la que pudo conocer Conan Doyle. En una carta dirigida al doctor Joseph Bell, el escritor le reconocía como su fuente de inspiración.
"El doctor Bell solía sentarse en su consulta, con el rostro impenetrable como el de un piel roja, y diagnosticaba las dolencias a sus pacientes antes de que estos abrieran la boca. Les indicaba sus síntomas e incluso les daba detalles de su vida pasada. Casi nunca cometió un error", explicaba en una ocasión un anciano sir Arthur Conan Doyle a un periodista.
¿Quién fue el Sherlock Holmes original? Un personaje tan genial, tan vivo y tan real, tuvo de forma casi obligada un correlato de carne y hueso, una persona a la que pudo conocer Conan Doyle. Al parecer, el autor de las aventuras del famoso detective, en una carta dirigida al doctor Joseph Bell (1837-1911), fechada el 7 de mayo de 1892, le reconocía abiertamente como su fuente de inspiración. En ella admitía que debía la creación de Holmes a las enseñanzas de su antiguo instructor y a sus demostraciones sobre la deducción, la inferencia y la observación, que conoció muy de cerca. Incluso en 1924, trece años después de la muerte del doctor Bell, Doyle confesó: "Utilicé y amplié sus métodos cuando traté de dar forma a un detective científico que solucionaba los casos por sus propios medios". De hecho, en uno de los primeros libros de Sherlock Holmes que Doyle había dedicado al doctor Bell, se pueden leer las siguientes palabras: "Gran fortuna fue para mí encontrar las cualidades de mi héroe en la vida real".
El doctor Bell, un cirujano cuyo valor le hizo ganar los cumplidos de la reina Victoria, fue un hombre familiar, con tres hijos y dos grandes casas de su propiedad -una de ellas en la falda de los Pentlands-. Bell luchó por el reconocimiento de las enfermeras, cruzada que le granjeó la amistad de Florence Nightingale, y sus cursos influyeron durante cinco décadas en la Universidad de Edimburgo, donde se graduaron no solo Conan Doyle, sino Robert Louis Stevenson y James Barrie. En aquella época, las enfermeras eran poco más que mujeres de la calle -con frecuencia estaban borrachas y echaban de la cama a los enfermos para ocuparla ellas- y las educó; llegó a escribir Apuntes de cirugía para enfermeras (1906). Además, en 1888 colaboró con Scotland Yard en algunos casos criminales, como el de Jack el Destripador -al parecer, cuando supo quién fue, escribió el nombre del asesino en un papel, lo entregó en la comisaría y los crímenes terminaron-.
"En realidad, Sherlock Holmes, el sutil y despiadado cazador de hombres, que perseguía a un criminal con la fría persistencia de un sabueso, tenía muy poco en común con el bondadoso doctor", atestiguaba Jessie Saxby, cuyos relatos de misterio se inspiraron en muchas ocasiones en las sugerencias de su amigo, el doctor Bell. Sin embargo, al igual que Holmes, el doctor Bell fue el maestro más brillante de la observación que el mundo ha visto en los últimos ciento cincuenta años. La tarea del doctor Bell era la de cirujano consultor para la Enfermería Real de Edimburgo. Su habilidad más asombrosa consistía en enfrentarse a un desconocido y, simplemente con mirarlo, deducir su nacionalidad, sus costumbres, su trabajo y el contexto en el que se desarrollaba su vida. Esta habilidad ayudó al doctor Bell en la investigación de numerosos casos de asesinato y contribuyó a la formación de varias generaciones de doctores en Medicina con talento para los diagnósticos: "Todo buen profesor que desea convertir a sus alumnos en buenos médicos debe acostumbrarlos a cultivar el hábito de notar las pequeñas trivialidades, que lo son en apariencia", decía en sus clases.
En una ocasión, el doctor Bell dijo a un periodista: "La mayoría de las personas se parecen entre sí en sus rasgos menores y en los más generales. Por ejemplo, gran parte de los hombres tienen una cabeza cada uno, dos brazos, una nariz, una boca y cierto número de dientes. Son las pequeñas diferencias sin importancia en sí mismas, como la caída de un párpado o alguna carencia, lo que distingue a los hombres".
Cuando la familia del médico viajaba en tren, prometía a los niños una gran diversión y al descender del vagón les decía de dónde eran todos los pasajeros del vagón, hacia dónde se dirigían y algún apunte sobre sus ocupaciones y costumbres... sin haberles dirigido la palabra. En un ensayo criminal, el doctor Bell afirmó: "La importancia de lo infinitamente pequeño es incalculable. Si se envenena un pozo de agua en La Meca con el bacilo del cólera y el agua santa que los peregrinos llevan en sus botellas, se infectará a todo un continente, y los harapos de las víctimas de la epidemia horrorizarán a todo puerto de mar de la cristiandad. [...] Casi todos los artesanos llevan escrito su oficio en sus manos. Las cicatrices de un minero difieren de las de un picapedrero. Las callosidades de un carpintero no son las mismas que las de un herrero. El soldado y el marino difieren en su forma de caminar. El acento ayuda a determinar el distrito y, para un oído educado, a señalar incluso el condado. En el caso especial de una mujer, el médico observador, con solo mirarla, puede decir exactamente de qué parte de su cuerpo va a hablar". El doctor Bell era de la convicción de que al público poco observador podrían interesarle estos detalles si se le hacía partícipe del juego.
Pero la influencia del doctor en el ciclo holmesiano fue más allá: durante tres décadas y carta tras carta, Conan Doyle le pidió a Bell tramas e incidentes que nutriesen las aventuras de Sherlock Holmes, agradeciéndole los ya utilizados. De hecho, Bell se las envió fielmente y Doyle se sirvió de gran parte de las sugerencias, incluso la anécdota sobre el gaitero de la banda del regimiento escocés que insistió en que era un zapatero para ocultar el hecho de que era, en realidad, un desertor.
Bell pensaba que cada hombre puede transformar su mundo de monotonía en otro aventurero si desarrollaba sus facultades de observación. Desconfiaba, además, de la policía: "De un policía ordinario no se puede esperar que esté ocho horas de pie y que luego desarrolle un gran esfuerzo mental", afirmaba. Y Conan Doyle incorporó anécdotas reales sobre el poder deductivo de Bell en las salas de la enfermería a las tramas de Las cinco semillas de naranja o El intérprete griego. Cuando Doyle vio al doctor por última vez, este contaba con cuarenta y cuatro años. En 1893 y un año antes de su muerte, Robert Louis Stevenson preguntó a Conan Doyle en una carta escrita desde Samoa -"Hay una sola cosa que me preocupa. ¿Podría ser este mi viejo amigo Joe Bell?"-, refiriéndose a Sherlock Holmes.
El doctor Bell murió en el mes de octubre de 1911, a los setenta y cuatro años. A sus impresionantes funerales asistieron innumerables enfermeras, los Seaforth Highlanders, un gran número de influyentes médicos y centenares de pobres que habían sido tratados por él. Sí, estaba muerto, pero su alter ego de ficción siguió luchando contra el crimen mucho tiempo después.