Ser diplomático
El mundo diplomático está perdiendo glamour. La muerte en directo de Christopher Stevens, el embajador norteamericano en Libia, nos ha recordado que la diplomacia es en ocasiones un ejercicio de alto riesgo.
El mundo diplomático está perdiendo glamour. La muerte en directo de Christopher Stevens, el embajador norteamericano en Libia, nos ha recordado que la diplomacia es en ocasiones un ejercicio de alto riesgo. Más allá del debate sobre la pertinencia o no de mostrar semejante tipo de imágenes -que aparte de llamar poderosamente la atención, aportan bastante poco a la carga informativa-, el suceso ha traído a primera plana la otra faceta de una actividad a menudo muy desconocida.
Si no hubiera sido por Wikileaks, buena parte del gran público seguiría pensando que es una vida de recepciones y guante blanco. Assange y sus chicos mostraron que, además, los diplomáticos tenían que contar, con mejor o peor estilo, cada detalle de lo que hacían, leían o escuchaban. Algo bastante más aburrido.
Porque, ¿qué hace en realidad un diplomático? Sobre el papel, sus tres funciones principales son representar a su país, negociar e informar; a las que se añadirían la de catalizar -a todos los otros actores con acciones y relaciones en el exterior- y la de traducir mundos. Así lo describe el embajador Manuel Montobbio en su Tiempo diplomático en el que, a modo de manual, va desgranando las diferentes facetas de la función exterior junto con impresiones, lecturas y vivencias personales. Una carrera que, según el autor, es una vida.
En la presentación del libro, organizada recientemente en Madrid en Casa Árabe con la participación, además del autor, del subsecretario de Estado de Asuntos Exteriores, Rafael Mendívil, del director de la revista Política Exterior, Darío Valcárcel y del director de Casa Árabe, Eduardo López Busquets, tuvimos la oportunidad de poner sobre la mesa algunos temas relevantes para el presente y el futuro de la diplomacia española.
Un futuro que obliga a adaptarse a una realidad cambiante, aunque cueste romper con unos patrones muy establecidos. Para empezar, porque la complejidad del mundo requiere nuevas herramientas y modos de hacer. El diplomático compite ahora en la representación nacional con un buen número de nuevos (y no tan nuevos) actores, como las corporaciones, los artistas, los deportistas, las ONGs... Por otro lado, la tecnología en sus diferentes formatos -se habla ya de la diplomacia 2.0- puede ayudar, pero también arruinar, los esfuerzos por mejorar la imagen de un país o por abrir canales de comunicación diferentes.
La diplomacia tradicional convive también con la llamada diplomacia pública, -todo aquello que alimenta la relación con la opinión pública extranjera- y con sus retoños: la diplomacia cultural, la de intercambio, la económica, la comercial. El Gobierno español, en su afán por poner todos los instrumentos del Estado al servicio de la lucha contra la crisis, ha iniciado una ofensiva por reactivar y consolidar la famosa "Marca España" liderada por los aspectos económicos de las relaciones exteriores. Sospecho que es algo ingenuo dar a una estrategia en la que se pone tanto peso un nombre que se confunde con una campaña de marketing, pero lo importante será medir los resultados. Hace unas semanas el Rey -hasta hace poco considerado nuestro mejor embajador- y Mariano Rajoy han estado en Nueva York tratando de enderezar nuestra dañada imagen.
Otro crudo aspecto de la realidad diplomática, como la de todo el país, es la de los recortes. El Ministerio de Asuntos Exteriores ha visto disminuir su presupuesto en más de un 54% en 2012, si bien es cierto que una buena parte en la partida de cooperación al desarrollo. Mientras se sigue postergando la eternamente pospuesta reforma de la ley del servicio exterior, los diplomáticos intentan suplir la escasez de recursos con muchas horas de trabajo y buena voluntad. Como no hay mal que por bien no venga, es probable que esta situación acelere el proceso, también renqueante, de formación del Servicio Europeo de Acción Exterior de la Unión Europea. De hecho, ya sea por motivos económicos o por seguridad -como en Siria- algunos países están trasladando sus legaciones a las sedes de las delegaciones europeas.
Pese a todo, hoy los diplomáticos tienen todos los instrumentos para, según lo define Montobbio, "traducir mundos" y para tratar de interpretar la tremenda complejidad del entorno en el que viven. Sin embargo, como señaló Rafael Mendívil, lo que falta saber es "qué queremos ser". Lamentablemente, esa indefinición es la que parece impregnar todo en estos días: España, la Unión Europea y hasta el conjunto de Occidente.