La conversación de vestuario de Trump ha conquistado el salón
¿Cómo fue que por más cámaras puestas en el vestuario para frenar cualquier asomo de una microagresión, ha triunfado la macroagresión desvergonzada, asaltando el salón principal? ¿Qué ha ocurrido, se preguntan muchos hoy, para que Trump haya llegado a la Casa Blanca? Como un Dios oscuro, Trump permite ir en contra de lo sensato, porque sí, sin ambages.
Foto: EFE
Se trata de una conversación de vestuario, alegó Donald Trump al filtrarse el audio en que explicaba la relación directamente proporcional entre la entrega del pussy femenino y lo portentoso del hombre. Pero estos días declarar la existencia de tal tipo de transacción del deseo es incorrecto, incluso en la privacidad. Porque bajo el nombre de microagresiones -que, por cierto, no pongo en duda que lo sean- cierto higienismo moral no deja coartada a cierta cuota de obscenidad e incorrección, ni siquiera en ese vestuario o ese chat de amigos en el que el macho se permite volver a ser hediondo y vulgar.
Lo cierto es que cierta censura moral ha traído beneficios. Sería de un cinismo brutal desconocerlo. Porque si bien la promesa de las democracias liberales fracasó en el proyecto de la igualdad, triunfó al menos en la cultura del orgullo de la diversidad y la transformación del lugar de las minorías. Pero, paradójicamente, se trata de un triunfo que occidente no defiende. Porque los mayores verdugos de las democracias de este lado del mundo somos nosotros mismos. Quizás por esa culpa de quienes están del lado del privilegio, quizás por el goce -poco reconocido- que conlleva la alarma del apocalipsis permanente.
Sea como sea, algo de esa libertad lograda en algún momento se volvió represiva y hoy se hace difícil la reflexión pública acerca de temas culturales sensibles como el feminismo o el racismo. Un paso en falso y las mafias virtuales se encargan de sepultar a quien cuestione la moral establecida. Es el sadismo que porta el buenismo contemporáneo.
Y mientras esto se despliega a la luz del día, en el vestuario corren otras aguas, unas que se resisten a ser despojadas de su turbiedad. ¿Cómo fue que por más cámaras puestas en el vestuario para frenar cualquier asomo de una microagresión, ha triunfado la macroagresión desvergonzada, asaltando el salón principal? ¿Qué ha ocurrido, se preguntan muchos hoy, para que Trump haya llegado a la Casa Blanca?
Los analistas están de cabeza tejiendo explicaciones a lo que parece insensato. Quizás, como dice Cioran, ha sido justamente la resistencia a la sensatez peligrosa (esa que vuelve estéril al pensamiento y homogeniza) la que se ha mostrado. Resistencia que lleva a la "repulsión de los elegidos, la atracción de los réprobos" para abrir la compuerta de todos los odios asfixiados. Como un Dios oscuro, Trump permite ir en contra de lo sensato, porque sí, sin ambages. Esto es lo más complejo de este asunto.
Cierta corrección política del progresismo cultural lograda se ha vuelto snob y absurda, como la metáfora del cupcake orgánico: ponerle nombre sofisticado y ecofriendly al viejo y denigrado bizcocho. Moral que supuestamente trabaja para el ciudadano de a pie, pero en el fondo lo odia: su estética le parece de mal gusto y su ética equivocada. Al sujeto cupcake le interesa que su pastelillo esté libre de la masividad del ingrediente industrial, pero suele importarle poco el destino del vendedor de mantecadas al que desplaza. Pero como la ley de la materia, lo reprimido no desaparece, sino que retorna. Y a veces lo hace en su peor versión, con la crudeza de lo no pasado por el cedazo de la cocina del acuerdo cultural: ese que empuja a la renuncia de las pulsiones agresivas, en la medida en que se deje algún espacio acotado y resguardado para cierta obscenidad, para comerse el maldito pastel lleno de mierda industrial.
Este artículo fue publicado originalmente en hoyxhoy