Para jugar a mamás y mamás; o a papás y papás
No recuerdo exactamente el día en que me senté a escribir El chico de las estrellas. Quizá no hubo un principio en sí, de la misma forma en que no acaba. Sí hay un final, siempre lo hay, aunque éste siempre continúa. Pero si recuerdo el por qué. Me recuerdo hecho trizas.
Nunca pensé realmente que acabaría escribiendo una novela gay. Ni que fuera a convertirme en un libro abierto. Pero oye, había ganas de curarse, y la verdad es que eso siempre ayuda.
No recuerdo exactamente el día en que me senté a escribir El chico de las estrellas. Quizá no hubo un principio en sí, de la misma forma en que no acaba. Sí hay un final, siempre lo hay, aunque a su vez, éste siempre continúa. Pero si recuerdo el por qué.
Me recuerdo hecho trizas.
No digo nada nuevo si confieso que un corazón roto salpica más fuerte. Claro que para recoserlo, había que hacer una catarsis. Abrir el capó, quemarse, y dejarse la piel en algunos engranajes. Repasar con nylon los ojales más inenhebrables; los de la infancia.
Después de los peores finales, llegan los mejores principios.
Los primeros pasillos olían a plastilina; yo me pedía el perro cuando jugábamos a mamás y papás. Qué juego tan estúpido. Quedaba permitido el balón prisionero y, en vez de fútbol, yo prefería saltar a la comba. Aunque al barquero sólo le gustasen "las niñas bonitas, las que van primero". Qué más da. Yo quería saltar.
Empezaron a surgirme amigas. Amigas con las que bailar o cantar. Con las que dibujar o incordiar. Con las que comentar el último cómic de Las Witch. Incluso leer resultaba afeminado. Después llegaron las taquillas, los profesores semibuenos y el "maricón" tatuado a la nuca. El desentendimiento académico fue asombroso.
Mi voz sonaba más aguda de lo habitual, y caminaba como una niña. Daba miedo ir al baño, y mi apellido era Silencio. Es uno de los principales mecanismos de la violencia, el silencio. Hacerse invisible es vital para la supervivencia y, cuando tiras de la sábana blanca, se deshace.
Hay mucha dificultad para hablar del sufrimiento, y confesar que estás siendo humillado es incluso violento para uno mismo. El hostigamiento, los matones a la salida, la tortura sistemática. Las expulsiones sociales, las intimidaciones, las amenzas, las lágrimas.
Con estas últimas, fui tejiendo una bandera blanca para bajar al recreo sin humillaciones. Pero la violencia es ciega y, como muchos profesores, gente por la calle o políticos, hay quien prefiere no mirar.
El instituto se convirtió en un terreno resbaladizo donde el yeso de mi andar afeminado se deshacía entre collejas y balonazos por la espalda a lo largo de un pasillo de baldosas amarillas. Antes de llegar al patio. Todos sabemos de qué clase de pasillo hablo. Campo a través, y ojos escocidos de tanto correr de los caballos.
Ya hace tiempo que los cómics de Las Witch quedaron relegados al doble fondo de mi mochila, y ya no jugamos a mamás y papás.
Mucha gente me dice que la realidad que describo no existe. Y no es cierto. Lo que sucede es que es una realidad de la que no se habla. Es una realidad excluida del claustro, del discurso político, e incluso de la literatura.
La exclusión y todas sus consecuencias. Igual la solución sería que todo esto empiece a estar. Igual, eh. Igual.
- Que empecemos a hablar.
- Que gritemos lo que no nos gusta.
- Que el instituto también es para los maricones.
- Que nos queman en Uganda.
- Que nos degüellan en Mosul.
Y todavía nos atraviesa ese flechazo hipócrita a través del que nos creemos a salvo porque nuestro hijo vive en España. Como si no hubiera palizas nocturnas por la noche en Moncloa. O como si al chaval de algún pueblo perdido de Zaragoza le dejaran leer Las Witch en el recreo sin amedrentarlo. ¿En serio lo creéis?
No es asustaros, es enseñaros la necesidad. Que igual habría que empezar a jugar a papás y papás. O a mamás y mamás. O a lo que nos dé la gana, sin que importe mucho.
Que mi jefa podría dejar de obligarme a quitarme los pendientes, si ella los lleva puestos. Y que las viejas podrían dejar de mirarme mal en el metro, si sabemos de sobra que, en cuanto llegue a casa, señora, se va a enchufar un rato a sus presentadores favoritos. Telecinco. Mediaset.
Que los revisores podrían haber dejado de pedirnos el tique sólo a nostros y a mendigos. Y que se podrían haber ahorrado la pregunta "¿qué eres?" cuando fui a donar sangre.
Y que los taxistas podrían callarse la boca cuando se les llena diciendo que el Orgullo es grotesco y parafernalia. Que todavía no sé si me siento del todo identificado con lo que representa, pero también sé que es mejor que la Iglesia en sus tiempos de gloria.
Agradezca usted que ha nacido porque sí con los derechos que son de todos. Como si la homosexualidad fuese el problema del siglo XXI. Como si fuese un problema. O como si fuese del siglo XXI. Como si Platón y Sócrates no hubieran sido amantes.
Y que dejemos de una vez que el amor sea un juego entre dos personas, en vez de una batalla contra los demás. Y que empecemos a jugar de una puta vez a mamás y mamás. Y a papás y papás. Por todo esto. Y porque me da la gana. Un libro gay.