Darwinismo a la española
Las sociedades más socialdemócratas, o las que aspiran a serlo como la nuestra, se vanaglorian de que el Estado protector les salvaguarda de la ley del más fuerte. La realidad es más poliédrica cuando uno se topa con la realidad del mundo del trabajo y su dureza en España.
Identificamos darwinismo, la idea por la cual la evolución de las especies se produce por selección natural de los individuos y se perpetúa con la herencia, más con las sociedades anglosajonas. Y hay una cierta parte de razón, ya que es en estas sociedades en las que se pone más énfasis en la responsabilidad individual y se distingue menos entre los que pueden o no salir adelante con sus propios recursos.
Las sociedades más socialdemócratas, o las que aspiran a serlo como la nuestra, se vanaglorian de que el Estado protector les salvaguarda de la ley del más fuerte que suele identificarse como el libre mercado puro y duro. A mayor regulación, mayor protección, sería la consigna.
La realidad es, sin embargo, un poco más poliédrica cuando uno se topa con la realidad del mundo del trabajo. A pocos de los que han trabajado en mercados foráneos del mundo desarrollado se les escapa la dureza del mundo del trabajo en España. Y no me refiero sólo a los aspectos más obvios como precariedad contractual, bajos salarios, jornadas interminables, horarios infames de jornada partida o la escasez de trabajo de calidad. Me refiero a las relaciones humanas, las condiciones en que se desarrolla el trabajo del día a día donde se ponen de manifiesto las diferencias sociales y de estatus.
Estoy hablando de las oficinas en las que los empleados senior bajan a comerse el menú del día con sus ticket restaurant mientras que los becarios y los junior, que suelen ser la mayoría, se quedan en la oficina comiendo de tupper. Estoy pensando en aquellas que no dejan asistir a las reuniones importantes al trabajador en prácticas que se ha estado comiendo el marrón durante semanas y ha hecho todo el trabajo de carpintería. A esas incontables empresas en que becarios que trabajan por la voluntad, a los que se les obliga a vestir de traje y corbata aunque apenas les paguen, se hacinan en cubículos y sacan adelante múltiples tareas mientras que los jefes se refugian en sus peceras donde disponen de ordenadores más rápidos y mejores, sillas con respaldos más altos y mesas más grandes. Estoy recordando esas corporaciones en las que los empleados de menos rango se quedan dos horas diarias trabajando gratis sin tener la certeza de que su contrato será renovado. De esos entrañables lugares en los que a las tres de la tarde se escucha el ruido ensordecedor de las bolsas de papel reciclado de Calvin Klein, Purificación García y Tommy Hilfiger, lugares por donde sus jefes, algunos de los cuáles todavía dicen estar a la izquierda del Partido Comunista, se han dejado caer a la hora de la siesta.
En España, el estatuto de los trabajadores, las negociaciones colectivas y la protección social son la prueba más palpable de que el papel lo aguanta todo. El mejor modo de proteger al trabajador no es la ley si esta es papel mojado, sino otro sitio a donde escapar, otro trabajo a donde largarse.
Contra lo que suele decirse, en España se respeta, se adora el trabajo (o quizás sea mejor decir el puesto de trabajo). Los españoles mostramos una actitud timorata, cobarde en el puesto de trabajo, ante la dificultad de ganarlo y el miedo de perderlo. Una mirada, un comentario de un superior jerárquico para el mundo de muchos. Hay muchas más palabras en castellano que en inglés para designar al chupatintas, al pelota, al lameculos, al que se agarra al sueldo y al puesto como una lapa.
Recuerdo que, con 20 años, una de las cosas que más me impresionaba de los libros de Bukowski era la cantidad de trabajos que su alter ego biográfico Chinaski encontraba y perdía, sobre todo en su libro Factotum. Trabajos industriales que entonces, antes de que la globalización de la economía lo explicara todo, nos parecían de poca calidad y que hoy serían un sueño para muchos por la seguridad y confort mental que ofrecían (sus novelas están ambientadas en los años 50 y 60).
Quién pudiera, como Chinaski, trabajar en una fábrica de pepinillos pasando una entrevista de trabajo en la que contesta a su futuro patrón que su interés se debe a que el sitio en cuestión "le recuerda a su abuela" o mirando pasar botellas en una cadena de producción y rechazando las defectuosas con la cabeza en otra parte. Con lo difícil que ya era encontrar un trabajo, cualquier trabajo, en España a mediados de los 80, ¿como era posible que a ese borracho, desarrapado y salido de Chinaski le volvieran a contratar una y otra vez? Tengo la seguridad de que en España no se hubiera comido un colín.
Sin idealizaciones absurdas porque también hay quien lo pasa mal, pero en el país de los workaholics la relación de mucha gente con el trabajo es bastante más tranquila y desapasionada que la de los españoles. Y eso es porque incluso en los tiempos, como estos últimos años, en que no abunda, tampoco falta. Hay un significativo número de americanos que trabajan a ráfagas, cuando les hace falta. Algunos de ellos tienen dos o tres trabajos al año que van dejando y tomando, como algunas relaciones de pareja. Es el caso de estudiantes que quieren contribuir a pagar sus estudios o a financiarse algún proyecto. También el de hombres y mujeres que no necesitan trabajar para vivir porque trabajan sus cónyuges o disponen de rentas, que buscan algo que hacer que les distraiga o algún trabajo voluntario. No tienen que aguantar tanta marea ni comerse tantos marrones. No se sulfuran, ni piensan que les vaya la vida en ello, ni que vaya a pasar el último tren en sus vidas.
Convendría repensar qué se entiende por sociedades darwinistas.