Amazon ha entendido el momento
Amazon recibe palos por todos los sitios, a pesar de que cada vez tiene más fieles. O quizás por eso. Se le acusa de prácticas laborales seudoesclavistas, de no pagar impuestos y de haber pulverizado las librerías. Sin embargo, la mayoría de los que la critican son los mismos que compran en Amazon hasta maquinillas de afeitar.
Amazon recibe palos por todos los sitios, a pesar de que cada vez tiene más fieles. O quizás por eso. Se le acusa de prácticas laborales seudoesclavistas, de no pagar impuestos y de haber pulverizado las librerías, entre otras lindezas.
Su líder, Jeff Bezos, tampoco concita las simpatías que otros como Bill Gates. Parece excesivamente frío, cerebral, y se le acusa de falta de generosidad, a diferencia de otros multimillonarios filántropos.
Sin embargo, la mayoría de los que critican a Amazon por todas estas razones son los mismos que compran en Amazon hasta maquinillas de afeitar, y no aportan ni un euro de más ni un minuta extra de su tiempo a que esas librerías que tanto dicen adorar puedan sobrevivir.
En cierto modo, la relación con Amazon es un termómetro de la hipocresía para mucha gente.
Su ultimo movimiento estratégico, la apertura de una megalibrería en Seattle, no contribuye a aclarar las cosas. ¿Qué pretende Amazon con ello? ¿Un revival de los años 80 y 90? ¿De esos años en que los Borders y los Barnes and Noble, unos extinguidos y los otros en extinción, florecían como setas con sus flamantes cafés y confortables sillones?
Parece poco probable que vea un nicho de negocio en ello. Más bien parece un gesto de cariño (interesado, quizás, pero cariño al fin y al cabo) a su ciudad natal, o una acción más de responsabilidad social corporativa, producto del remordimiento por haberse cargado un buen número de librerías en un país en el que el precio fijo del libro no existe.
The Atlantic Monthly la denominaba "catedral laica", un título que, en una de las ciudades menos religiosas de Estados Unidos y donde la idea de la plaza pública es inexistente, empieza a ostentar cualquier lugar en el que la gente se reúna por espacio de una hora o más.
La nueva librería ha sido, en cualquier caso, bien recibida por todo el mundo, y a nadie se le ha ocurrido acusar a Amazon de ser el asesino que tiene la gentileza de pagar los gastos del entierro. Más bien, los artículos se han centrado en resaltar la iniciativa como un esfuerzo de la empresa por construir comunidad (building community), uno de los bienes más preciados en un país en el que la gente apenas se reúne sin motivo concreto ni comparte el espacio público para algo que no tenga que ver con el deporte o la restauración.
En una sociedad opulenta y hasta cierto punto saturada de empresas y fundaciones centradas en el respeto y cuidado del medio ambiente o en la promoción de estilos de vida saludables, no quedan tantos propósitos relevantes hoy día para que las compañías puedan destacar.
Sólo el principal, y la verdadera gasolina de la existencia: hacer que los individuos pasen más tiempo con otros de su propia especie. Un fenómeno en extinción en esta parte del mundo.
Hasta este extremo hemos llegado, pero Bezos y Amazon lo han entendido.