Yo sé lo que provoca el autismo
No soy científica. No soy lo suficientemente inteligente. Pero soy madre. Y aunque tampoco soy lo suficientemente inteligente para ello, conozco el autismo desde ese ángulo. Conozco la rabia de tener un asistente en el colegio. Conozco el miedo y la melancolía silenciosa por el hecho de ser raro.
La semana pasada estaba navegando por Internet y me encontré con un titular que proclamaba que el autismo y la circuncisión están relacionados. No lo pude evitar. Me reí a carcajadas.
Sin ningún orden en particular, a lo largo de los años he leído las siguientes explicaciones del autismo:
Está causado por el mercurio.
Está causado por el plomo.
El autismo empieza por la falta de contacto materno.
Algunos pesticidas pueden provocar autismo.
El plástico.
El gluten agrava los trastornos asociados al autismo.
La gente con autismo debería comer más fresas.
El humo del tubo de escape es una de las principales causas de autismo.
Las sustancias químicas de las sartenes antiadherentes pueden provocar autismo.
La del vínculo materno me resulta especialmente dolorosa. Lo cierto es que me costó establecer contacto con Jack. El pequeño se pasó un año chillando y llorando. Empezó a dormir la noche entera a las seis semanas, y dejó de hacerlo a los tres meses.
Estaba agotada, y además Joe y yo discutíamos constantemente. Largas riñas, discusiones y gritos se entremezclaban. Por primera vez, sentí que el matrimonio se me escapaba de las manos, como si de arena se tratara.
Mi hijo mayor, Joey -un niño dulce, tranquilo y amable-, tenía un año por esa época. Su carácter sencillo no hacía más que resaltar las rarezas de su nuevo hermanito.
Pero estoy segura de que no hay nadie en este mundo que esté más unido a Jack ahora. ¿Y sabéis qué? Jack tiene autismo.
Me alegra poder afirmar que sé lo que provoca el autismo de Jack y, sin más dilación, me gustaría contároslo.
Esperad.
Es un poco complicado.
Redoble de tambores, por favor.
Jack tiene autismo porque, como dice su hermano Henry de 5 años, nació con él.
Sí, creo que el autismo es una condición genética. Creo que, de algún modo, el ADN de Joe se mezcló con mi ADN y tuvimos un hijo que piensa que el miércoles es naranja. Quizás su código genético único lo hace más sensible a las cosas de nuestro entorno, como el plomo, el mercurio y el plástico.
De lo de la fresa no tengo ni idea.
(Durante años he culpado a la parte de la familia de Joe por el gen del autismo. Pero hace unos años fui a un funeral de un familiar mío, miré a la sala y fue como hmmm...).
La semana pasada estaba en una cafetería y se me acercó una mujer, que se presentó. Me dijo que su hija Lily va a clase con Jack. Asentí y sonreí, cogí la taza de café -vale, y también el cupcake- del mostrador, y me di la vuelta para irme.
"Espera", me dijo tocándome el brazo. "Sólo quería decirte algo. Lily me contó que el otro día un chico le llamó raro en clase".
Me encogí de hombros. "Ya. Suele pasar".
"Lily me contó que respondió al chico que Jack no es raro. Le dijo que Jack es exactamente como tiene que ser".
Imaginaos mi dilema. Si me pongo a soltarle que el autismo es una epidemia y a berrear sobre la necesidad de descubrir de dónde viene y quién lo empezó y cómo curarlo, bueno, en parte estaría contradiciendo todo el mensaje de aceptación y tolerancia y falta de prejuicios.
Esta frágil casa de cristal que llevamos esforzándonos por construir toda una década estallaría en miles de trocitos diminutos.
Pero, por otro lado, sí que es una especie de epidemia. Hay muchas familias que quieren tener hijos y quizás quieran tener alguna idea sobre cómo prevenir este trastorno del autismo. Mis propios hijos también tendrán hijos, y si el autismo realmente está causado por el humo del tubo de escape, estaría bien saberlo para así comprar coches eléctricos.
Al mismo tiempo, no quiero centrarme tanto en el qué, el cuándo, el dónde y el cómo y olvidarme del quién.
Porque no me importa de dónde viene.
Aunque tengo curiosidad.
No me importa saber por qué Jack tiene autismo.
Aunque estaría bien tener esa información.
No hay nada malo en él.
Aunque quizás algo no va bien del todo cuando se queda 45 minutos hablando de todos los tipos de chicles diferentes que hay en el supermercado.
Yo no cambiaría nada.
O quizás cambiaría algunas cosas.
Estoy admirada por el autismo y sus espectaculares sorpresas.
Odio el autismo porque hace que mi hijo hable demasiado de chicles.
Él es frágil.
Pero está sano.
El autismo no es culpa de nadie.
Quizás debería dejar de usar tuppers y animarle a que coma fresas aunque las odie, y volver a pintar la casa para asegurarme de que no hay rastro de plomo en las paredes.
Puede que deba tirar las sartenes.
O quizá me tenía que haber esforzado más por quererlo con más intensidad cuando era un bebé que se revolvía en mis brazos.
Quizás es mi culpa.
Como podéis observar, mis sentimientos sobre el diagnóstico del autismo de Jack son tan complejos como un prisma con miles de colores y ángulos y luces. Algunos días, mis dudas son susurros dentro de mi corazón; otras veces es como si alguien me gritara al oído.
No soy científica. No soy lo suficientemente inteligente. Pero soy una madre. Y aunque no soy tampoco lo suficientemente inteligente para ello, conozco el autismo desde ese ángulo.
Conozco la rigidez y la obsesión y la rabia de tener un asistente en el colegio. Conozco la decepción y el miedo. Conozco la melancolía silenciosa que acompaña al hecho de ser diferente o raro, porque lo veo cada día.
Cuando vives con alguien que tiene autismo, dices muy a menudo la frase por ahora.
Por ahora, la radio está en la emisora adecuada.
Por ahora, no está gritando.
Por ahora, sigue dormido.
Por ahora, está bien.
Así que, por ahora, voy a creer que el autismo de Jack se debe al ADN, al ARN y a la genética.
Por ahora, intentaré añadir una pizca de verde, azul, morado y naranja a las pinceladas blancas y negras de la ciencia. Juntos, completaremos el lienzo del autismo hasta que surja una imagen más clara.
Todavía no sé exactamente cuál es el aspecto de esa imagen, pero me gusta pensar que es una utopía de diferentes clases: la intersección perfecta entre la ciencia y la gente. Hay fresas y cachorros y chicles de menta de los del envase azul.
Hay niñas altas y rubias llamadas Lily y niños con gafas llamados Jack.
Y, si miras con atención, puedes ver una casa de cristal a lo lejos, casi en el horizonte. Brilla y lanza destellos con el sol. La imagen es arrebatadora.
Si te acercas más para mirar, verás una frase grabada en la puerta principal. Esa frase, esa colección de palabras, es muy muy grande.
Es un muro apuntalado contra una marea de incertidumbre.
Es un millón de estrellas brillantes en una noche larga y oscura.
Es paz y perdón, poder y orgullo. Es una liberación constante.
La primera vez que oí esas palabras, estaba en una cafetería comprando un cupcake.
"Él es exactamente como tiene que ser".
Este post apareció originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano.