La clase política como Juan Palomo: yo me lo guiso y yo me lo como
En España los políticos no solo no se inhiben cuando se encuentran en una situación de conflicto de intereses, sino que se aprovechan de esta posición con descaro y desvergüenza, repartiéndose beneficios como dietas, ayudas por alojamiento que no corresponden, cuotas a sus partidos que recaen sobre todos, no solo sobre los afiliados, y privilegios como aforamientos o jugosos puestos en consejos de administración de empresas.
Como cada año nos toca cumplir con nuestras obligaciones ciudadanas y hacer la declaración de la Renta, lo que, dado el inmenso número de españoles sin ingresos suficientes, resulta un privilegio.
Este año cuesta particularmente enfrentarse a la declaración de la renta porque este ejercicio coincide con noticias de financiación ilegal de partidos políticos a cambio de concesiones que pagamos todos, el cobro de sobresueldos con cargo a esas comisiones y mordidas recuperadas en sobrecostes de obras que, de nuevo, pagamos todos, y la enorme fiesta que para patronales, sindicatos y empresarios espabilados parecen haber sido los fondos de formación. Pero aun así solo cabe apretar los dientes y cumplir con nuestra obligación ciudadana.
En estas estaba cuando me ha indignado encontrarme, al recorrer el programa PADRE, una sección por la que las cuotas pagadas de afiliación a partidos políticos desgravan. En particular, las cuotas de afiliación y las aportaciones a partidos políticos generan una reducción en la base imponible con un límite máximo de 600 euros anuales y se puede desgravar el 25% de las donaciones realizadas a los partidos.
Es decir, las afiliaciones a partidos políticos y las donaciones a partidos políticos las subvencionamos en buena parte entre todos. No importa que algunos de esos partidos políticos se hayan financiado ilegalmente durante décadas, hayan operado en negro como práctica habitual o que alberguen y amparen a decenas de corruptos en sus filas, las cuotas de sus afiliados las pagamos, en buena parte, a escote entre todos, estemos de acuerdo o no con sus postulados o prácticas.
Es evidente que el problema radica en que estas y muchas otras reglas que afectan a los políticos y sus formaciones están reguladas precisamente por los mismos políticos a quienes benefician, lo que les sitúa en una situación de flagrante conflicto de intereses. En una situación de conflicto de intereses, donde puede existir, aunque solo sea en forma de percepción, la posibilidad de que una persona en ejercicio de un cargo público pueda derivar beneficio personal, o corporativo, de sus decisiones, lo que corresponde es inhibirse de tomar estas decisiones en favor de una tercera persona o agente independiente.
En España los políticos no solo no se inhiben cuando se encuentran en una situación de conflicto de intereses, sino que se aprovechan de esta posición con descaro y desvergüenza, repartiéndose beneficios como dietas, ayudas por alojamiento que no corresponden, cuotas a sus partidos que recaen sobre todos, no solo sobre los afiliados, y privilegios como aforamientos o jugosos puestos en consejos de administración de empresas que antes regulaban y sobresueldos vitalicios al dejar los cargos políticos. Los politicos se han convertido en un gremio que se rige por la norma de Juan Palomo, Yo me lo guiso y yo me lo como.
Esta es la clave de la gran reforma pendiente, la del estamento político. El impresionante número de políticos imputados, y algunos ya condenados, por corrupción atestigua la urgencia de regular una actividad que de servicio público ha pasado a ser una casta en la que durante años ha anidado la corrupción y la desvergüenza. Sí, es cierto, solo una pequeña parte de los políticos son corruptos, pero aquellos que teniendo conocimiento de estas prácticas no las denuncian, no intentan modificar sus partidos para desterrar esas prácticas o no se desvinculan de partidos que las han tolerado, quedan contaminados por esa marca de corrupción.
Las encuestas y sondeos de opinión apuntan a que la urgencia de reformar el estamento político es percibida de forma unánime por una amplia mayoría de ciudadanos. El problema es que nuestras normas confían esta reforma a los mismos políticos que son el problema.
En estas semanas estamos asistiendo a un sainete en el que la Comisión Constitucional del Congreso recibe y escucha a 13 expertos propuestos por los partidos que opinan sobre las causas con vistas a explorar un pacto de Estado contra la corrupción. Avergüenza, como ciudadanos, oír al mismísimo Fiscal General del Estado lamentarse de la tolerancia con la corrupción, la falta de medios y desinterés para combatirla, o las reacciones en contra de los políticos a las propuestas de que se aumenten las restricciones a la entrada de políticos cesantes en empresas de los sectores que ellos mismos regulaban, la llamada puerta giratoria. A modo de ejemplo de lo que podemos esperar de esta comisión, las medidas anunciadas por el Gobierno para atajar la corrupción incluyen impedir las donaciones a partidos politicos, pero no así a sus fundaciones, que se inventaron -como ha quedado claro en numerosos casos- como puerta de entrada de donaciones para saltarse los límites de donaciones directas. Las reformas que podemos esperar de nuestros políticos son las que seguirán el principio expuesto en la película El Gatopardo de que algo ha de cambiar para que todo siga igual, es decir las normas contra la corrupción vendrán acompañadas ya de las trampas para que siga ocurriendo.
Es evidente que no podemos confiar en que nuestros políticos se autorregulen y que esto debería corresponder a un órgano independiente, pero el problema es que estos son inexistentes. Ahí es donde radica el quid de la cuestión: nuestra Constitución habla de una series de poderes independientes, pero en su desarrollo coloca a todos estos supuestos poderes independientes a los pies de los políticos, que se reparten con descaro los puestos en los órganos de Justicia, el Banco de Espana, Hacienda, el Defensor del Pueblo, y otras instituciones supuestamente independientes o con un papel regulador que exige imparcialidad. En realidad lo que subyace es que ese término, independencia, resulta desconocido a nuestra clase política, a quien su sola mención produce el mismo rechazo que los crucifijos a los vampiros.
Es necesario recuperar los valores de igualdad, independencia, y derechos fundamentales que deben quedar reflejados de forma patente e inspirar el marco de convivencia de los españoles en una nueva Constitución. No bastara con una modificación de la existente (para que todo siga igual), que ha quedado invalidada al dar por buenas leyes, normas y comportamientos injustos que han permitido la expansión, como una mancha de aceite, de la corrupción. No es un problema de las leyes, sino un problema del marco en el que se emiten, la Constitución. A los padres de la Constitución actual y a los padres de la transición les hemos de agradecer su trabajo en esos años difíciles, pero a nuestra sociedad no le basta ya con evitar un régimen fascista a cambio de concesiones, exigimos una democracia plena. El régimen franquista duró 40 años y otros 40 años ha durado este régimen de democracia simulada en diferido: ya está bien, ahora debemos progresar hacia una democracia madura.
Pero tampoco bastará con una Constitución revisada, que inspire una revisión de todas nuestras leyes. Nuestra crisis no es financiera ni de régimen, es una crisis de moral y de valores éticos, de los que no se avista recuperación alguna. El déficit de valores éticos y morales en nuestra clase política es un reflejo de un déficit profundo en nuestra sociedad, aunque su manifestación más extendida sea la tolerancia de la corrupción, que no su práctica. Solo es posible recuperar esos valores éticos y morales desde la educación, que de nuevo, hemos dejado en manos de los políticos y que urge recuperar para reconstruir España desde los escombros humeantes que ha dejado la crisis con ciudadanos responsables.