Problemas democráticos en el Reino Unido
Acabo de volver de Londres -donde he participado en la Cumbre Europea de Think Tanks organizada en Chatham House- y vuelvo todavía más preocupado que cuando aterricé en Heathrow. Y no es por la consabida decisión del gobierno británico de comunicar su intención de que el país abandone la UE, sino por cómo se está aplicando a trancas y barrancas, con un nítido coste democrático.
Lo primero a recordar es que se ha tomado un referéndum consultivo por uno decisorio, cambiando su carácter. Lo segundo, que la primera ministra, Theresa May, ha interpretado que un 51'89 % sobre un 48'11 % -una diferencia mínima- le permite aplicar un brexit salvaje. Lo tercero, que se está tratando de evitar al Parlamento por todos los medios: de no ser por los tribunales, ni los Comunes ni los Lores hubieran podido votar la activación o no del artículo 50 del Tratado de la UE que contempla la salida de un estado miembro; y frente a las decisiones ampliamente mayoritarias de la Cámara Alta reclamando que los legisladores puedan enmendar el hipotético acuerdo de abandono entre Londres y la Unión Europea (UE) y, de no existir, decidir si el Ejecutivo puede sacar al país de la UE sin acuerdo, los antieuropeos de Downing Street tratan de hacer valer la opinión más restrictiva.
La imagen del Reino Unido como democracia parlamentaria modélica está sufriendo, desde luego, un notable desgaste.
Si pasamos de las instituciones a la calle, basta constatar cómo los sectores más intransigentes del Brexit, empezando por la prensa amarilla, califican de antipatriota y enemigo del pueblo a todo aquel que defienda no ya la permanencia del Reino Unido en la UE o la celebración de un segundo referéndum, sino únicamente que se respeten los poderes del Parlamento.
A todo ello hay que sumar el aumento de los delitos racistas y xenófobos, por una parte, y las dramáticas decisiones que sufren personas y familias originarias de otros países de la UE, que están recibiendo respuestas demenciales por parte de las autoridades a la hora de plantear el futuro de su residencia en el Reino Unido. Por no hablar de la decisión del gobierno de tomar como rehenes los derechos de los europeos comunitarios que viven y trabajan en el Reino Unido a la hora de negociar con Bruselas, insultando los valores que caracterizan a cualquier democracia digna de tal nombre en el siglo XXI.
Finalmente, he podido constatar directamente en Londres cómo las noticias falsas (fake news) y los falsos argumentos (false arguments) siguen presentes sin ningún tipo de sonrojo en el discurso de los principales defensores del brexit: escuchar en directo Michael Gove, aspirante a primer ministro tras el referéndum y derrotado en la batalla interna del Partido Conservador por Theressa May es darse de bruces con la triste realidad del debate político que a día de hoy se ha impuesto en el Reino Unido, más cercano al trumpismo que a otra cosa.
Digo a día de hoy, porque el esfuerzo de los europeístas no decae: basta ver el impresionante trabajo de diputados y lores laboristas (frente al despropósito de Jeremy Corbin), liberales, verdes, y nacionalistas escoceses, o del digital The New European, para evitar que el país siga caminando sin más hacia el abismo, junto con otros muchos ciudadanos independientes, para tener esperanzas en el futuro democrático del Reino Unido.
Pero no lo duden: las intransigencias de hoy de los brexiteers no harán más que crecer cuando se desaten los nervios a medida que las negociaciones con la UE les vayan mal. Peligros democráticos en el Reino Unido, sin duda.