Egipto: ni el Ejército ni el Islam son la solución
La UE tiene que aplicar en Egipto lo que ha aprobado como política euromediterránea al hilo de la Primavera Árabe, para no repetir errores pasados: la condicionalidad democrática. Ni más ni menos.
Que Mohamed Morsi vaya a ser presidente de Egipto no me parece una buena noticia, ni siquiera como mal menor.
Reconozco que voy en dirección contraria a muchos analistas que han dado la bienvenida a que sea un islamista salido de las urnas quien ocupe la máxima responsabilidad institucional en El Cairo, interpretando que se trata de la prueba del nueve de que la transición hacia la democracia iniciada en 2011 sigue caminando.
Morsi será Presidente porque ha obtenido una mayoría electoral, pero también porque los Hermanos Musulmanes lo han pactado con la cúpula militar, no seamos ingenuos. El apagón informativo de varios días sobre los resultados de las presidenciales ha servido para que estos dos viejos conocidos -Ejército e islamistas- se pusieran una vez más de acuerdo, como tantas veces en el pasado.
En realidad, no sería extraño que tal pacto contemplara cierta continuidad y reparto de papeles: que los Hermanos Musulmanes formen Gobierno y tengan bastante libertad para ir imponiendo su ideario religioso en las leyes a cambio de que no se cuestione el papel del Ejército en la vida política y económica del país. Los próximos acontecimientos en torno a la futura Constitución, las elecciones legislativas y, en su momento, las nuevas presidenciales nos dirán hasta qué punto se ha acordado tal división de poderes y papeles.
Qué duda cabe que la alternativa a Morsi representaba un problema para los militares: si el candidato que abiertamente reivindicaba el antiguo régimen hubiera sido proclamado presidente, la reacción de la calle hubiera sido inmediata y el autogolpe llevado a cabo por los militares a mediados de mes hubiera tenido que ir más allá de los salones para reprimir directamente la protesta. Lo mejor era evitarlo reconociendo el veredicto de las urnas y sancionándolo a través de un pacto con los Hermanos Musulmanes.
Se abren, en todo caso, varios interrogantes.
El primero de ellos, ¿cuál será el papel que jugará la sociedad progresista que desencadenó la revolución democrática y que, tras los buenos pero insuficientes resultados de su candidato en las presidenciales, se termina dando de bruces con el autogolpe militar y el ascenso a la presidencia de los islamistas? ¿Tirará la toalla -paralizada por la sensación de que le han robado la cartera en las urnas y en el pulso con los poderes fácticos-, seguirá movilizándose en la calle frente al conservadurismo que representan militares e islamistas, concurrirá a las próximas elecciones -presidenciales y legislativas- más unida? Ojalá ocurra esto último.
El segundo: ¿Hasta donde quieren llegar los Hermanos Musulmanes y hasta qué punto estarán dispuestos a dejarles el Ejército y sus patrocinadores económicos foráneos? ¿De qué manera se guardarán de la competencia que por la extrema derecha les hacen los salafistas, es decir, cuál será el cóctel entre moderación, por un lado, y presión, por otro, sobre las leyes y las costumbres para modificarlas a favor de su interpretación del Islam a fin de diferenciarse de aquellos en ambas direcciones, obligados a jugar en las dos ligas con el árbitro militar presente?
El tercero: ¿Confundirán los países democráticos la novedad con la bondad de la misma, dando por bueno que tener un presidente de los Hermanos Musulmanes representa un avance hacia la democracia? ¿Afirmarán sin más su convicción de que tal partido cree sinceramente en la separación de poderes, las libertades y los derechos individuales de todos los ciudadanos, independientemente de su opinión, credo o género?
Mal harían los Estados Unidos y la Unión Europea en respirar aliviados sin tener en cuenta los precedentes en otros países y la trayectoria y el programa de los Hermanos Musulmanes. Tampoco digo que deban contener la respiración y prejuzgar lo que puede ocurrir sin margen ninguno para la sorpresa en positivo.
Lo lógico sería partir de dos premisas: que solo las palabras refrendadas con hechos tienen valor y que en este mundo globalizado la soberanía nacional no puede estar por encima de la defensa de los principios democráticos y los derechos humanos, porque son universales y no se pueden relativizar, no lo olvidemos.
La UE tiene que aplicar en Egipto lo que ha aprobado como política euromediterránea al hilo de la Primavera Árabe, para no repetir errores pasados: la condicionalidad democrática. Ni más ni menos.
Una condicionalidad cuya firmeza deberían sentir en El Cairo el Ejército, los Hermanos Musulmanes y, sobre todo, la sociedad civil progresista que no quiere ni "avanzar" hacia la Edad Media ni volver al antiguo régimen, pero con el Islam hecho ley. Una sociedad que incluye a los jóvenes en vaqueros, a las mujeres o, sin ir más lejos, a los coptos.
Ni el Ejército ni el Islam son la solución. Esperemos que el uno y el otro no impidan que los egipcios se den cuenta de ello y actúen democráticamente en consecuencia.