Lo que de verdad supone ser una mujer sin hijos

Lo que de verdad supone ser una mujer sin hijos

¿Cuál es la diferencia entre un hombre adulto que decide que no quiere procrear y una mujer que toma la misma decisión? ¿Por qué no puedo ser yo quien decida qué es lo mejor para mí? Y, ¿por qué me seguían obligando a adaptarme a la definición social de mujer?

5c8b72cc2300003000e83835lechatnoir via Getty Images

Últimamente se ha escrito mucho sobre la creciente moda de los hogares sin hijos. He leído artículo tras artículo sobre la cifra cada vez mayor de mujeres y parejas que deciden adoptar este estilo de vida. Los artículos también detallan las implicaciones de esta elección en la sociedad y las investigaciones que estudian esta tendencia. No obstante, a pesar de ello, he descubierto que los artículos carecen de un importante aspecto de esta cuestión. ¿Cómo son y cómo se sienten las mujeres sin hijos en la sociedad de hoy en día?

Hasta cierto punto, siempre lo he sabido. Aunque todas mis amigas jugaban con muñecas, yo quería jugar a ser maestra, o vestir a mis barbies a la última moda para que fueran las mujeres más poderosas del mundo.

Cuando tenía 24 años empecé a preguntar a mis médicos si me podía esterilizar. Todos los años, para mi chequeo anual, contaba mi caso; siempre era el mismo. En cada consulta, el médico me decía que era demasiado joven, que puede que cambiara de opinión más adelante. Pero la realidad es que nunca cambié de opinión. De hecho, mi deseo de no tener hijos creció más cada año.

No era una decisión que hubiera tomado de la noche a la mañana; había expresado mi desinterés por la procreación desde el instituto. Ahí fue cuando recibí los primeros comentarios del tipo "cambiarás de opinión", también por parte de mis mejores amigas. Era como si mis decisiones no importaran porque no se ajustaban a la vida que las mujeres se suponía que querían.

Y luego llegó la universidad. Mi novio me hablaba sin cesar sobre su anticipado lugar en la vida como padre. Cuando le dije que prefería tener una carrera y una vida antes que una familia, su respuesta fue como la del resto: "Cambiarás de opinión". Siempre le preguntaba si estaba dispuesto a jugarse su felicidad futura con la idea de que posiblemente (pero con muy pocas probabilidades) cambiaría de opinión.

También en la universidad veía a mis compañeras hablar del nombre que le pondrían a sus hijos. Una vez me invitaron a unirme a su conversación, pero mis opiniones excéntricas hicieron que me excluyeran de sus charlas. Una chica, cuyo padre era especialista en fertilidad, no se cortó al juzgarme: "Se supone que las mujeres tienen hijos. ¿Sabes cuántas mujeres morirían por estar en tu posición?". En las miradas de otras chicas del grupo se leía: "A esta chica le pasa algo raro".

En las citas que tuve cuando era veinteañera, siguieron cuestionando mis convicciones. Me parecía un poco prematuro sacar el tema en las primeras citas, pero al mismo tiempo no consideraba justo esconderlas. Descubrí que los hombres no eran menos críticos que mis compañeras. Hacían comentarios que iban desde "eso está fatal", hasta "¿no has pensado en continuar tu linaje?", pasando por "¿qué tipo de mujer quiere eso en su vida?" y "debe ser que tu infancia fue traumática". Por una parte, la proyección constante de sus pensamientos me hacía querer esconder mi deseo de no tener hijos. Pero por otra, se convirtió en un gran filtro y así descartaba rápidamente a los chicos que no resultaban adecuados para mí.

En 2012, un mes antes de mi revisión anual, dejé de tomarme las pastillas anticonceptivas. Justo a un año de los 30, el punto de referencia, volví a presentar mi caso en la consulta. La respuesta de mi naturópata fue como un disco rayado: "No hasta que cumplas los 30".

Yo estaba lívida. Llevaba seis años pidiendo someterme a ese procedimiento, sin dudar de mis deseos, opiniones o creencias. ¿Por qué la comunidad médica seguía negándome el derecho a la esterilización? Intenté discutirlo con ella, citándole ejemplos de hombres que se habían sometido a vasectomías con 21 años, pero su opinión no se movió un ápice. Mi rabia aumentó por esa actitud sexista tan flagrante. ¿Cuál es la diferencia entre un hombre adulto que decide que no quiere procrear y una mujer que toma la misma decisión? ¿Por qué no puedo ser yo quien decida qué es lo mejor en mi vida? Y, ¿por qué, con los avances en sanidad y en los derechos de las mujeres, todavía me obligaban a adaptarme a la definición social de la vida que debería llevar una mujer? La sociedad ha empezado a reconocer que los estereotipos de la familia nuclear están obsoletos, pero al mismo tiempo estos ideales siguen imponiéndose y resultan perjudiciales para los que eligen vivir fuera de ellos.

Una semana más tarde, en vez de ir al médico, investigué en la red cuáles eran mis opciones. Era el momento de llegar a la raíz del asunto. Fijé una cita con un ginecólogo para someterme al procedimiento. Me pasé todo el camino en el coche preparándome psicológicamente, pensando en mis argumentos y anticipándome a cualquier pregunta que pudiera hacerme. Me había informado sobre las opciones de adopción, sobre las estadísticas de huérfanos en el mundo (153 millones) y sobre las cifras de satisfacción y arrepentimiento de las mujeres que se esterilizan (entre un 76% y un 98% de satisfacción y entre un 7 y un 17% de arrepentimiento en todo el mundo). Además, me armé con el diario que llevaba unos años escribiendo.

La consulta fue breve. Le comenté las investigaciones que había hecho sobre las opciones, mis visiones sobre la adopción por si cambiaba de opinión, y la historia que había detrás de mi decisión. Por suerte, a pesar de mis nervios y de la emoción, fui capaz de comunicar mi decisión apasionada lo suficientemente bien como para asegurar mi deseo. La cita se acordó para seis semanas más tarde. Nunca me olvidaré de la sensación de alivio que sentí después del procedimiento. Incluso en mi estado de medicación, pude expresar mi gratitud al personal (compuesto sólo por mujeres) que me apoyó en mi decisión.

Ya han pasado dos años de aquello. A pesar del creciente número de mujeres que viven sin hijos, sigo enfrentándome a las preguntas y a los comentarios de personas que apenas me conocen (y que, claramente, no me entienden). Es hora de que la sociedad deje de convertir a las mujeres en estadísticas, y de que empiece a comprender que nosotras también somos mujeres. No pasa nada por tomar la decisión de no tener hijos; seguimos siendo seres humanos. La decisión de no tener hijos no nos hace menos mujeres que las mujeres que deciden ser madres. Sí, hemos nacido con las características biológicas adecuadas para dar a luz, pero no tenemos por qué ser madres. Ser madre es una decisión personal que todas las mujeres tienen derecho a tomar por sí mismas sin influencias externas ni presión social.

Traducción de Marina Velasco Serrano

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