Cuando el Estado está debilitado, le crecen los enanos
El terrorista es tan barato y fácil de reclutar en las redes sociales que ni siquiera hace falta formar un ejército para defender tu territorio o imponer tus ideas. La desdicha nos oprime el seso. Las personas que flotan por el azar de las corrientes, que se dejan embaucar por cualquiera o por una epidemia de odio, están sometidas a las influencias de su entorno.
Entendí esta frase (la original es "Quand l'État est défaillant, les sorcières apparaissent", del historiador francés Jules Michelet) cuando llegué a la República Democrática del Congo para participar en una misión de UNICEF sobre las violaciones de guerra y los niños soldado. Cuando este bello país, poblado de habitantes deseosos de vivir en paz, se derrumbó económica y culturalmente, surgieron un montón de sectas dispuestas a sacar beneficios. En pocos meses se crearon curiosas iglesias de las que ignoraba su existencia. Predicaban que las grandes religiones y los gobiernos estaban corrompidos y recitaban discursos con el siguiente mensaje: "El mundo está podrido, gobernado por políticos incompetentes y curas perversos. Vuestra alma está perdida, pero si queréis salvarla, creed en nuestro maestro, rezad con nosotros, someteos a nuestros preceptos y dadnos un poco de dinero".
Un hombre que se ahoga se agarra a todo lo que flota y las tiendas de las sectas no se hunden.
No hay forma razonable de explicar esa atracción por las teorías absurdas, infantiles y esclavizantes. Y, sin embargo, muchos hombres y mujeres se precipitan en estos mundos imaginarios donde se vende un poco de esperanza.
El clima en el que surgen los héroes es caótico y febril. Cuando el hundimiento político lo ha anegado todo, cuando la vida es un desierto de sentido, la necesidad de esperar favorece el nacimiento de los héroes. Imagina que estás desorientado por una catástrofe en tu existencia y que, en plena desgracia, un hombre providencial te revela de dónde viene el mal y te da al mismo tiempo la receta para escapar de él: recuperas esperanza, tus proyectos se aclaran y tu héroe te indica la conducta a seguir. Sólo basta con obedecer. En tales condiciones, un buen número de jóvenes se convierten en armas que consienten al servicio de esos vendedores de esperanzas. Somos fáciles de engañar cuando no hemos aprendido a juzgar.
Desde principios de siglo XXI, el clima se muestra favorable al nacimiento de héroes deseosos de sacrificarse para salvar una causa. Pero en ese nuevo contexto la palabra "guerra" ya no designa el mismo fenómeno social que en siglos precedentes. Cuando los soldados costaban caros a los aristócratas que pagaban las armas, los uniformes y la vida de guarnición, las batallas eran poco mortales. En Valmy, durante la primera guerra popular, se heroizó a los 100.000 hombres del pueblo que murieron para salvar a la República. Durante la Segunda Guerra Mundial, los uniformes de diferentes colores permitían apuntar sólo a quien tenía la intención de matarte. Sin embargo, los civiles también empezaban a ser asesinados por bombardeos poco selectivos y porque el pueblo no armado servía a menudo de rehén. Durante la guerra de Argelia, los soldados franceses no podían distinguir un Fellagha armado de un paseante. Las mujeres del Frente de Liberación Nacional (FLN) de Argelia que ponían bombas en las salas de baile o en las pastelerías donde sólo había abuelas con sus nietos, se maquillaban, se ponían una falda corta y olvidaban su bolsa de la playa cargada de explosivos. Hoy en día, hay más de cincuenta "conflictos armados" en el planeta. El terrorista es tan barato y fácil de reclutar con una simple campaña publicitaria en las redes sociales que ni siquiera hace falta formar un ejército para defender su territorio o imponer sus ideas.
La desdicha nos oprime el seso. Hay que huir de ella o afrontarla para intentar triunfar, lo que legitima las violencias defensivas. Este no es el caso en un desierto de sentido en el que la cultura no tiene nada que proponer, ni proyectos, ni sueños, ni siquiera la construcción de una vida banal. En esta no-vida anterior a la muerte, hay algunos sobresaltos violentos que dan un sentido efímero... hasta que llega la muerte.
En la Alta Edad Media ocurrió un fenómeno extraño, como un acceso de fiebre mortal, a los guerreros escandinavos: "El furor de los berseker, por el que a los hombres más fuertes, llamados berseker, les entraba de repente un acceso de rabia" durante el cual mataban al mayor número de personas posible.
Más tarde, en Malasia, en el siglo XIX, un hombre hasta entonces normal salió un día de su letargo para matar a todos los desconocidos posibles que se cruzaron en su camino. Este impulso asesino provocó una estupefacción emocional en los testigos del momento, que no eran capaces de comprender esa locura asesina.
En la actualidad, en Estados Unidos un joven tímido entra a su instituto y se pone a matar al azar. En 2011, un noruego mata a 77 jóvenes, mutila a 151 y justifica su causa con una sonrisa. En Niza el 14 de julio de 2016, en Alemania y en las apacibles iglesias de Francia, unos hombres fragilizados por sus dificultades en el desarrollo cometen desconcertantes e insensatas carnicerías. Si hubieran vivido en Islandia en el siglo X, les habían llamado "berseker". Se les habría temido y admirado. En Occidente, actualmente se les considera enfermos mentales y se pide a un psiquiatra que explique este comportamiento loco.
Las epidemias de asesinatos no son inusuales en la historia, pero sólo afectan a individuos frágiles, a los que les cuesta vivir en un desierto de sentido. Cuando la sociedad se diluye como en Occidente, las epidemias de asesinatos sólo contaminan a los individuos que carecen de un marco fuerte para mantenerse rectos. Las personas realizadas, satisfechas, capaces de juzgar y de determinar por sí mismas son menos sumisas a las influencias de su entorno. Saben evaluar, aceptar o rechazar. Este no es el caso de los individuos que flotan por el azar de las corrientes, que se dejan embaucar por cualquiera o por el mal viento de una epidemia de odio.
No hace falta ser un enfermo mental para dejarse llevar por el contagio de un rumor. Todo adolescente, bien criado en una familia que lo quiere, se encuentra en situación de vulnerabilidad psicosocial cuando tiene que dejar a su familia para probar la aventura social. Cuando su entorno sólo le ofrece paro, ausencia de sueños y ningún marco de valores, ¿cómo queréis que no se sienta a la deriva? Este joven está abierto a cualquier cosa. Cualquier gurú religioso o político ficha enseguida a su presa. Y más, si su personalidad está mal estructurada por abandonos precoces, maltratos o una cascada de agresiones infantiles, si ha ido errando por hogares de ayuda social, consultas de psicólogos o grupos de jóvenes sin cultura. Un gurú terrorista hará un buen negocio utilizando a esta alma errante. Por una pequeña inversión de tiempo y de dinero, dispone de una paloma deseosa de hacerse explotar por una causa que prácticamente no conoce.
Cuanto más fuerte sopla el viento de la epidemia psíquica, a más individuos embauca: primero los frágiles, después los mejor desarrollados, pero fragilizados por una debilidad psicocultural. Al principio de la tempestad, cuando el viento del odio empieza a soplar, se puede seguir resistiendo, pero cuando la borrasca está ahí, se lleva a todas las almas, tanto a las débiles como a las más fuertes. En los años 30, en el seno de la bella cultura germánica, bastaron menos de 10 años para que los nazis pasaran de un 2,6% en 1929 a un 37% en las elecciones de 1933, y para contaminar al 95% de la población en la tormenta por el poder del conformismo social. ¡Bastaron diez años para fanatizar a un pueblo en el que la inteligencia y la cultura eran valores prioritarios!
Hoy en día, gracias a las redes sociales, la borrasca puede llevarse a un grupo en pocas semanas. Al principio de la tempestad, todavía es posible oponerse al viento. Muchos Hutus sostenían que había que hacer reformas políticas para coexistir con los Tutsis. Después, cuando la masacre fue organizada por la radio de las mil colinas, algunos Hutus se opusieron, pidiendo con calma a sus vecinos: "No matéis demasiado". Unas semanas más tarde, ya demasiado tarde, el Hutu que pronunciaba esta frase era abatido y su familia, perseguida. El mismo fenómeno se produjo con los turcos que se opusieron a la masacre de los armenios o con los polacos a los que sorprendían ayudando a un judío. Había que matarlos, dejar su cuerpo en el suelo para que se quemara al mismo tiempo que su casa. Centenares de miles de personas -frágiles o fuertes, débiles o cultivadas- se dejaron llevar por el mal viento de la pasión del odio.
Entre los asesinos que masacran en nombre de la moral, hay muy pocos enfermos mentales en el sentido psiquiátrico del término, más bien menos que entre la población general. Para planificar un atentado, organizar el crimen y enmascarar el fanatismo bebiendo alcohol, comiendo cerdo y ligando alegremente, hay que dominar las emociones y los comportamientos, lo que pocos enfermos saben hacer.
No se trata de una enfermedad mental, sino de un problema psicológico que puede afectar a todas las etapas del desarrollo: abandono, carencia afectiva precoz que conlleva problemas de socialización, incapacidad de concentrarse y de seguir una línea de conducta, sumisión al impulso por incapacidad de regular la emoción, como un tipo de cortocircuito mental. El paso a la acción del psicópata comporta una mala escolarización y una gran dificultad de aceptar las reglas sociales. Someterse a un gurú asesino le ofrece paradójicamente la posibilidad de expresar un comportamiento antisocial. Aunque en el barrio haya bonitas mediatecas, escuelas competentes, espectáculos interesantes, pistas de deporte y educadores motivados, estos jóvenes no saben ir hasta allí, rechazan la mano tendida.
En los estudios de población este grupo de psicópatas (por carencia afectiva y cultural) no es mayoritario en absoluto. Pero sus agresiones son tan estúpidas y espectaculares que es de ese grupo del que más se habla. Lo que crea una cultura de relatos que propone modelos identificatorios a otros pobres chavales que se creen héroes siendo delincuentes o inspirando terror. "Nos tomáis por miserables", me decían los chicos seguidores de Mohamed Merah, en los barrios difíciles de Marsella. "Y ahora nos vais a temer", proseguían. Compensación irrisoria, breve momento de orgullo estúpido, antes de la catástrofe. Estos niños sin cultura son presas para los gurús religiosos o ideológicos que establecen con ellos relaciones de control. Esta debilidad revela que nuestra cultura occidental ya no consigue estructurar a todos los individuos de su grupo. Los que reciben el apoyo de su familia y de escuelas que les estimulan saben aprovechar lo que les ofrece nuestra cultura, pero los desarraigados y marginados, los que siempre son rechazados, se sirven del sentimiento de humillación que experimentan para legitimar sus actos violentos.
Este post fue publicado originalmente en la edición francesa de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano