Egos, orgullos, Guardiola y el Barça
Si dicen que el tiempo no perdona, el perdón llega con el tiempo; y los tres años que han pasado desde la despedida de Guardiola del Camp Nou han permitido observar con la perspectiva necesaria una relación que mostraba síntomas de insalubridad. El mejor Barça de la historia no se entiende sin Guardiola, y Guardiola no estaría donde está sin su Barça.
El Camp Nou siempre ha sido un estadio distinguido. Tan exigente con el buen fútbol como agradecido en el esfuerzo, su relación con los grandes potentados del balón ha sido una historia continua de desengaños. De amor en azul y grana. Ardiente en los inicios, frustrante en sus desenlaces.
Arraigado a la tierra y al carácter catalán, probablemente no haya en Europa club más efusivo en la acogida de sus jugadores, del mismo modo que inflexible en la desconsideración a los valores del escudo. Nada ni nadie es más importante que el propio club y cualquier muestra de individualismo o egocentrismo es entendida como una traición. Le pasó al interés económico de Ronaldo, a las fiestas de Ronaldinho e incluso al apagón del mejor de los mejores en la temporada del Tata.
Pero si de sobra es conocida la tendencia autodestructiva del club, también lo es su respeto reverencial a su memoria histórica. Y la historia reciente del Barça tiene nombres y apellidos: Josep Guardiola.
Ganador de todo con el Barcelona, tras su marcha, la figura del entrenador se enquistó en el inconsciente del barcelonismo y las temporadas siguientes se convirtieron en una constante comparación. El legado de Pep fue especialmente cruel por la nostalgia que posó en los aficionados, del mismo modo que el enamorado abandonado rechaza nuevos pretendientes, incapaces de aceptar cualquier cambio.
Llegaron Vilanova, Martino y Luis Enrique sucesivamente, y todos ellos fueron analizados según la coincidencia de estilo y resultados con el equipo de Guardiola. Tres años después, su perfume aún impregna cada esquina del Camp Nou. El modelo es incuestionable.
Pero la condición humana transforma la devoción en sospecha de la noche a la mañana, y la figura perfecta de Guardiola empezó a agrietarse con el paso del tiempo. Quizás con el objetivo de superar una ruptura no consentida, la gent blaugrana empezó a escuchar los rumores y filtraciones que desde la directiva y sectores de la prensa se deslizaban. Al fin y al cabo, había sido el propio Pep quien había decidido largarse bajo el tópico el problema no eres tú, soy yo; e incluso se había hecho público su traumático choque con Vilanova, primer entrenador del club y luchador contra el cáncer en Nueva York, ciudad de retiro de Pep. Si su prioridad ya no era el Barça, ¿seguía mereciéndose la adoración incansable de socios y aficionados?
Guardiola ya se había convertido en un miembro más del club oficial de engreídos del futbol. Su objetivo era construir una perfecta imagen de sí mismo. Alzarse por encima del club. Pep ya era más guardiolista que barcelonista.
Pero si dicen que el tiempo no perdona, el perdón llega con el tiempo; y los tres años que han pasado desde su despedida han permitido observar con la perspectiva necesaria una relación que mostraba síntomas de insalubridad. El mejor Barça de la historia no se entiende sin Guardiola, y Guardiola no estaría donde está sin su Barça.
Así lo entenderá el martes el Camp Nou, deseoso de recibir al técnico como se merece, y consciente que al fin y al cabo, desde su marcha, su vacío nunca fue rellenado por un proyecto transversal ilusionante. Te echamos de menos, Pep.