Lecciones desde Libia para España
A pesar de nuestra cercanía geográfica e histórica, a pesar de muchas otras similitudes, las diferencias entre Libia y España son inmensas. Sin embargo, la capacidad del ser humano de entenderse y alcanzar grandes acuerdos es universal y, como dice la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, casi tan antigua como el hombre. Acaso todo ello pudiera servirnos como motivo de reflexión en España.
Libia era hace quince meses un país sumido en una guerra civil, profundamente dividido geográfica y políticamente, con su economía paralizada y una gravísima situación de emergencia humanitaria. Tal vez más de un millón de sus ciudadanos hayan tenido que huir a los países vecinos, mientras sus fronteras abiertas han permitido el paso sin trabas de los terroristas de Daesh (para atacar Libia y, desde allí, convertirse en una amenaza para todo el mundo) y de los traficantes de personas que son llevadas con total impunidad hacia el Mediterráneo, donde muchos encontraran la muerte, en otro episodio más del drama que viven los refugiados que ansían llegar a Europa desde países en conflicto.
En este año largo la ONU ha liderado las negociaciones con el apoyo de la comunidad internacional. Hemos sufrido junto a los libios la guerra y hemos podido contribuir a un muy difícil acuerdo político que todavía se enfrenta y se habrá de enfrentar a múltiples dificultades. Pero la dinámica es hoy menos militar y más política, y el gobierno de unidad nacional que hace pocas semanas parecía imposible, se va consolidando cada día.
El acuerdo propone salir de este periodo traumático con un gobierno en el que estén representados todos los actores que han participado en el conflicto, unos conciliadores, otros más duros, todos conscientes de que no hay otra alternativa, toda vez que la guerra no ha permitido a ninguno de los bandos imponer su criterio.
La mediación fue un trabajo complejo, que produjo frutos por el buen hacer de los distintos representantes libios y el empeño de un gran equipo. Ha sido una lucha muy dura contra los partidarios de la violencia, contra una cultura política poco cohesionada privada por la brutal dictadura de Gadafi de instituciones, con fuertes tendencias tribales y centrífugas, rivalidades centenarias, permanentes campañas de difamación y acusaciones contra todo el equipo de la ONU de favorecer a los dos bandos (ahora disipadas tras la firma por todas las partes del acuerdo que propusimos) y las dificultades geográficas de un inmenso país. También, cómo no, contra múltiples atentados contra los libios y la ONU de Daesh, los más interesados en que prosiga el caos en que encuentra su medio natural para crecer.
El acuerdo prevé un periodo de dos años que contará con la participación de todos en las instituciones, atados por un compromiso de consensuar todas las decisiones y nombramientos relevantes, una nueva arquitectura institucional en la que todos ceden poder en beneficio del conjunto, con el objeto de concertar una constitución y poder organizar al cabo de esos veinticuatro meses elecciones en las que todos podrán participar y volverán a disputarse el voto.
A pesar de nuestra cercanía geográfica e histórica, a pesar de muchas otras similitudes, las diferencias entre Libia y España son inmensas. Sin embargo, la capacidad del ser humano de entenderse y alcanzar grandes acuerdos es universal y, como dice la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, casi tan antigua como el hombre. Acaso todo ello pudiera servirnos como motivo de reflexión en España. Al fin y al cabo, nuestro país también necesita un tiempo de grandes acuerdos apoyados por las principales fuerzas políticas, más allá de la posición que cada uno ocupe, como también requiere un nuevo consenso constitucional anteponiendo los intereses del país a los propios de cada formación política. Los libios, tras haber visto su país destruido y dividido, y haber comprendido que eso sólo les llevará al rechazo internacional y a un grave e inútil enfrentamiento interno, han optado por tratar de recuperar la unidad y cooperar con la comunidad internacional. En nuestro país no es imaginable un conflicto de esa naturaleza, pero sí la amenaza de la división y un estancamiento destructivo. En Libia hemos aprendido con qué facilidad, en tiempos de gran incertidumbre, las voces de los actores más radicales se imponen a una mayoría moderada.
La otra gran dificultad que tiene Libia es la regeneración de la vida política. Los políticos y militares que se han beneficiado del conflicto se empeñan en oponerse a las grandes mayorías en ambos parlamentos, pensando en su propio interés antes que en el del país. También la regeneración de la vida política en España debe ser una de nuestras grandes prioridades. Ello debe incluir mayor transparencia en los partidos, incluyendo donaciones y gestión económica, una ejemplar actitud contra la corrupción, y otras medidas que los hagan inteligibles para la sociedad, como primarias y listas abiertas.
Francamente, no creo que la actitud de Rajoy, Pedro Sánchez o Iglesias sea hoy muy inteligible para el conjunto de la sociedad, más allá de sus respectivos seguidores. Las voces de la llamada "vieja política" parecen empeñarse en ser la quintaesencia de lo que se les reprocha, aferrarse al poder, no limpiar sus cerrados partidos, mientras que las voces de la "nueva política" confunden sus resultados con una tendencia exponencial, un resultado que no sería más que una etapa en la que todos los votantes de PP y PSOE 'descubrirán' la verdad. Ni unos ni otros deberían hacerlo, aunque sea legítimo. No es lo que necesita el país en este momento, ni los apoyos parece que vayan a cambiar sustancialmente.
Una de las características del proceso libio que debería hacernos reflexionar es que el acuerdo puede resultar posible incluso en condiciones muy adversas y entre fuerzas muy distantes. No tengo ninguna duda de que la distancia que separan a las fuerzas políticas en España es menor que la que existe entre quienes han llegado a un acuerdo en Libia. También tengo claro que tal acuerdo no puede concluirse contra ninguna de las grandes formaciones políticas. Si Suarez y Carrillo pudieron entenderse en lo fundamental, como lo hicieron González, Fraga, Roca o Arzalluz, hoy el acuerdo debería ser posible, sin grandes exclusiones. No debe hacerlo la "vieja política" contra la "nueva" (aunque sumaran mayorías), ni tampoco la izquierda contra la derecha o viceversa. Ni los más humildes contra los que más tienen, ni norte contra sur o jóvenes contra veteranos. Todos, todos tenemos parte de la responsabilidad, y todos debemos sumar, sin planteamientos maximalistas.
La ventaja del actual reparto de escaños es que el parlamento es muy representativo de la sociedad, aunque a veces parece inevitable una "segunda vuelta" en forma de nuevas elecciones, no tanto porque vaya a alterar sustancialmente los equilibrios, sino porque tal vez sea necesario para convencer a los líderes políticos de la necesidad de pactar.
Cuando hablamos de Libia y España, hablamos de mundos distintos. En España será en esencia un acuerdo de partidos con el concurso de distintos actores y con el relevante papel que este escenario otorga al Rey. Pero, tras la experiencia libia, hay quien me ha preguntado fuera de nuestro país si sería posible en España un gran acuerdo de ese tipo. Recientemente, un colega de Naciones Unidas me recordó los largos días y noches que pasé escuchando cientos de opiniones para proponer el nombre del primer ministro y su equipo más directo, una responsabilidad que debí ejercer en solitario (muchos se sorprendieron cuando propuse a Fayez Serraj, si bien hoy va poco a poco logrando concitar el apoyo de los moderados). No me gusta la política-ficción, pero mi colega me planteaba la pregunta porque dudaba de la capacidad de los líderes políticos españoles de llegar a tales acuerdos. Mi respuesta fue la siguiente: por descontado que hay líderes en España capaces de llegar a grandes acuerdos, por ejemplo Susana Díaz, Cristina Cifuentes, Ada Colau o Carolina Punset (en aquel momento mejor asentada en su partido), todas ellas han demostrado su capacidad de pactar y adaptarse a la nueva situación.
En un escenario como el libio, cuatro políticas como ellas podrían compartir las vicepresidencias en un gobierno neutral ocupando por turnos la presidencia para cerrar esos grandes acuerdos sobre un modelo federal, políticas sociales, regeneración política, sucesión de la corona, el Senado, grandes reformas educativas, energética y fiscal, y lucha contra el cambio climático, que en pocos decenios puede devastar nuestro país y acabar con su principal recurso, el turismo. Sería una forma de compensar la injusticia histórica de que no hubiera mujeres en el equipo que redactó la Constitución de 1978, al fin y al cabo la mejor noticia y la promesa más esperanzadora de nuestro panorama político es la llegada de una generación de grandes mujeres a la política. Después llegaría el momento de volver a la competición política y cada partido trataría de convencer a los españoles de que su proyecto es el mejor y de llevar las riendas del gobierno mientras los otros ocupan la bancada de la oposición, esa es la esencia de la democracia.
Pero España no es Libia y afortunadamente -todavía- la maltrecha salud de nuestra democracia nos permite afrontar este trance sin necesidad de que la ONU envíe a sus mediadores. Espero que nadie se quede en la anécdota, y que se entienda que lo que pretendo destacar es la necesidad de liderazgo que conlleva la capacidad de pactar, tan ausente hoy. Cuando se firmó el acuerdo en Libia el pasado 17 de diciembre y una periodista me entrevistó, le hablé de esta idea de los grandes pactos, y me preguntó si era consciente de que lo que planteaba sonaba absolutamente extraño, como si pensara en otro país. Sé que es así, pero también sé que las naciones difícilmente pueden repetir curso, y si suspendemos esta reválida política vamos a quedar rezagados tal vez para muchos años, política, económica y socialmente, y todos pagaremos un alto precio por ello. El curso de 1978 nos situó entre los primeros de la clase, esperemos que esta promoción sea capaz de hacerlo también. Si no es así, el veredicto de la historia será inexorable.