'Incendios': vivir en un mundo que arde
Después de ver Incendios, de Wajdi Mouawad, dirigida por Mario Gas en el Teatro de la Abadía, la sigo paladeando como si me acabara de comer un bombón. Paso la lengua por la boca buscando los restos de chocolate todavía pegados a los dientes y las encías. Mi memoria reciente me dice que es un bombón hecho con un buen chocolate amargo.
Foto del elenco de Incendios cedida pro el Teatro de la Abadía
Después de ver Incendios, de Wajdi Mouawad, dirigida por Mario Gas en el Teatro de la Abadía la sigo paladeando como si me acabara de comer un bombón. Paso la lengua por la boca buscando los restos de chocolate todavía pegados a los dientes y las encías. Mi memoria reciente me dice que es un bombón hecho con un buen chocolate amargo. De los que van descubriendo sabores poco a poco. Al que el chocolatero ha añadido sal para darle ese toque. Bombón que se sigue saboreando en la boca incluso mucho tiempo después de habérselo comido. Ese disfrutar pleno, consciente y adulto.
Aquellos que digan que este bombón no es redondo, tienen razón. Hay momentos que hacen pensar que el chocolatero se despistó. Como ese inicio en el que Ramón Barea, en el papel del notario Lebel, habla al patio de butacas como si allí estuvieran sus clientes, cuando estos aparecerán en breve desde el fondo del escenario. O ese fuego que quema el autobús de refugiados, un gif que afea el resto de las estupendas y certeras proyecciones que se usan en esta obra. Y algunas más. Notas discordantes menores para un espectáculo cuya duración reta al equipo a trabajar para mantener la atención y la tensión sin agotar. Lo consiguen.
La historia les ayuda. La de esos hermanos gemelos a los que su madre muerta envía a través del testamento a buscar a su padre y a un hermano que ni sospechaban que tenían. A buscarse y reconstruirse una historia de verdad. No como el simulacro de vida que han tenido en el confortable y domesticado occidente, con sus bodas, natalicios y muertes aburridamente burocratizadas, y al que ella, la madre, había contribuido.
Una búsqueda en la que tirando del hilo llegarán a un país miserable, lo que para el autor de la obra significa un país analfabeto que no sabe leer, escribir, contar y, por tanto, no sabe pensar. En la que todo lo que se pierde, desaparece porque nadie sabe escribir su nombre ni puede dejar testimonio de su existencia. Característica que permite promover el enfrentamiento de hermanos contra hermanos, de hijos contra padres. Miseria suficientemente conocida en España, aunque esta obra no suceda en nuestro país.
Historia que en muchos momentos clava en el escenario los ojos y los oídos de los espectadores, haciéndoles resonar en un silencio que se podría cortar con cuchillo. Como ese en el que una Nuria Espert aparentemente sola (ante la sutil presencia de Álex García, perceptible cuando empieza a gemir), de pie y casi sin moverse, madre anciana y ya muerta, da cuenta de sus razones para haberlos enviados a buscar esa historia, su historia, y completar el puzzle. Hay muchos de estos momentos. Cada actor tiene el suyo con alguno de los múltiples personajes en los que se desdoblan. Momentos que tienen que ver con lo que dicen y cómo ellos específicamente lo dicen.
Se descubre así que la propia vida se construye gracias a múltiples incendios. Incendios que nos queman por dentro, como el odio y el amor, o los que queman y arden a nuestro alrededor. Fuegos que lo reducen todo a cenizas, incluso nuestra capacidad de entendimiento y discernimiento. Incendios que nos asustan y que nos pierden.
Foto de Incendios cedida por Teatro de la Abadía
Wajdi, el autor, parece querer decir que ese debería ser nuestro compromiso. Aprender a leer, a escribir, a contar y, en definitiva, a pensar en un mundo que arde. En un mundo que se quema todos los días. Formarse para poner el nombre adecuado en las lápidas que vamos dejando en vida. Nombres propios que nos reúnen al individualizarnos, al hacer saber a los demás y a nosotros mismos quiénes somos y de dónde somos.
Así, al juntarnos, sabemos que todo va ir mejor. Porque, haya pasado lo que haya pasado, en el inicio de cualquier historia siempre hubo amor. Un amor que recorre la vida y que, en este caso, sirve para construir una casa común en el teatro en la que protegerse de tanto fuego, de tanto incendio, que se propaga y que va dejando montones cenizas y de olvido en el camino.