No ver, no oír, no hablar, y comprar

No ver, no oír, no hablar, y comprar

Solo en Bangladesh un cuarto de millón de mujeres, muchas de ellas solas, trabaja para acallar su hambre y la de sus hijos. A nosotros, bienvivientes en el Occidente cristiano, democrático, libre y solidario, Fatema y todas las demás nos importan, de hecho, un carajo.

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Imagen de una fábrica en Savar, Bangladesh/REUTERS

Hace pocas semanas aparecía en los medios de comunicación la noticia de que algunas cadenas de ropa libraban una "guerra en el segmento de los precios más bajos" o -en plan aún más fino- en la comercialización de prendas "en el segmento low cost más agresivo" o -ya de modo primoroso- "a precios más asequibles para seducir al target más joven". Seguramente, algunas personas asociarían de inmediato la noticia a otras informaciones, menos distinguidas, acerca de las sobreexplotación y las condiciones de trabajo infrahumanas de millones de trabajadores (principalmente, trabajadoras) en los países productores (India, China y Bangladesh, a la cabeza). En previsión de los izquierdosos aguafiestas de siempre, las cadenas de ropa empleaban eufemismos tales como "dirigir la mirada al público más joven" o "ganar cuota de mercado entre los adolescentes". Un acto de altruismo, en fin, para nuestras desvalidas generaciones jóvenes de nuestro Occidente cristiano, democrático, libre y solidario.

Por aquellas mismas fechas leía en un libro más que recomendable un capítulo dedicado a Bangladesh, por lo que la mencionada noticia de la línea low cost para gente joven, una vez lanzada la línea fast fashion para gente de posibles, hizo especial mella en mi maltrecha sensibilidad. Me limito a presentar a Fatema, una chica joven de Bangladesh, casada a los 13, lo cual inicialmente hasta le supuso un cierto alivio pues la pusieron a trabajar ya a los 7 en una fábrica textil.

Cuando se cuela la palabra fábrica en nuestro cerebro, inmediatamente nos imaginamos una factoría similar a las existentes en nuestro mundo, pero el taller de Fatema "está en el quinto piso de un edificio de ocho donde cada piso es una pequeña fábrica con un centenar de obreras que trabajan amontonadas en sus máquinas, sin ventilación, con escaleras angostas y oscuras (...) Como la luz se corta todo el tiempo, las terrazas están llenas de generadores que agregan peso que esas estructuras apenas soportan -o no soportan. Los incendios, los derrumbes son frecuentes. En los últimos cinco años, más de mil obreros murieron calcinados".

Somos ciudadanos, pero sobre todo, somos consumidores responsables, no tanto por comprar con responsabilidad, sino por comprar sin preguntar ni rechistar.

El directivo de una de estas empresas de manufactura textil, haciendo frente a la creciente lluvia de críticas, afirmaba que una obrera bangladesí cobra un salario "digno", equiparable al sueldo de un profesor (61 euros al mes). Aun admitiendo que ello se ajuste a los hechos, lo que no dijo es que, por ejemplo, Fatema (cobra 40 al mes) trabaja trece, catorce horas por día, seis días por semana, o que de cada jean low cost vendido por 60 dólares, a Fatema le quedan entre 25 y 30 centavos, o que si un día no puede ir a trabajar, le descuentan dos, y si llega tarde, tiene que trabajar, pero no le pagan la jornada. Los cómplices son (somos) infinitos: ""Dicen que en Bangladesh, uno de cada cinco diputados nacionales es empresario textil, y los que no lo son, invierten en la industria o cobran sus sobornos: que nadie tiene el menor interés en cambiar nada".

Solo en Bangladesh un cuarto de millón de mujeres, muchas de ellas solas, trabaja para acallar su hambre y la de sus hijos. A nosotros, bienvivientes en el Occidente cristiano, democrático, libre y solidario, Fatema y todas las demás nos importan, de hecho, un carajo. Tan poco como que las empresas vampiras afirmen que se limitan a optimizar costes con una política de compras centrada en economías emergentes. Eufemismos. Ropa barata. Negocio. Renovación de ajuar (¡uf, tenía prendas que se me caían a jirones!). No mirar. No escuchar. No abrir la boca.

Somos ciudadanos, pero sobre todo, somos consumidores responsables, no tanto por comprar con responsabilidad, sino por comprar sin preguntar ni rechistar. El sistema lo exige, el orden mundial lo necesita. En nuestra cercanía miles de inmigrantes tiran de las sillas de ruedas de nuestros ancianos inválidos de las que no queremos tirar. En la lejanía, globalizada millones de trabajadores producen mercancías baratas que otros millones consumen y que nunca jamás estarían dispuestos a trabajar por los salarios que muchos millones ganan para literalmente poder comer y sobrevivir.

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