Cómo decirle al dueño de un perro que el adiós a su mascota ha llegado

Cómo decirle al dueño de un perro que el adiós a su mascota ha llegado

De repente te encuentras huérfano de sintaxis cuando en la consulta está ese perro que ya debe unos cuantos años a la vida, seguramente uno sea responsable de haber arañado los dos últimos con todo lo que la farmacología y la economía de su propietario le permitía. Pero llega el epílogo, y su dueño no quiere darse cuenta.

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Foto: ISTOCK

Que la comunicación es la piedra angular de todas las facetas de la vida, es obvio hasta para el ser humano más inadaptado. Quien aprende a comunicarse no solo sobrevive, sino que encuentra muy a menudo el éxito (allá cada cual con su propia definición de una vida exitosa). ¿De qué sirve una mente brillante si no es capaz de transmitir?

No es algo sobre lo que reflexiones una tarde cualquiera mientras aparcas el coche, o en la ducha. En realidad, tampoco te había parecido realmente importante hasta ahora, cuando te encuentras tratando de expresarte de la manera más adecuada, y no das con ella. Ni con una que se le parezca.

Te convences de que deberían obligar a cursar alguna asignatura que mezcle Psicología y Periodismo durante todos los años de cualquier carrera. Comprender las motivaciones ajenas (en el caso de que existan) y ser capaz de exponer un hecho relevante, de manera que la información sea correctamente captada y procesada por el interlocutor. Ojalá la hubiesen creado en la década de los 60. Tal vez ahora mismo pudiese afirmar que entiendo qué son las derivadas e integrales si mis profesores de Matemáticas hubiesen tenido que aprobar ese híbrido.

Pero entonces, te planteas que tal vez, en ese diálogo imaginado, lo que estaba apagado era el receptor (o sea, uno mismo), y por mucho que se esforzase el emisor (ya fuese un profesor, o el fontanero que te repite mil veces que no tires los posos de café al fregadero...), nunca iba a acceder a un aparato en modo off.

Y te encuentras huérfano de sintaxis cuando en la consulta está ese perro que ya debe unos cuantos años a la vida, seguramente uno sea responsable de haber arañado los dos últimos con todo lo que la farmacología y la economía de su propietario le permitía. Pero llega el epílogo, y su dueño no quiere leerlo.

Buscas adaptarte como un camaleón para poder aclarar de la manera más suave que no habrá ningún otro episodio más, y que el más fiel de los compañeros posibles no volverá a casa.

Casi nunca aciertas. Exceso de sutileza, falta de tacto, mareos de perdiz y paseos por los Cerros de Úbeda, eso te comentarán los receptores que estén dispuestos a interactuar, cuando abordas el tabú de la inminente muerte de su animal de única compañía, en muchas ocasiones.

Incomodidad no es la palabra exacta para definir la situación, es angustia. La empatía, que has comprobado que se va como las capas de pintura barata con el tiempo, expuestas a la intemperie, regresa en bandada después de haber estado dispersa durante todo un lustro.

A pesar del paso y peso de los años, el corazón se sigue acelerando mientras rebuscas las palabras que no suenen a plagio de manual de autoayuda: "Has hecho todo lo que has podido por él", "No llores, ha tenido mejor vida que muchos humanos"...

La imprevisibilidad de tu especie no deja de asombrarte, y el tema se puede desdramatizar súbitamente (en realidad, ya se lo esperaban... y tú no habías notado nada), o se puede ignorar sin más. Habían pensado que era buena idea cortarle el pelo para la primavera, y se interesan por los horarios de la peluquera canina mientras acarician con aire distraído el lomo de su perro.

Cuando dejas de autoflagelarte, comprendes que la causa de la mayor parte de tus desgracias laborales es una mala o ausente comunicación..

Estamos en punto muerto (bendito término en este contexto), porque acabas de oírte comentar que solo hay servicio de peluquería los lunes y jueves, así que tendrían que esperar un poco, porque son las dos de la madrugada, y es sábado.

Vuelves al escenario una y otra vez y repasas el guión: en algún sitio tiene que haber una errata, un párrafo que no se leyó, porque si bien comprendes la situación a base de vivirla más a menudo de lo que quisieras, te parece surrealista que alguien no acepte la realidad que vive. O muere.

Por defecto de nacimiento o crecimiento, nos echamos la culpa al principio. No has sabido explicarte, no has dejado claro (pero sin esa vena bruta que te sale a veces) que no va a haber un mañana para "Toby", por ejemplo. En algún momento perdiste el hilo y les diste falsas esperanzas, no fuiste tajante, o a saber qué pasó con esa idea que pretendías verbalizar mientras flotaba entre emisor y receptor, porque es evidente que el resultado ha sido desastroso.

Cuando dejas de autoflagelarte, comprendes que la causa de la mayor parte de tus desgracias laborales es una mala o ausente comunicación. Queda una pequeña parte de culpa que se reparte entre el azar, los caprichos de la biología, y los fallos atribuíbles a tu condición de mortal. Te propones mejorar este punto. O adquirirlo, según el caso.

Comienzas tu propósito haciendo interminables informes que acompañas a cada diagnóstico, junto con una petición expresa: devolver copia firmada, declarando así haber recibido la información oportuna... y haber comprendido el texto.

Te crees a salvo de malentendidos. Pero como si fueses un reputado literato, cada uno dará un significado diferente a tu escrito, y contará su versión, convirtiéndose en tus improvisados críticos: " Yo creí que con esto te referías a...", como si estuviesen debatiendo su punto de vista sobre algún pasaje de El Quijote.

El día más inesperado, la bombilla se enciende y ves la luz. Deberías apagarla, tal y como está el precio de la electricidad, pero necesitas reflexionar sobre aquello unos minutos. De todas formas, la factura ya es imposible de asumir desde mediados de mes, y alumbra tu teoría, algo gris hasta entonces: los dueños de los animales que atiendes (y los que no tienen animales y el vecino del quinto y todo quisque, para terminar antes) reciben de una forma adecuada el mensaje. Pero una vez en el receptor, lejos de permanecer inalterado, se adorna, se disfraza, se borra o se guarda en archivos, según las necesidades emocionales de cada individuo en ese instante.

Las personas entrenadas podrán recuperarlo más adelante. Pero quienes no han ejercitado el noble arte de la comunicación serán incapaces de recuperarlo de la papelera.

¿Cómo es que le has dado ahora al interruptor si llevas una década de profesión a oscuras en este tema? Bueno, y en muchos otros.

Ah, sí. Estás en el hospital (esta vez, de humanos), con algún pariente muy cercano ingresado y acaba de pasar el cardiólogo. Infarto de miocardio agudo con pronóstico reservado. RECIBIDO Y COMPRENDIDO.

¿Dónde se puede aparcar el coche por aquí cerca, fuera del parking privado? Llevas allí solo tres horas, van ya no sé cuántos euros, y anunciaban que la primera media hora era gratis. Y esto tiene pinta de ir para largo si sale de la UCI...