Diario de un naúfrago ibérico en las costas panameñas
Huele a siglos de historia en el barrio de San Felipe, donde las obras de mi casa van despacio, como todo aquí, donde el tiempo se escapa de la esfera del reloj y se transforma en pausa, en calma, y se recuesta encima de un montón de cocos a sorber café, despacio. Muy despacio.
Casco Viejo de Panamá. Foto: AM.
Canción recomendada: Prohibido olvidar, Rubén Blades.
Ceviche y patacón, Roberto Durán paseándose en el último diablo rojo camino del casco viejo, el contraste del negro y el rico, el skyline y el barrio del Chorrillo, donde aun huele a la pólvora que sembró el gringo, el mar negro y pestilente de la capital, una ciudad que se ahoga a la hora del tranque (el atasco) porque el tráfico es insoportable, unas balboas frescas en la playa de Veracruz y el sastre de Panamá, que sigue intrigando desde su casa de la Vía España, vistiendo a unos y a otros.
Llevo aquí un mes y he visto arder la basura en los cerros de la ciudad y he visto peces en los mercados que llevan en los ojos la fuerza de los pescadores que los atrapan. Guavinas, dorados, pargos, sierras. Y esos ñampís, ñames, yucas, camotes, tiquisques, perlas de la tierra americana cocinadas desde siempre, desde antes de la invasión del español.
Huele a siglos de historia en el barrio de San Felipe, donde las obras de mi casa van despacio, como todo aquí, donde el tiempo se escapa de la esfera del reloj y se transforma en pausa, en calma, y se recuesta encima de un montón de cocos a sorber café, despacio. Muy despacio.
La ciudad está en construcción y crece y crece. El viejo pirata Morgan no consiguió su propósito de destruirla, aunque sus cañones vomitaran fuego sobre ella, y Panamá City está en ebullición desde entonces. Y crece, crece hacia arriba y a veces da la sensación de transformarse en Nueva York o Singapur, y los barrios populares se esconden a la sombra de la torre Trump, y el currante se levanta a las cinco de la mañana para coger el autobús, si es que llega el autobús, porque desde que los viejos diablos rojos están condenados a vivir para siempre en el infierno del olvido el caos del transporte amenaza cada día con soliviantar la tranquila existencia de las gentes humildes de este lugar. Taxistas bucaneros con los que regatear el trayecto es necesario, (¡gracias Héctor Iván, por transportarnos!), el indio kuna que trabaja duro y bien, el chino que llegó a construir un canal y lleva aquí más de 150 años ya, el judío que trajo su pan kosher y sus dineros, los negros de las Antillas, que son fuertes como robles, Noriega en una cárcel de lujo que se llama El Renacer (¡qué paradoja!) y Rubén Blades, que aquí no se llama Rubén Blades, sino Rubén Bleids. Venezolanos que escapan de la República Bolivariana, españoles refugiados que ya no quieren, como yo, oír nada del Viejo Mundo, tan en quiebra. Mujeres de caderas grandes y pechos abundantes, neumáticas como diría Huxley, remedos de la Venus de Willendorf en este Nuevo Mundo, que está más nuevo que nunca.
Esto es Panamá, donde todo está por hacer. Acabo de llegar. Y creo que me quedo.
Aquí os dejo una versión muy particular de una gran receta caribeña.
Sed curiosos.
Besos y sus cosas
Andrés Madrigal