Lewis Carroll y Alicia Liddell resucitan en un psiquiátrico de Nueva York
Nos convertimos en espectadores de la tensión sexual entre Lewis Carroll y Alicia Liddell, hija de una familia de aristócratas británicos, musa del matemático y fotógrafo. Vivimos la intensidad de ese amor prohibido y morboso, que fue real y grave a finales del siglo XIX, que surgió cuando él tenía 24 años y ella sólo 4.
La escena teatral neoyorkina ha cambiado de formato. Los musicales y clásicos han dejado de estar de moda; ahora es lo experimental lo que brilla (y con qué fuerza), a través de lo que se denomina el teatro inmersivo: un concepto que suma interacción con intertextualidad, performance con danza e instalaciones. En él es tan importante el contenido como el espacio onírico que se crea y al que se nos invita a entrar como a un nuevo mundo a explorar.
Then she fell (Después ella cayó) es una inquietante propuesta teatral de la compañía estadounidense Third Rail Projects, tras diez años de trayectoria. La obra no deja indiferente; se desarrolla de noche en un hospital psiquiátrico abandonado de Greenpoint (Brooklyn). Allí nos recibe una enfermera que nos hace entrega de unas llaves oxidadas para que podamos abrir e inspeccionar el contentido de las distintas cajas que encontraremos en las habitaciones del hospital. La música nos introduce en una atmósfera intrigante. La señora en cuestión nos invita a sentarnos y nos ofrece un extraño licor que degustamos mientras podemos ojear la reprodución de antiguos informes médicos de pacientes.
El decorado del hospital es en sí, arte. Jaulas, baúles llenos de plumas, cartas, postales. Muchos espejos. Agua. La obra nos conduce a través de distintos episodios de la que fue en su día una relación polémica. Nos convertimos en espectadores de la tensión sexual entre Lewis Carroll y Alicia Liddell, hija de una familia de aristócratas británicos, musa del matemático y fotógrafo, inspiración de las obras Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo que catapultaron a Carroll a su reconocimiento como escritor. Vivimos la intensidad de ese amor prohibido y morboso, que fue real y grave a finales del siglo XIX, que surgió cuando él tenía 24 años y ella sólo 4 años de edad y que acabó con la ruptura de la relación entre el escritor y la familia de la niña, que fue enviada de viaje por Europa, opción recurrente entre quienes podían permitírselo.
El aforo de la obra es reducido, son pocos los afortunados (no más de quince personas por día). Aunque se da cierta autonomía al público, son los actores los que conducen a los presentes por recorridos separados; a veces se está acompañado de cuatro, dos personas. Otras, se está solo y uno interacciona con los personajes convirtiéndose también en ficción o volviéndolos a ellos reales. El espectador es obligado a participar activamente en la obra; desde tener que elegir un sombrero disparatado, pasando por ser uno más en la deliciosa celebración del no cumpleaños y beber té con el sombrerero loco, hasta tener que escribir a tinta una carta para Alicia Liddell dictada por el propio Lewis Carroll. También se le susurran cuentos, ponen uvas o chocolate en su boca o se le suministran pastillas acorde con el mal de cada cual (el mío, la nostalgia).
Se entra como voyeur en ese espacio soñado a la vez que se sale de uno mismo. Dos horas de inmersión. La interpretación del reparto es tan creíble que uno no quiere despertar de ese viaje sensorial, desordenado y azaroso, propio de la alegre confusión infantil. Este es el teatro del futuro.
La sociedad contemporánea se inclina cada vez de una forma más acusada no sólo a los géneros híbridos, sino también a la interacción y a la ruptura de orden y tiempos, es algo que todo creador ha de tener en cuenta. El nuevo teatro da al espectador el protagonismo que éste quiere tener; es una representación individualizada, donde el público se siente no sólo voyeur sino participante de la obra. Un inciso para señalar que esto ya sucede en el arte. La última instalación de Yayoi Kusama Fireflies on the water está hecha para ser contemplada durante cinco minutos por sólo una persona.
El germen lo dejó la compañía británica Punchdrunk, que tuvo un éxito arrollador de crítica y público representando Macbeth de una forma nunca antes contada a través de la obra Sleep no more. Allí, los espectadores, con el rostro cubierto con máscaras venecianas, pasean en silencio y libremente, creando su propio itinerario, por cien habitaciones del Hotel McKittrick (concebido en Chelsea para la ocasión) asistiendo en cada una de ellas a una escenificación de la obra teatral. Tras su paso por Londres, la obra iba a representarse en Nueva York solamente durante seis semanas pero un año y medio después sigue en cartel y con el aforo completo en Navidad.
Descubierto ya el camino, surgieron inmediatamente otras propuestas. Desde este mes de noviembre la misma compañía presentó su Carnival de Corbeaux a tiempo de Halloween, una producción experimental en la que se paga en torno a 100 dólares por asistir a una fiesta que se desarrolla en distintas plantas, en cada una de las cuales hay diferentes conciertos y barra libre de bebida; allí los actores vestidos principalmente de burlesque ríen, conversan y se divierten. Como espectador (se ha de asistir vestido de negro) uno bebe, escucha y observa, pero si no se va en debida compañía o no se tiene la sensibilidad Proustiana, es frecuente sentirse marginado, como un intruso en la celebración.
Vivimos una época de explosión narrativa, una ruptura de moldes por fin celebrada unánimemente por un público sediento de emociones. Es hora de crear sin limitación y de dejarse llevar sin condiciones.
Fotografías tomadas por Ana Vidal Egea durante la representación.