El experimento latinoamericano: ¿Por qué utopías regresivas en vez de utopías de progreso?
Venezuela sigue estando en el presente al borde del precipicio, pues la revolución social, en realidad, se encuentra mucho más lejos de lo que hubiera cabido esperar. El sueño de la República es lo que está en juego, como les ocurre a otros países vecinos como Colombia, Paraguay o Ecuador.
El espectáculo de la marcha fúnebre del difunto presidente venezolano Hugo Chávez en su camino al cuartel de la montaña, al que pudimos asistir como espectadores por televisión e Internet, con aquellos miles de civiles y militares despidiéndole con fervor desde las calzadas mientras los perros callejeros de Caracas iban abriendo el paso a los vehículos acorazados y al mosaico de banderas nacionales, ha podido ser percibido desde Madrid, París, Londres, Roma o Berlín, con una cierta sensación de confusión, propia de un colonizador que observa a una parte del mundo aún por debajo del estándar de modernización de la tradición europea. Y a la vez, con el asombro del Imperio que no reconoce ni a sus descendientes ni asume la responsabilidad de entenderles de igual a igual. Y es que "ya no tengo virtud que perder. Así como un puchero que se enfría despide calor, así a lo largo de nuestra juventud y adolescencia despedimos calorías de virtud".
Es probable que Europa haya perdido toda porción de ingenuidad fruto de los despiadados siglos de la modernidad, y tal y como alertaba Scott Fitzgerald, un hombre descarriado suele atraer a la gente, y dispuestos a su alrededor, todos se calientan literalmente con las calorías de virtud que despide. Es por esta razón que me pregunto ¿de dónde procede la miopía que nos impide asimilar la variedad y la lógica del texto cultural, pleno de energía, que se alzaba ese día ante nosotros, los sabios europeístas? Y ¿cuáles pueden ser las lecciones que podemos aprender de fenómenos sociales de esta naturaleza?
Una de las principales fuerzas de composición del imaginario del continente americano donde se habla el español y el portugués ha nacido de la confrontación entre querer alcanzar la libertad para ser como el resto de Occidente, y la libertad para alcanzar la independencia de un pensamiento propio, autónomo, que en última instancia debía permitir ejercer el autogobierno con ideas nuevas, por consiguiente, no heredadas ni adaptadas del viejo continente.
El chileno Francisco Bilbao, uno de los filósofos y políticos latinoamericanos más sugerentes del siglo XIX, se preocupó intensamente por mentalizar a la sociedad americana al sur de California de la urgencia de ser capaces de pensar con libertad, para así poder juzgar tanto lo que quisieran creer como lo que se les decía que debían creer, librándose de ejecutar actos sin tener la conciencia de ser verdaderos.
En la simplicidad de este trasfondo se refleja una buena parte de la batalla fundamental de la historia moderna de Latinoamérica que aún hoy persiste: generar un modelo de sociedad que bien debería caminar como una evolución del patrón colonial adaptado a la agenda geopolítica europea y estadounidense, o bien optar por la aspiración de romper con el patrón para materializar un modelo propio de convivencia y de crecimiento. Y sin duda, el desafío ha estado siempre en cómo llegar al segundo escenario, aunque los desequilibrios y las desigualdades han estado presentes en ambas realidades.
Al recorrer el desarrollo político de los diferentes países de Centroamérica y el Cono Sur desde 1945 hasta la actualidad, el recuento final arroja un marasmo de combinaciones donde han prevalecido las democracias débiles y corruptas, las dictaduras militares con golpes de Estado y represión, los modelos socioeconómicos extractivos y en ocasiones prácticamente feudales, así como modelos socialistas y comunistas, siendo rematados todos ellos por influencias descontroladas procedentes del catolicismo, el neoliberalismo y el marxismo-leninismo.
No obstante, y pese a la heterogeneidad y la convulsión, podemos afirmar que el ideal utópico ha permanecido siempre en el aire y en la tierra como reacción al monopolio, público y privado, y a una pobreza e injusticia social demasiado extendidas para ser sufragadas ni ocultas por las aperturas de sus economías al comercio internacional. Todo lo cual ha provocado que las formas utópicas de las que se partía para resolver los problemas de la sociedad, hayan terminado siempre cayendo en disfuncionalidades, perseguidas, calumniadas e inducidas al error para, en general, ser categorizadas como reincidentemente regresivas.
Desde mi perspectiva, una de las claves para entender cómo se genera la percepción de la sospecha en cada intento de autonomía intelectual, y después política y económica, orquestada desde alguna esquina de la América indohispana, tiene su origen en cuestiones puramente raciales y coloniales que son las que, a su vez, explican el impedimento cultural que sufre el ciudadano europeo para entender con solvencia la identidad de América Latina, lo que le ha llevado a percibir con desconfianza cualquiera de los proyectos transformadores que allí han proliferado de manera sincopada. La solidaridad entre países como México, Perú, Bolivia, Ecuador o Guatemala, surge de la destrucción perpetrada por la conquista española, y del modo en que fueron extinguidas las formaciones sociales autóctonas y las culturales indígenas a cambio de implantar un patrón político y moral de homogeneización. El resultado histórico de toda aquella creatividad y estandarización ha sido que la producción intelectual latinoamericana moderna ha estado extremadamente condicionada por motivos y elementos del pensamiento europeo.
Como apuntó el peruano Jose Carlos Mariátegui en 1924, no existe un modo de pensamiento propiamente hispanoamericano. Por el contrario, sí que existe un modo de pensamiento francés y uno alemán, en lo que se refiere a la esfera científica y artística, mientras que el otro modo de pensamiento continental, el inglés, se circunscribe, en su capacidad de influencia, a los contornos de la esfera de la política económica. A saber dónde quedó el modo de pensamiento español. En tales límites, las posibilidades reales que han tenido para innovar los criollos han sido más bien reducidas. De lo que se deduce que la aspiración del iberoamericanismo ha venido realizándose en un constante estadio de elaboración, en transito, y en definitiva, forjándose en un territorio fronterizo de culturas y tradiciones, como ha venido señalando en las últimas décadas el profesor argentino Walter D. Mignolo.
Ahí radica la primera confrontación cultural de calado que ha determinado el ritmo en el desarrollo social y político de estos países: de un lado, la noción del movimiento panamericano, fundado en la encomienda de compartir intereses económicos y comerciales, e inspirado por la doctrina Monroe de origen estadounidense. Y del otro lado, el movimiento iberoamericano, que debía fundarse en sensibilidades intelectuales capaces de recuperar la tradición indígena y sacudirse el complejo imperial heredado. Este segundo movimiento, con aspiración de alcanzar una verdadera autonomía cultural, debía ser capaz de generar las condiciones reales para construir un sistema político y económico que pudiera acoger no únicamente a un tipo de sociedad socialista ideal, sino también a un capitalismo e industrialismo clásicos, equilibrados, y al servicio de los intereses verdaderos de todos los ciudadanos de las Américas, y no al servicio de los colonizadores históricos y menos aún al servicio del nuevo imperialismo estadounidense.
Portada e idea de El Evangelio Americano de Francisco Bilbao. Foto: AGP.
Durante la Guerra Fría, el iberoamericanismo quedó sesgado, relegado a una trinchera establecida para, bien combatir el colonialismo interno, aquellos criollos que gestionaban los medios de producción, los recursos y la gestión de las instituciones reproduciendo el modelo extractivo colonizador, bien en el otro extremo, agarrando la opción histórica de la liberación. El anhelo de la emancipación consistía en alcanzar la mente indohispana, un modo de pensamiento localista y a la vez universal que guiará hacia una sociedad emancipada, donde cada ciudadano pudiera comunicarse y llegar al consenso mediante un dialogo no autoritario.
Al otro lado del Atlántico, y especialmente durante la primera mitad del siglo XX, fueron varios los proyectos que se esforzaron por analizar y cuidar la evolución de la mente europea. ¿A qué me refiero? Desde los enunciados de Schelling, pasando por las críticas de Horkheimer y Husserl, y algo más tarde por la revisión de Habermas, hubo una construcción teórica alrededor de si era posible una cultura científica única cuyo origen y evolución radicara exclusivamente en la formación de la tradición europea, aunque el objetivo final era demostrar si podía existir un conocimiento puro de las cosas, liberado de los intereses humanos, o si ambos, conocimientos e intereses resultan elementos inseparables. Así, para Habermas, tal independencia terminó por ser imposible; pero lo que me interesa destacar aquí es el proyecto pensado por Husserl, en cuento a la necesidad de cultivar una comunidad científica capaz de llevar un modo de vida reflexivo e ilustrado para mantener a flote un estilo de pensamiento como signo del poder de una sociedad.
La transferencia de esta visión sobre una comunidad de las ideas para Latinoamérica, ha sido durante la segunda mitad el siglo XX una constante sobre la que habría que reflexionar para entender el modo en que se han venido desarrollando los movimientos de liberación, ya sea lo ocurrido en el Chile de Allende, más tarde en México con la guerrilla zapatista, o más recientemente en la Venezuela de Chávez, dado que han sido movimientos que, en el fondo, fueron determinados, a su pesar, por la mente europea y la relación que establecían entre la idea de justicia social y el proceso de descolonización. De ahí que la utopía del socialismo haya estado siempre vigente como objetico político, aunque su puesta en práctica haya desbarrancado fuera de los contornos de la tradición ortodoxa europeísta.
Ese desbordamiento fue entendido perfectamente por el pensador argentino José Aricó, cuando en 1980 presentó un minucioso estudio para explicar por qué Marx y América Latina no habían terminado de congeniar, identificando como una de las razones principales para ese desencuentro el excesivo eurocentrismo del pensador alemán. Aricó, además, señalaba como causa de la deficiencia de Marx, el hecho de que su maestro, Hegel, nunca concedió importancia a las Américas en sus lecciones de Historia Universal y al final, tanto en los escritos de Marx como en los de Engels, la percepción que tenían los dos sobre el Nuevo Continente quedó reducida a ser un reflejo subalterno de Europa, por ende, carente de un núcleo cultural interno que merecería tenerse en cuenta por su capacidad para producir nuevas ideas; si acaso le observaron como una "cancha" para experimentar con algunas de ellas (una inclinación que paradójicamente han compartido tiempo después, aunque con fines radicalmente opuestos, con los inductores de la doctrina del shock). En cierto modo, América sólo existía en Europa. Y por ello, el socialismo marxista no estaba preparado para asimilar las excepcionalidades latinoamericanas si antes no era readaptado.
Esta peculiaridad, una América subalterna de Europa, se convierte, a mi juicio, en un dato definitivo para explicar la percepción de la sospecha. Es decir, América Latina ha sido y todavía es un campo de estudio, puesto que no ha logrado establecerse como un centro geopolítico de producción de conocimiento donde se construyan y se difundan nuevas teorías y alternativas capacitadas, incluso, para alterar el modo de pensamiento europeo, francés o alemán. Y no cabe duda que hasta el momento presente, la capacidad de influencia de la lengua española y portuguesa en el sistema-mundo contemporáneo es limitada, lo que provoca que la producción de conocimiento iberoamericano no termine de revalorizarse a escala mundial al mismo ritmo que otras fuentes de poder, razón por la que las universidades donde se enseña en estas lenguas nativas no poseen, a priori, la proyección internacional de aquellas que sí codifican su producción en inglés, alemán o francés.
Como se puede observar en la actualidad, tampoco existe una correlación dependiente de la prosperidad económica para lograr de manera automática tal revalorización del capital intelectual de todas estas naciones, como demuestran los buenos ciclos de crecimiento económico que viven Brasil o México, y sus respectivas carencias de liderazgo y ambición cultural para transformar en una ventaja histórica tanto la crisis que asola Europa como el declive estadounidense.
Max Weber es otro referente que puede servirnos para demostrar las circunstancias que combustionan la odisea por la identidad latinoamericana. Recuerdo como en su estudio sobre la ética protestante presumía de la superioridad europea en todas las artes y las ciencias frente a otros territorios como Asia, África y Oriente Medio.
En cierto modo, un ruso, un alemán, un húngaro, un polaco o un italiano parecen, cuando visten su rostro ilustrado, estar gritando algo así: "Como europeo, estoy especialmente orgulloso de los avances de los que Europa es responsable, ya sea el proyecto de la ciencia moderna ya sea el ideal de democracia, concebidos en los siglos XVII y XVIII". De lo que se puede elucidar sin mucho esfuerzo que la ciencia o la democracia no son un logro humano sino europeo y, por consiguiente, el americano, el indígena y el criollo, quedan fuera del discurso oficial de la evolución, la innovación y el descubrimiento, hasta el punto en el que ellos mismos terminan por reconocerse en el borde de la periferia.
Hasta aquí, he explicado la confrontación en que vive el ideal iberoamericano en su proyecto de emancipación del pensamiento colonial. Ahora, faltaría indagar en el otro pilar que constituye la opción por la liberación, es decir, la relación con el oprimido.
Utilizando el prisma del educador y filósofo brasileño Paulo Freire, la clave para liberar al oprimido ha radicado, como proyecto político, en alfabetizarlo como primera prioridad. La acción de liberar a los pobres se ha concebido como un proceso para romper su yugo de la opresión social y económica pero también intelectual. Descolonizarlos, al menos en parte, del pensamiento europeo, puesto que éste no siempre ha sido ideal ni lo más adecuado para obtener autoconciencia y autoestima, teniendo en cuanta que, además, el colonialismo les ha obligado al ejercicio de la amnesia sobre su pasado histórico anterior a 1492.
En todos los procesos de liberación acaecidos se reconoce un compromiso con la concienciación para optar por una cultura diversa y multiétnica como dinámica para que todas las personas puedan ser ciudadanos de pleno derecho, pasando a relanzar a las élites criollas para que piensen con el pueblo en vez de pensar sobre el pueblo o por el pueblo.
En esta última proposición se fundamenta buena parte de la doctrina chavista y la de la ola de organismos trasnacionales que desde México a Argentina se han ido estableciendo y consolidando en la última década (Mercosur; la Alianza Bolivariana para los Pueblos de nuestra América -ALBA-; Petrosur; el Banco del Sur y la Zona Monetaria Común -ZMC-; el Consejo de Defensa Suramericano -CDS-; la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños -CELAC-), reinterpretando el iberoamericanismo (pensado para generar una transcultura de unificación) para hacerle más próximo al panamericanismo (pactar un frente común de intereses económicos y comerciales).
En cualquier caso, pensar con y al lado del pueblo es lo que le concedió a Chávez la respuesta popular que describíamos al principio de este artículo. Pensemos que en apenas trece años, la República Bolivariana de Venezuela ha vivido algunos cambios sustancialmente positivos, por ejemplo, el sufragio universal y el derecho a voto fue ampliado a millones de ciudadanos pobres que hasta entonces habían sido excluidos de los procesos electorales. La mortalidad infantil se redujo en un 50%. El analfabetismo fue erradicado. El número de maestros en las escuelas públicas se quintuplico. La sanidad y la educación gratuitas se generalizaron. La construcción de viviendas subvencionadas se amplió. El salario mínimo pasó a ser el más alto de América Latina, y la jornada laboral se fijó en 40 horas.
Sin embargo, ninguna de estas consideraciones puede calificarse de revolución social desde la tradición europea. Y simultáneamente, no puede haber espacio para dudar que la época Chávez ha tenido más elementos de progresividad que de regresividad aun reconociendo que ha dejado también un bagaje de signo negativo, en el sentido que su país se encuentra dividido anímicamente, y que el consenso para permitir que el liderazgo pase de manos en absoluto fue trabajado. Si nos adentrándonos en la cuestión del estancamiento económico que paraliza su modelo productivo, el alto déficit público y la falta de industrialización, aunque no hay muchos países en Occidente que puedan dar lecciones de cómo hacer las cosas ejemplarmente en tales ámbitos, se debe admitir que el gobierno y el sector empresarial venezolanos, pudieron ejecutar un mayor volumen de inversiones estratégicas y gestionar mejor los recursos.
La sombra de la regresividad, entendida como la privatización extractiva de los recursos y como la expropiación retroactiva de medios de producción y servicios, es ahora cuando más amenaza al futuro de Venezuela si la evolución de las políticas económicas no logra ser consensuada de un modo equitativo, y si no se conjuga el objetivo de crecer con el de acabar definitivamente con la pobreza, lo que podría facilitar la consolidación de una clase media cohesionada. Igualmente, es vital el fortalecimiento de las condiciones de seguridad legal y los incentivos necesarios para que las empresas venezolanas, públicas y privadas, puedan modernizarse organizativamente y ser tecnológicamente competitivas, asumiendo la misión de emplear a los miles de jóvenes licenciados universitarios venezolanos que se han capacitado en los últimos años.
En definitiva, Venezuela sigue estando en el presente al borde del precipicio, pues la revolución social, en realidad, se encuentra mucho más lejos de lo que hubiera cabido esperar. El sueño de la República es lo que está en juego, como les ocurre a otros países vecinos como Colombia, Paraguay o Ecuador.
Francisco Bilbao, a partir de la ficción teórica que imaginó, concebía América como la República de la autonomía universal de las inteligencias, donde debía habitar un tipo de individuo integro, cuyas virtudes las oponía al fracaso de Europa: el hombre europeo había perdido su personalidad, dividida al servicio de la máquina y de la utilidad, y su identidad individual se conformaba en base al poder de las riquezas materiales, en consecuencia, separado del poder de las riquezas de la moralidad. Aquel sueño del deber de América para desarrollar y conservar la integridad del ser humano se ha escuchado como un eco muy lejano por la mente europea. Y ese deber, en el siglo XXI, corre el riesgo de perder su hilo de significado dada la persecución que la prosa utópica sufre desde la irracionalidad y la incultura de quién no conoce lo que significa.
Hay muchos que reniegan de cualquier iniciativa utópica y si surge algún vestigio, enseguida se apresuran a clavar sobre su piel la etiqueta de maldita argumentando, por ejemplo, la tesis de Popper de ser intrínsecamente una potencial amenaza para la democracia liberal y para el humanismo esencial del hombre. Y quizás tengan algo de razón porque a menudo ha ocurrido que quienes crean la ficción no son los que la llevan a la práctica, y en esa distancia se suele cometer el pecado.
Considero que el modo de la utopía moderna debe ser identificado y distinguido de otras formas de sociedad ideal, por esta razón quiero definirla aquí comola búsqueda y consecución de los medios legales, institucionales, tecnológicos y educativos para producir una sociedad en armonía, donde el hombre se debe hacer conforme a la ley y no al revés. Una vez que Europa y su producción de ficción no ha hecho sino generar, una y otra vez, relatos anti-utópicos que presentaban modelos criminales administrados por dementes o personas sin moral; así ocurría en 1984, Un Mundo Feliz o Nosotros; y se ha confundido a la opinión pública occidental para que crea que el experimento soviético totalitario tiene su origen en planteamientos puramente utopistas. Al final, lo que se ha logrado es asentar una sensibilidad colectiva a favor del anti-utopismo en todas las esferas sociales, culturales y políticas, lo que desde mi punto de vista es un rasgo profundamente anti-social de nuestros tiempos.
La lucha por un modo de pensamiento latinoamericano donde el modo de la utopía moderna, por lo tanto, una utopía de progreso, pueda tener su espacio para expandirse, conforma una esperanza para rescatar el declive moral de Europa. Si América va a la libertad, el mundo va a la libertad. La diferencia entre el proyecto de la Republica de las Inteligencias Latinoamericanas y la Europa que vivimos actualmente, aterrizada dicha diferencia a la coyuntura de la vida real, quizás la exprese la consiguiente respuesta a una pregunta simple: "¿Quieres tener mucho dinero? No, sólo quiero no ser pobre".