Patria literatura
No tengo más geografía que los Montes de Toledo por los que pateé mi infancia.
Añadan, si quieren, la ciudad de Madrid, a la que tanto he fatigado sin cansarme nunca de ella, y el óvalo imparable del hipódromo.
Y unos cuantos nombres que recito como hacen los escolares con las provincias: Borges, Quevedo, Conrad, Rulfo, Octavio Paz, Gamoneda, Vallejo, García Márquez, Miguel Hernández, José Hierro...
No quiero más patrias.
Ahora que cualquiera enarbola con furia una bandera como si le fuera la vida en ello —y puede que, tristemente, no conozca otra vida más allá de la que le insufla una tela al viento—, ahora que los que debieran dedicarse a la gestión de lo público se enzarzan en discusiones vacías acerca de quién es patriota y quién no, reclamo mi propia bandera y mi propio territorio, ajeno a la convención que nos obliga a aceptar una identidad por motivos espurios.
Al fin y al cabo, la patria no deja de ser una amalgama abstracta de convencionalismos heredados que hay que sujetar con la soga de esparto de la ley para que no se resquebraje como los matrimonios de conveniencia.
Puestos a ser drásticos, y por más que los lazos sean de sangre en este caso, tampoco la familia —ese nido de alacranes, a decir de Paz— le va a la zaga.
De los pilares que sustentaron el Imperio, también el municipio y el sindicato cayeron hace mucho por culpa de la polilla.
Aprovecho la ocasión para agradecer al político metido a vate que extrajo su idea de patria de un "poema" rancio en el que, entre otras lindezas, se afirma que España es "el limpio orgullo de la historia de la raza" y "ese padrenuestro que rezas por las mañanas".
A mí, gitano convicto y descreído a tiempo completo, me encanta saber que, según el tal, soy vietnamita —y en breve, habitante de los sueños, "esa borrosa patria de los muertos"—.
Ni siquiera las pesadillas me incomodan desde que supe que en la lengua de Shakespeare tan solo son "yeguas de la noche" (nightmares).
Mintiéndose, las madres de mi aldea nos tranquilizaban de niños, cuando la radio (solo había una) nos acercaba crímenes, catástrofes, guerras... restándole importancia e incidiendo en que las tragedias sucedían en lugares muy, muy lejanos. Los escuálidos cerros y las tupidas jaras bastaban para contener el miedo.
El incendio del tiempo arrasó las puertas del campo; su crepitar opacó las nanas y la mantilla surrealista y blanda con que nos arroparon.
Mucho antes de que el mundo se divisara desde el Aleph de Internet, ya era imposible negar la inmediatez y la proximidad de cualquier suceso.
Los atentados en las plazas europeas, las pateras que naufragan en el Mediterráneo y en nuestro egoísmo, los países humillados por los lacayos de la banca... todos están al otro lado del cristal al que nos asomamos, como niños asustados, esperando no verlos.
No hay dolor que no llegue a sentir. Por fortuna, tampoco pasión, ni belleza, ni placer que no me susurre desde cualquier rincón de la Tierra, hasta tal punto que lo mestizo se ha imbricado en mi memoria y en mi presente.
Hago mía la historia de cualquiera de los grandes jockeys apátridas, sin más paisaje que la grupa en que se columpian ni otro himno que el tambor de los cascos.
Alterno un perfumado torrontés salteño con un godello melancólico; una chacarera de la Gorda Mercedes con un bolero de la flaca Luz.
Borges, siempre Borges, y Cunqueiro, Vallejo y Hierro, ajíes y pimientos de Padrón.
Y me extasío igualmente en el profundo, a ratos doloroso, blanco y negro de Cold War y Roma.
En los puros que incinero mientras leo caben, de la capa a la tripa, diez países; aunque lo que más rememoro en su espiral de humo son las desportilladas manos de las haitianas que, arremangadas, plantaban las hojas desgranando su plegaria de barro.
Y aceptando con Pla que "la cocina de un país es su paisaje metido en la cazuela", hoy el puchero que borbotea en el fogón de Viridiana es la despensa del Universo.
¿Hay algo que objetar a un pisto con nopales en el que se amanceban Dulcinea y Malinche?
Tampoco consigo identificarme con la lengua española que me empeño en maltratar. Si he de sentirme orgulloso por leer a Cervantes, a Gloria Fuertes o a Yuri Herrera en su versión original, debería, en consecuencia, avergonzarme por no poder descifrar sin ayuda los laberintos trazados por Walt Whitman, Baudelaire o Chejov.
Gracias (esta vez en serio) a los traductores que sostienen mi anarquismo.
De todos los lugares en los que me reconozco, ninguno tan amplio, tan vivo y tan profundo como el que se despliega entre la portada y la contraportada de un libro.
Fui sultán y eunuco en la noche sin sueño de Sherezade
Fui Edipo en un ayer del tiempo y llamé al SAMUR con Bruto.
Fui escarnecido en La Mancha y amante en Verona.
Sudé en los fogones del Beagle y me asomé al caldero del Teide con Humboldt.
Monté a pelo con Hudson por la Pampa infinita.
Fui comadrona la noche en que Mary alumbró al Monstruo.
Barajé los naipes trucados de Dostoievski.
Fui paria con Kipling y clochard con Maupassant.
Ensillé los caballos de Tolstoi y Faulkner, manso el del primero
Con London fui perro y esquimal que rasca su última cerilla; con Somerset Maugham, predicador y puta.
Cuando pedí amor, me dieron callos fríos a la moda de Oporto y Pessoa se lo recriminó al camarero.
Ardí de excitación en el París que me contó Néstor Luján y en el Marrakech de Canetti.
Fui acomodador en La Barraca, sin más sueldo ni propinas que la risa de Federico.
Burlé en bolas al incierto toro de la noche que luego Belmonte brindó al unísono a Chaves Nogales y a Pepe Bergamín.
Cerré la navaja de Pascual Duarte, que olía a yegua muerta. Perdí las gafas con el camarero de La Colmena, la virginidad con la Uruguaya y la suela de mis botas en La Alcarria.
Talé árboles con Gabriel Aresti y blasfemé con Gabriel Celaya.
En tiempos de silencio subí al "cadalso encordado" para hacer guantes con Aldecoa, Manolo Alcántara, Cortázar... y besé la lona.
Mortal como el abrazo de las hoces, me despertó la oropéndola del alba con Claudio Rodríguez.
Me estremecí en Comala, me emborraché en Yoknapatawpha, me enamoré en Santa María.
Pedaleé con Cioran por bulevares desiertos.
Con Chirbes, en la Albufera, rebañé un all-i-pebre de anguila, y Umbral compró el pan.
Dormí en la Casa de las Bellas Durmientes y apagué cien velas con Eduardo Zúñiga.
Fatigué mares de arena y meridianos de sangre con Mc Carthy
Ningún poema ni ningún relato me son ajenos. En ellos encuentro al desconocido que me habita, febril y cínico, combatiente y olvidado.
Ese alguien que es yo sin que yo llegue a ser él.
La literatura es la soledad buscada, el hambre insaciable, la belleza, la sordidez.
Es la reflexión y es la locura.
La nocturnidad y la alevosía.
En ella están la maldición de la ballena, la memoria de Funes y los ojos asombrados de Tom Sawyer; la risa amarga de Quevedo, padre de los dinamiteros y la saliva dulce de Lolita; el machadiano español que quiere vivir y el vallejiano español de puro bestia.
Ella guarda todo el vino y todos los galopes. En la literatura he muerto y he resucitado tantas veces, día tras día...
Cuando asistía a las sesiones de quimioterapia en la Quirón, en un aséptico pasillo en el que te agredía el ingrato olor de la resignación (aislado por una franja de cristal, que permitía ver las manos de los pacientes, no así el goteo que venía del cielo) la mayoría leíamos en silencio. Alguno escrutaba su tablet.
Un niño de visita vislumbró, desde fuera, las venas de plástico y los ejemplares abiertos y exclamó:
-¡Mira, mamá! ¡Están enchufados a los libros!
Enchufados, sí. ¿Acaso hay mejor terapia contra el cáncer del tedio y la desesperación?
Así que tengo el placer de regalar, a quien la quiera, la parcela de sentimientos impostados, himnos, fanfarrias, triunfos deportivos, gestas tan añejas como ajenas, comparaciones odiosas y banderas al viento de la infamia, que me corresponde por casualidad de nacimiento.
Yo me quedo a vivir en la jungla indómita y sinuosa que crece en mis estanterías.
En ese vasto harén que es mi biblioteca me siento rehén de los libros, y acepto gozoso ser su concubina, consentida odalisca.
Por muchos años.
Aunque nunca sabemos dónde puede surgir una patria. A veces solo es preciso el calor, una lengua de agua y un brillo terrible en los ojos.
Me lo dijo mi hija al salir del cine: "Me ha bastado una isla mínima para sentirme española".