Planeta Político: El retorno de los Bush
WASHINGTON — Los padres fundadores de Estados Unidos detestaban lo que Thomas Jefferson denominó “una aristocracia artificial fundada en la riqueza y el nacimiento”.
Así que tendrás que preguntarte qué podrían pensar de Barbara Pierce Bush, la señora de 90 años, de pelo nevado, lengua afilada y sangre azul, matriarca de la dinastía de la familia Bush, que se crio en Rye, un barrio pudiente de Nueva York.
Es prima lejana de un presidente (Franklin Pierce), esposa de un presidente (George Herbert Walker Bush), madre de otro presidente (George Walker Bush) y madre de otro hijo que ayer mismo anunció que, él también, se presenta a las elecciones a la presidencia: John Ellis “Jeb” Bush.
¿Es Jeb Bush “artificial” y estaría, por tanto, condenado al rechazo y a la exclusión del votante estadounidense promedio (jeffersoniano)? ¿Es el tipo de aristócrata —artífice de sus propias “virtudes y talentos”— que Jefferson elogiaba y que los votantes estadounidenses han seleccionado tan a menudo?
Estamos a punto de descubrirlo.
Hoy por hoy, ser un Bush ha supuesto tanto (si no más) una carga para Jeb como una bendición. Sus contactos familiares le han permitido hacerse con un fondo de financiación de quizás 100 millones de dólares. Ha establecido contactos en estados clave y no tiene problemas para conseguir atención.
Pero las preguntas sobre el controvertido expediente de su hermano mayor, George W., sobre todo en relación a su fatídica decisión de invadir Irak en 2003, han estado obstaculizando su camino. Ahora casi todo el mundo en Estados Unidos, incluyendo sus extremistas rivales por la nominación presidencial republicana, han etiquetado la Guerra de Irak de error gigantesco y estúpido.
Aun con todo, Jeb parecía sorprendido cuando le preguntaban sobre el tema y, al principio, defendía a su hermano por lo que él decía ser lealtad familiar. Después de unos cuantos días de vacilaciones esquivas, por fin cedió y se unió a los otros.
También soporta la carga de haber heredado, por inferencia, la reputación de su padre y su hermano de ser relativamente moderado ideológicamente, sobre todo bajo la actual mirada de la firme derecha del Tea Party GOP.
Jeb ha intentado demostrar su buena fe conservadora oponiéndose categóricamente al aborto y al matrimonio gay. Sin embargo, su historia familiar alberga unos puntos de vista más abiertos y hacen que la derecha se muestre más recelosa ante la precavida moderación de Jeb en inmigración y educación pública.
Bush desveló ayer su eslogan de campaña, una palabra y un signo de exclamación —“Jeb!”—, sin mención alguna a “Bush”.
Una vez dentro de la carrera, Jeb se encuentra en una posición inusual para un miembro de su prominente, cuando no histórica, familia: no es precisamente un corredor favorito, mucho menos un favorito destacado.
Las apuestas favorecen en este momento a dos hombres bastante más jóvenes, ambos más conservadores y completamente autosuficientes: el Gobernador Scott Walker de Wisconsin y el Senador Marco Rubio de Florida.
En teoría, la democracia moderna más antigua del mundo debería ser testigo de un constante ir y venir de nombres y caras en los altos cargos. En realidad, las dinastías políticas son comunes en Estados Unidos y se podría decir que cada vez crecen más, en unos tiempos en los que los grandes negocios —personales y corporativos— significan tanto para la orientación de las elecciones.
Con el anuncio de Jeb, los Estados Unidos y el mundo se enfrentan en 2016 a una posible campaña entre dos dinastías: los Bush y los Clinton.
Y sería un ejercicio ya familiar. Desde 1980 hasta 2008, los Estados Unidos han tenido siete elecciones generales con un Bush o un Clinton en las papeletas.
Tiene sus ventajas pertenecer al nombre y a la tradición Bush, y no sólo en forma de conexiones y acceso a una gigantesca lista de patrocinadores.
Los Bush “no son la fruta más fresca de la cesta”, dijo el historiador Evan Thomas, que ha escrito ampliamente sobre esta familia. “Pero son atractivos porque, para mucha gente, protegen una imagen tradicional de servicio al país”.
Tienen también la habilidad de encarnar elementos de cambio social, un tipo de dinastía de adaptación, si se prefiere. H. W. Bush se mudó a Texas siendo joven, justo cuando la región del “Cinturón del Sol” de EEUU estaba convirtiéndose en la base del nuevo Partido Republicano; George W. consolidó esa tendencia y construyó sobre esa base.
Jeb Bush se estableció en Florida, el principal estado “pendular”. Y, caprichos del destino, él también se encuentra en una buena posición para atraer al nuevo bloque de votos más influyente: los hispanos. Jeb habla español con fluidez y lleva casado desde 1974 con Columba Garnica de Gallo Bush, de León, México. La pareja tiene tres hijos, uno de ellos ahora también en política.
Cuando los hijos de Jeb y Columba eran jóvenes, el primer Presidente Bush se refirió a ellos bromeando como “los morenitos”. El comentario se percibió como una metedura de pata enorme; ahora es una poderosa verdad.
Durante sus dos legislaturas como gobernador de Florida, de 1999 a 2007, Jeb Bush —impulsado por el ala derecha de su partido— se posicionó mayormente a favor de políticas conservadoras: pro-vida, anti-matrimonio gay, pro-recortes enormes en impuestos y anti-regulación empresarial. Hubo excepciones, en temas de medio ambiente, inmigración y estándares de educación, pero se movió hacia la derecha en estos y otros temas como preparación para solicitar el voto de los votantes centrales del Partido Republicano.
Mientras tanto, la familia y él habían mantenido los lazos con la vieja base de Nueva Inglaterra, unas raíces significadas en la casa de veraneo de los Bush en Walker’s Point en Kennebunkport, en la costa atlántica de Maine. Jeb incluso se está construyendo una casa para sus vacaciones en el complejo familiar. Estará lista el próximo verano.
“Los Bush tienen la capacidad de incorporar las realidades de los cambios demográficos”, afirmó el historiador Jon Meacham, cuyo libro sobre el primer Presidente Bush, Destiny and Power: The American Odyssey of George H. W. Bush [Destino y Poder: la Odisea Americana de George H. W. Bush], se publicará en noviembre por Random House. “Es la combinación de Walker’s Point (en Maine) con Texas y Florida lo que ha hecho de ellos una fuerza política duradera”.
Lo que algunos podrían llamar aristocracia de adaptación, otros lo denominan, en términos menos halagadores: elitismo y poder de dinero corporativo.
Todos los Bush son también conscientes de que ahora no es el momento de ser considerados políticos profesionales, ni que decir tiene un vástago de una dinastía política. Los votantes estadounidenses —de hecho, votantes de todo el mundo— se han resentido ante una política atrapada cada vez con más fuerza en las garras de individuos hiperenriquecidos y empresas globales.
Incluso los Republicanos —el partido de las empresas, los recortes de impuestos y el poder corporativo— se enfrentan a una rebelión en sus bases, con el tipo de fervor populista que podría dificultar la vida de Jeb Bush.
“Espero sinceramente que los Bush estén acabados”, declaraba un estratega de la cúpula del Partido Republicano que trabaja para uno de los rivales republicanos de Jeb.
“Lo único que tiene es el reconocimiento por su nombre y una buena financiación”, decía este asesor, que insistió en su anonimato. “Y sería el peor de los candidatos para competir contra Hillary, porque perdería la ventaja contra el ‘argumento de la dinastía’”.
Jeb, a sus 62 años de edad, tiene otra carga, más personal. Los Bush más mayores siempre le han considerado el hijo más apropiado para ser presidente. El fracaso supondría un panorama familiar bastante amargo.
Jeb era “el listo”, el académico, la excepción. Era un estudiante brillante en la Universidad de Texas. Disfruta leyendo informes exhaustivos tanto como su hermano mayor, el ex-presidente George Walker Bush, disfruta leyendo la sección de deportes del periódico. Se convierte en maestro de cualquier tema que debata, que son muchos. Casi siempre puede eludir y esquivar hábilmente un ataque, o defender su punto de vista con elocuencia.
Además es alto: 1,92 metros, 10 centímetros más alto que W. Este tipo de cosas son importantes para la familia Bush: a ellos les gustan altos y desgarbados. Funciona bien con la idea que tienen de sí mismos. En 1991, en una cena de estado en la Casa Blanca con su padre y su madre como anfitriones, George W. bromeó con la Reina Isabel al decir que él era “la oveja negra de la familia”. También quiso decir, en parte, el borreguito.
Dos años después de que su padre perdiera la puja por una segunda legislatura, Jeb y George comenzaron en 1994 sus respectivos ascensos políticos hacia lo más alto. Jeb se presentó a gobernador de Florida; George para gobernador de Texas.
Fuera de la familia, se suponía que Jeb ganaría y George perdería. Las expectativas DENTRO de la familia eran que, si sólo pudiera ganar uno, ese sería Jeb.
Aunque, para sorpresa y conmoción de casi todo el mundo, pasó precisamente lo contrario; el resto, como se suele decir, es historia.
Veintiún años después de que su precoz tren a la Casa Blanca descarrilara —y después de años de examen de conciencia, pena en el corazón (una hija con problemas de drogadicción) y una conversión religiosa al Catolicismo— Jeb entra en escena.
En el verano de 1994, volé con él en un pequeño avión a través del centro de Florida. Él iba de camino a una parada de campaña durante aquella primera, finalmente fracasada candidatura a gobernador.
Volamos por encima de los Everglades, ese vasto, precioso, famoso y amenazado humedal, refugio de vida salvaje. Miró hacia abajo a la exuberante extensión por la que pasábamos y se lanzó a una discusión sobre cómo el agua fluía en un río invisible y poco profundo.
Allí arriba, sonaba como un culto aspirante a “funcionario”.
Pero cuando aterrizamos en un pequeño aeropuerto rural de la Florida central, un grupo de antiguos sirvientes y aliados políticos de su padre, salieron en dirección al avión para recibirle. No le conocían bien, pero le trataron automáticamente con respeto, afección y lealtad.
La verdad, sí parecía un poco aristocrático.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Diego Jurado Moruno