Diario de Ucrania
Esta serie de artículos rechaza la política pura y los mapas bicolor, aquellos que, de sólo mirarlos, invitan a cavar trincheras. ¡Miren este mapa! El Oeste habla ucraniano y es pro-occidental; el Este, pro-Putin y nostálgico de cuando el nombre de Lenin hacía temblar continentes. Son una masa azul y otra roja y ambas viven en boca de los políticos, cuyas ruedas de prensa tienen estatus divino. Cuando un político habla, sus palabras cubren la tierra como si brotasen del cielo abierto.
Esta serie va de lo otro, de las pequeñas miserias y alegrías con que se deleita un ucraniano cualquiera, ese que gana siete veces menos que un español, consume un tercio más de alcohol y muere 11 años antes. El ucraniano que soborna médicos y que jamás deja una botella vacía encima de la mesa. Ese que tiembla cada de vez que va al cajero, evita las manifestaciones y ve cómo su futuro tiene cada día una grieta más, pese a que nunca ha estado ni en Crimea ni en el Maidán.
Los abordaré en trenes, pueblos y ciudades, a Este y Oeste, para trazar mi propio croquis de la situación y ver hasta qué punto importa ser ruso étnico (“¿étnico?”), minero del Donbass o un fiestero en Odesa.
Viajo con grabadora, Lúmix y un ruso recién sacado de mi trastero mental. Lo he probado de nuevo durante las últimas semanas. Al principio le costaba caminar, pero a base de radio y conversaciones ya muestra signos de mejoría. Espero que no me falle.
(Nota: La lengua rusa es “grande y poderosa” (Turguéniev) como una montaña. Cada pronombre, cada adjetivo, es un saliente afilado. Los verbos son avalanchas y las conjugaciones lluvias de rocas. Para coronar la lengua rusa no vale con oír y anotar; tienes que magullarte las manos y vigilar que tus pies se apoyen firmes para no caer al vacío. De vez en cuando soplan vientos que te arrancan la piel; son las declinaciones, divididas en cabezas de serpiente que muerden tu
entendimiento. Y aún así, la cima permanece inalcanzable, cubierta de niebla).
Los ucranianos que conozco (y que lamentan que no hable su lengua; dicen que, en Ucrania, dirigirse a alguien en ruso puede cambiar el sentido de la conversación) me han arropado con sus contactos. Pides un nombre y te consiguen un apartamento para echar el tiempo que quieras. Sólo por estos detalles les he prometido hacer un esfuerzo especial por conocer su país bien y sin cursilerías.
En caso de que a alguien se le vaya la olla, que no creo, cinco sugerencias tomadas de periodistas curtidos:
- Esfuérzate en parecer lo que eres: un periodista. Viste de civil, que se vea la cámara. Muchos reporteros aparecen disfrazados de Rambo, todo correas y baterías colgando como granadas del chaleco caqui. Que te tomen por militar en la distancia no mola.
- No reveles información personal innecesaria, sobretodo en los hoteles (cuyos porteros, botones y recepcionistas son muy populares entre los servicios secretos).
- Asegúrate de tener amigos locales a quienes poder llamar inmediatamente si las cosas se tuercen. Jamás cuentes con las embajadas.
- No te mezcles demasiado con activistas; pueden arrastrarte a situaciones difíciles y usarte de escudo.
- Sé educado con quienes te pueden hacer daño, pero no te dejes pisotear. Hay maneras de mantener una cortesía digna, sin provocar, humanizándose, hablando de fútbol.
Con este viaje terminan varias semanas de tensión al otro lado del Atlántico; “atrapado” en Nueva York, seguí los acontecimientos envidiando a quienes cubrieron Crimea y Kiev y que (imagino) ya habrán vuelto a sus casas. Me dolió perderme la huída de Yanukóvich y la ocupación rusa, pero ayer escuché una de esas frases épicas y pretenciosas que, sin embargo, tienen sentido y a la que me agarro mitad por consuelo, mitad por convencimiento y con el máximo respeto hacia quienes estuvieron allí: “Cuando se van las cámaras, empieza el periodismo”.
Varsovia, viernes 28 de marzo.