Congo se desangra en silencio
Las noches encogen el corazón, tan quietas y silenciosas. Nadie diría que una guerra cruel devasta el país, que los animales han muerto o han huido a otro ecosistema posible, que la policía gubernamental tortura y hace desaparecer a quien habla de más, que en las ciudades se viola y se mata.
Al final de los páramos verdes desolados, en los que se adivina la anterior presencia de una jungla espesa, peligrosa y antigua, las montañas azules nos llaman inalcanzables, perpetuas, con un grito de misterio y soledad. Una llamada más antigua que el hombre. Por los caminos rojos, entre los campos sembrados de mandioca y los huertos desordenados, cruzando canales, al borde del lago Kivu, los hombres negros se desplazan como siempre, como sus antepasados, de un sitio a otro a pie, los torsos sudorosos, las ropas andrajosas manchadas del dolor de la tierra. Los cestos, los bultos bamboleándose al ritmo de las caderas de las mujeres, las verdaderas hechiceras, que crean de la nada, que mantienen, que desplazan inagotablemente los bienes de un sitio a otro, que crean mercados, que cuentan las historias de la creación del mundo a unos niños sonrientes y sucios. Los niños que gritan musungu cuando pasamos en nuestros coches, haciendo ruido entre las chozas de paja y uralita, con nuestras caras blancas y curiosas, con nuestras ropas limpias y nuestras riñoneras y nuestras mochilas y nuestras botellas de agua que nos salvan de un peligro invisible y salvaje. Al fondo, el lago Kivu, de una belleza serena y quieta, hogar de pescadores que cantan al amanecer mientras reman o mientras echan las redes para recoger las tilapias que luego comerán en casa o venderán en el mercado y que constituyen la única proteína accesible en una dieta en la que el fufú, pasta de harina de mandioca cocida, es el plato nuestro de cada día cuando lo hay.
Los domingos las campesinas inauguran un interminable y colorido desfile hacia la parroquia, la inmensa nave, la casa de Dios donde pedirán milagros que no llegan y cantarán y bailarán, en el único acontecimiento cultural que se permite una sociedad devastada por los cuatro jinetes del apocalipsis. El hospital de los belgas, un largo edificio colonial de ladrillo, con sus porches blancos, está atestado de gente que va y viene, de ropas tendidas, de mujeres cocinando en el patio para sus familiares enfermos. En el exterior las mujeres embarazadas esperan para dar a luz recostadas en la hierba, hablando, sin dar la mínima importancia al sagrado ritual de dar la vida, porque la muerte también está ahí, reclamando su parte de dolor y miedo. En la maternidad una chica violada de quince años mira a su bebé con ojos de condenada y la cabeza agachada. Su familia la ha repudiado y se encuentra sola. Maman Merci, la monja encargada de la maternidad, nos enseña unos bebés prematuros, encogidos bajo el peso temprano de la vida, temblando de frío, tan frágiles.
A Maman Eva un tutsi armado con un Kalashnikov se le sienta al lado, en el matatu atestado de gente, de niños, de bolsos, de paquetes y de calor. No me mire así, estas armas nos las venden ustedes, le espeta en un momento del viaje.
Las noches encogen el corazón, tan quietas y silenciosas. Nadie diría que una guerra cruel devasta el país, que los animales han muerto o han huido a otro ecosistema posible, que la policía gubernamental tortura y hace desaparecer a quien habla de más, que en las ciudades se viola y se mata. Que en las chabolas apiñadas en las laderas que rodean Bukavu la gente muere.
A todo es ajeno también el abogado J.M., que nos recibe en la casa de su cuñado. Dice que la suya ha ardido en misteriosas circunstancias. Dice que el Gobierno le ha quitado una parcela en el centro de la ciudad sin explicación alguna, dice que hay muertos por nada, que la violencia, la corrupción y el nepotismo campan a sus anchas. Sale a la calle con guardaespaldas y chófer. El obispo R. nos dice que viven en un país incompleto, ingobernable. No existe el Estado. Nadie hace nada. Nadie hace nada. Bueno, la Mère Generale dedica todos sus esfuerzos a construir un gran pabellón para que las monjas de su congregación puedan orar juntas. Nos pide más dinero porque para ella eso es lo prioritario y nos lleva a ver el orfanato que gestionan las monjas.
Por la frontera los camiones de la MONUSCO, la misión de la ONU encargada de mantener el orden, transitan con sus soldados musculados por el gimnasio. A veces se les ve correr por la carretera de los chinos que pasa cerca de la base que tienen en un saliente del lago, cerca de la ciudad. Otras veces se les ve patrullar en sus vehículos blindados, sujetando una ametralladora amenazante que bascula cada vez que encuentran un bache.
En una curva de la carretera A., el cacique nos para para enseñarnos la urbanización que acaba de crear a orillas del lago, en una de las mejores zonas. Quiere hacer un hotel. Nos da la mano sonriendo. En la otra sujeta el móvil como si fuese la empuñadura de una vara de mando.
En realidad nunca estuvimos allí. Nunca pudimos hablar con los campesinos demacrados, con las mujeres de miradas duras, con los niños sin escuela que deambulan por las explanadas y los campos, con los carpinteros que van serrando los troncos sostenidos por largos caballetes de madera con una larga sierra. Nunca pudimos preguntar a los que sufren en los hospitales, a los soldados heridos, a los albañiles que apilan ladrillos de adobe en cualquier parte, esperando transportes que no llegan, con los trabajadores chinos apiñados en barracones de hojalata, con sus faroles rojos colgando de un costado y que realizan carreteras a cambio de las riquezas minerales.
Y ese país vuelve a estar en guerra, en una guerra de opereta, irracional, repleta de caos absoluto y de muerte absurda. Como todas las guerras, aunque sea en un lugar tan hermoso, con un lago quieto, unas sonrisas encantadoras, unas noches espléndidas y unas montañas azules que nos llaman a lo lejos.
Así, con tinta triste, me lo contó Eduardo Santos a la vuelta de uno de sus viajes a Kivu. Merece la pena compartir las reflexiones de su corazón.