García Márquez y su sueño de haber pilotado un jumbo y otros secretos
Foto del álbum de graduación de bachiller de García Márquez en 1946. /Fotografía de Winston Manrique-WMagazín
Presentación WMagazín
El domingo 6 de marzo de 1927 nació Gabriel García Márquez, en Aracataca (Colombia), y el 17 de abril de 2014 falleció, en Ciudad de México. Mucho se ha escrito sobre el autor de obras como Ojos de perro azul, El coronel no tiene quién le escriba, Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera. Todos los periodistas quisieron entrevistarlo, unos pocos lo lograron, y dentro de todas esas entrevistas una de las más destacadas y reveladoras de la figura del Nobel colombiano fue la que le hizo Gustavo Tatis Guerra en Cartagena de Indias en tres sesiones: Jueves Santo de 1992 y 1993 y enero de 1996. Esta entrevista abre el libro La flor amarilla del prestidigitador, editado por Navona, con prólogo de Dasso Saldívar, biógrafo del escritor. En este libro, Gustavo Tatis Guerra hace un acercamiento a la vida de García Márquez desde dieciocho aspectos clave que funden su vida y su obra, una especie de biografía en forma de mosaico.
WMagazín publica fragmentos de aquella entrevista publicada en el diario cartagenero El Universalen 1992 y que fue ampliada en 1996. La obra será presentada este jueves 7 de marzo en Casa de América, de Madrid. El siguiente es el mundo de García Márquez en sus propias palabras.
Por Gustavo Tatis Guerra
Diploma del Nobel a Gabriel García Márquez en 1982, conservado en la Biblioteca Nacional de Colombia, en Bogotá. /Fotografía de Lisbeth Salas
El hombre que está sentado frente a la ventana es Gabriel García Márquez.
A lo único que se parece ahora no es al hombre que he visto tantas veces en los periódicos y en la solapa de los libros. Se parece a Melquíades.
La mejor película que vive todos los días es la de sus recuerdos. Viaja por su memoria prodigiosa un tren amarillo y remoto que cruza por la estación de Aracataca, su aldea natal. Es como una aparición fantasmal, efímera, por la línea de sus recuerdos, y él va allá a bordo del tren, con sus ojos de niño asombrado por la ventanilla del vagón, leyendo en el paisaje un cielo de un azul diáfano y metálico, en donde crece el tierno y reverberante verdor de los platanales.
El río de la memoria fluye en el tiempo, intacto, desolado, con su lecho de piedras y sus mujeres invisibles que aún lavan en sus aguas y juegan en la penumbra a ser sombras alunadas. En medio del verano implacable, un niño abre su sombrilla al sol.
El tren que pasa ahora por las tardes, una vez a la semana, con pasajeros más fantasmales que los de la novela, no parecen ir a ninguna parte. Los niños inventaron su propio carrito de balinera para llevar los cántaros de agua sobre los rieles del tren, impulsados con remos al sol. En un parpadeo de la tarde, los muchachos que trabajan en las plantaciones bananeras imaginan, bajo el frescor de las hojas, las noches de cumbiamba y mazos de espermas envueltas en billetes y muchachitas que se desnudaban en la flor del fuego. Imaginan y recuerdan como si lo hubieran vivido el delirio mitológico de unos hombres, los de la compañía bananera, que parecían haber salido de una película del Oeste, silenciosos y distantes, y el aura feliz de quien está encubriendo un secreto fatal.
En ese pueblo cuya vida había transcurrido sigilosa, casi anónima desde su fundación en 1885, sobresaltada por una huelga que derivó en una noche de sangre bajo las bananeras en 1928, nació el 6 de marzo, nueve meses antes de la masacre, Gabriel García Márquez, el hombre cuya imaginación y vaticinio poético ha puesto a vivir el lado mágico de todas las cosas.
Tiene la voz recia de un Caribe desenfadado y tierno, un perfil de cantante de boleros, de reportero de nuevos augurios, de mago de feria y de alquimista.
Lo ha dicho como si se lo hubiera preguntado Marcel Proust: le gustaría vivir "junto al arroyo triste que está en el fondo de la Gioconda", y su color preferido es "el amarillo del mar Caribe a las tres de la tarde en Jamaica". (...)
El principio era el asombro
Gabriel García Márquez de niño en la portada de sus memorias 'Vivir para contarlar' (Literatura Random House).
—Empecemos por el principio. ¿De qué manera su infancia ha influido en su destino de escritor?
—No solamente en la literatura. En toda mi vida ha influido. No he logrado salir de la infancia. Allí residen mis miedos.
—¿Miedos?
—Sí. Los miedos. Las incertidumbres. Los fantasmas que le metían a uno. Porque miedo le metían a uno cuando niño. Al lado de mi casa, por ejemplo, salía un muerto. Tanto así que la casa terminó llamándose la Casa del Muerto. En esa calle que luego se llamó Monseñor Espejo, en homenaje a monseñor Pedro Espejo que era de Riohacha, a quien todo el mundo creía un santo. Una vez, en plena misa, en plena oración, empezó a levitar. Se elevó un poquito, apenas unos centímetros, y la gente vio la levitación. ¿Verdad, Luisa Santiaga? ¿Verdad, que monseñor Espejo levitaba?
—Sí —dice de pronto Luisa Santiaga, con su alerta mansedumbre de abuela. El monseñor Espejo se elevó en una oración.
Le brillan los ojos al recordar, y confiesa: "El monseñor murió después que yo me casé. Intervino para que se realizara la boda".
—Lo más perfectamente natural —dice García Márquez— es que ese muerto pudiera verse en la oscuridad. Y a los franceses se les ponen los ojos cuadrados cuando uno cuenta estas cosas. Lo que ocurre es que nosotros no hemos tenido el racionalismo ni el cartesianismo que ellos heredaron. Recuerdo que la tía Elvira, "tía Pa", como la llamábamos, escuchó una tos en la noche en la Casa del Muerto. Oyó que el muerto tosía al lado.
—¿Vio al muerto en su casa?
—Los muertos no se pasaban para nuestra casa. La "tía Pa" llegó un día de Riohacha, se bajó del taxi, toda vestida de negro, con el pelo recogido por una pañoleta negra, y dijo en la puerta, antes de entrar: "Vengo a despedirme, porque me voy a morir". Se murió cinco días después.
—Cuénteme, ¿a qué jugaba usted cuando era niño?
—No había casi nada a qué jugar en la Aracataca de aquellos días cuando era niño. Yo jugaba béisbol y fútbol. Me gustaba jugar béisbol con bolitas de trapo.
—¿Con tapas de gaseosas?
—No. Con bolas de trapo. Pero a lo que más me gustaba jugar era a dibujar a la mujer degollada en el circo. Eso era lo que pintaba con los lápices que mi abuelo me traía. Antes de escribir, yo pintaba. Era lo que más me gustaba. Había en Aracataca un mago: Richardine, que siempre le cortaba la cabeza a una mujer, en una función en el circo. A mí me impresionó la escena. Y desde entonces no hice sino pintarla en las hojas de cuaderno. Murió no hace mucho Richardine. A lo que en verdad he jugado toda la vida es a la literatura. Yo no he hecho otra cosa que eso. No sé hacer otra cosa. Me levanto temprano a escribir. A las nueve de la mañana ya estoy frente al papel. Sigo así hasta las tres de la tarde.
—¿Qué leía el niño García Márquez?
—Las mil y una noches.
—¿Qué hechos asombrosos vivió a esa edad?
—Recuerdo que una vez decapitaron de un machetazo a un hombre en Aracataca. El hombre iba en su burro. Yo salí a la plaza a ver el decapitado. Vi el muñón del decapitado, vi sus zapatos de herradura, el coágulo, y en el hueco donde quería asomarme para ver qué había dentro, le habían puesto un trapo. Quedé defraudado. Pero lo asombroso no era que el hombre no llevara su cabeza, sino que seguía montado sobre el burro. A ese decapitado lo metí en Cien años de soledad.
Los sábados eran terribles en Aracataca. Había gente que se mataba a machetazos por las noches. Era asombroso oír esas historias: la del hombre al que le metieron un sapo en la barriga, la del muerto que habían visto en los escombros de la noche.
Emilio, un belga lisiado de guerra, pálido y con muletas, que llegó a Aracataca, se suicidó con una pócima de cianuro. Había visto la película Sin novedad en el frente en el teatro de Aracataca, y a la gente se le metió que el cine era como una fotografía en movimiento, como un documental. Y en un instante, en una de las escenas crueles de la guerra que él mismo había vivido en la realidad. No se sabía cuál era la película y cuál la realidad. Encontraron muerto al belga Emilio, luego de beberse la pócima de cianuro. Dejó un mensaje que decía: "No culpen a ninguno. Me maté por majadero."
(...)
Las trampas de la nostalgia
La casa de los abuelos maternoso donde se crió García Márquez, en Aracataca, convertida en museo. /Fotografía de WMagazín
—La nostalgia es algo que usted ha mencionado toda su vida. La nostalgia, la lucidez perversa de la nostalgia. ¿Cuáles han sido esas nostalgias esenciales que han alimentado su obra?
—La nostalgia es una trampa, y la lucidez perversa de la nostalgia consiste en que magnifica lo negativo del recuerdo, borra lo malo y deja lo bueno. Es un dispositivo de defensa que tiene uno. Por ejemplo, cae un trueno. Mi madre recuerda inmediatamente a Aracataca. Esos truenos de las tres de la tarde en Aracataca. No puede olvidar cómo tronaba el cielo. Pero cuando oye los truenos, ella recuerda lo mejor de lo que ocurría a las tres de la tarde en Aracataca. Nada de lo malo.
—¿Ha vuelto a Aracataca?
—Sí. Después de la entrega del Nobel. ¿Sabes que me volví a encontrar con el letrero de Macondo por la línea del tren?
—¿Entró a su casa donde nació?
—No. Yo me quedé en la puerta. He llevado a tanta gente de todo el mundo a ver la casa, pero yo no entro. Todo el mundo entra, pero yo me quedo en la puerta. Temo que se desbarate todo. Sería incapaz de dormir una noche en Aracataca.
—¿Por qué?
—Porque el peso de todos los recuerdos no me dejaría dormir.
—¿A qué le teme? ¿A qué le tiene miedo usted?
—Le tengo miedo a la oscuridad. Creo que es un miedo genético y ancestral en todos los hombres. Es un miedo antiguo, desde mucho antes de la oscuridad. Es el mismo miedo de las cavernas.
—Usted ha viajado por todo el mundo y ha conocido infinidad de seres humanos. ¿Cuáles le han asombrado?
—Ningún hombre me ha asombrado. Ninguno. Después de tratar a esos mismos hombres, he llegado a la certeza de que, en el fondo, en cada ser habita un hombre bueno.
—Y la condición humana, ¿cómo ve al ser humano que se aproxima al próximo milenio?
—La condición humana está más perdida que nunca. Hay mucha oscuridad. Las dos ideologías enfrentadas en este siglo demostraron que cada cual tiene que pensar por su propia cabeza, de una manera positiva. No hay nadie ahora en el mundo que le sople a uno.
(...)
El cuento favorito
—Del conjunto de sus cuentos, hay una obsesión constante por la muerte, por el destino y la fatalidad. Entre La tercera resignación y El rastro de tu sangre en la nieve o María dos Prazeres, el hilo oculto es lo inexorable. ¿Por qué la muerte?
—Será por Sófocles.
—Pero en ese conjunto de cuentos hay dos textos extraños: «La mujer que llegaba a las seis» y «La noche de los alcaravanes».
—Tiene una explicación. A veces, ciertos textos que publicábamos en el semanario Crónica, textos que calculábamos de cuatro páginas, resultaban de dos y quedaba el vacío. Esas páginas faltantes
las llené escribiendo de un tirón esos cuentos. Son por eso, dos cuentos distintos del conjunto. Los primeros cuentos que escribí partían de experiencias de segunda mano. Son muy distintos esos cuentos. No había regresado a mi tierra.
—Cada cuento, por supuesto, es como un hijo. ¿Pero cuál de esos cuentos es de su predilección? ¿La siesta del martes?
—No. El rastro de tu sangre en la nieve, que es uno de los Doce cuentos peregrinos, escritos en dieciocho años, sobre latinoamericanos en Europa. Uno de ellos es María dos Prazeres.
—Me pareció ese cuento muy cinematográfico...
—Alguien inventó que Sofía Loren iba a protagonizar ese cuento. Pero yo no creo que ella se vaya a meter en un personaje de setenta años. Si la protagonista tuviera cincuenta años, fuera otra cosa.
—¿Qué sintió al releer esos cuentos, después de haberlos tenido engavetados?
—Volví a las ciudades donde ocurren esos cuentos del libro, y descubrí que las ciudades cambiaron.
—¿Los seres humanos también?
—Cambiaron las ciudades. Me tomé el trabajo de volver a esas ciudades para probar y comprobar el ambiente de los cuentos. Es que esos cuentos son muy matemáticos.
—¿Cómo se sentía al principio cuando empezaba a escribir?
—Cada vez es más difícil. Al principio era un torrente desatado de palabras. Escribía y les leía a mis amigos. Parecía un oficio fácil dejar volar con fluidez cada palabra, pero con el tiempo uno descubre que es algo mortal.
(...)
El milagro de estar vivos
Gabriel García Márquez.
—¿Cuál es el hecho más fantástico y extraordinario de su vida?
—Estar vivo. No hace mucho Alfonso Fuenmayor me llamó por teléfono para preguntarme: "¿No te parece raro que aún estemos vivos?". Estar vivo es lo más fantástico.
—Y de la muerte, ¿qué piensa García Márquez?
—Lo malo de la muerte es que es para siempre.
—¿Cuál es el hecho más doloroso de su vida?
—No te voy a contestar.
—¿Cuál es el secreto de la juventud de García Márquez?
—Estoy comiendo repollo licuado y eso me sabe a hierbas. Estoy caminando siete kilómetros diarios a partir de las 6 de la mañana. Estoy haciendo yoga ahora y meditando. Yo que no había meditado. Me dio un resfriado no hace mucho y pensé que me iba a morir. Estoy conquistando esos espacios de la meditación. Nada de estrés.
(...)
Observo al alquimista que tengo frente a mis ojos y le hago la pregunta: "¿Qué no ha hecho en la vida que hubiera querido hacer?". En el rostro de árabe meditativo y alerta de este hombre que no tiene quietas las manos un instante, veo al niño. Al niño asombrado que ha escrito todos sus libros. Al niño que un día fue con su abuelo a conocer el hielo. No parpadea y dice: "Siempre me ha fascinado y asombrado la tarea que cumplen los pilotos de jumbo. Ver esos aparatos aparentemente leves que se sostienen en el aire, con una maquinaria computarizada. Hubiera querido pilotear un jumbo".
Cartagena, Jueves Santo de 1992 y 1993- enero de 1996.
- La flor amarilla del prestidigitador. Gustavo Tatis Guerra. Navona Editorial.
- Especial Medio siglo de Cien años de soledad, en WMagazín.
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