Unos kilos que no pesan
Me puse en el lugar del autor de cualquiera de esas novelas que se venden al peso, para imaginar qué podría sentir si llegara a enterarse. Tendría que ser una experiencia muy deprimente.
"NOVEL-LA, 400 ptes. QUILO". Fue en septiembre de 1995 cuando me encontré este aviso escrito en tiza, sobre una pizarra verde, colgada a la entrada de una librería de viejos en el barrio gótico de Barcelona. Pese a mi nulo dominio del catalán, pude deducir que se trataba de una venta de libros por kilo, cosa que me dejó completamente desconcertado. En esa época, un libro usado costaba, aproximadamente, entre 1.500 y 3.000 pesetas. Tendrían que ser muy malas esas novelas o muy pobres las ediciones, o muy desconocidos los autores, para que un kilo costara 400 pesetas.
Me puse en el lugar del autor de cualquiera de esas novelas, para imaginar qué podría sentir si llegara a enterarse de que sus obras estaban siendo rematadas por peso. Tendría que ser una experiencia muy deprimente. Tuve una sensación de impotencia, mezclada con solidaridad con aquellos escritores desconocidos, que probablemente quisieron -o querrán todavía- ser literatos de peso, pero no de esta manera.
Imagínense ustedes cuánto pesará La Metamorfosis, de Kafka. ¿200 gramos? ¿300? O sea, escasamente alcanzaría a costar unas 100 pelas. Pobre señor Samsa, con su vida más devaluada que las mismas pesetas que habían de desaparecer unos años después, para darle paso al euro. Mejor suerte debía correr, sin duda, Tolstoi, que juntando Ana Karenina y Guerra y Paz, podría aspirar, él sí, a rebasar el kilo, es decir, las 400 pesetas que anunciaba el cartel.
Aquel otoño, por un instante, me alcancé a figurar la escena entrando a la librería de marras. ¿Cómo sería la conversación con el librero?
--Vea usted, véndame cuatro kilos de Heinrich Böll, tres de García Márquez, dos de Günter Grass, dos de Machado, tres de Paul Auster, uno de Rubén Darío y otro de Antonio Mingote. Ah, y si tiene algo fresco de Vargas Llosa, póngame dos kilos, por favor.
Otra posibilidad hubiera sido entrar al local, tomar la cesta y empezar a escoger y echar libros dentro y, al final, pesar y pedir la cuenta. ¡Qué pesar!
Finalmente pasé de largo y me quedé sin saber cómo era la compra. Amante como soy de las librerías, sobre todo de libros de segunda mano -o de segunda mirada, mejor-, seguí mi recorrido, en busca de algún sitio donde el comercio se hiciera con algo de corazón.
Como habitante de Bogotá, una ciudad donde cada día hay menos librerías, de obras nuevas o leídas, aprovecho cada viaje a lugares como París, Buenos Aires o Nueva York para buscar libros raros, curiosos o "extintos", con la única condición de que no estén subrayados. Conocer una ciudad en un tour es igual que leer un libro subrayado. Por eso no contrato guías turísticos y me niego a comprar libros con anotaciones; a menos que las pueda borrar, para hacer el recorrido a mi propio ritmo, deteniéndome en los pasajes que a mí me interesen.
Las librerías de viejo, con su encanto inigualable, no suelen figurar en los catálogos de las agencias de viajes, ni están en las calles fashion de las ciudades. Yo no acostumbro buscarlas, pero con frecuencia me topo con ellas. Sin embargo, después de conocerlas, me gusta recomendarlas, pues creo que es un deber cívico apoyar el esfuerzo quijotesco de quienes, en plena era digital, y a pesar del asedio de los e-books, los iPads y los Kindles, aún creen en el papel impreso; bien sea en Heidelberg o en Río de Janeiro.
En el centro de Bogotá hay algunas, llenas de joyitas literarias. Y, más al norte, en el tradicional barrio Quinta Camacho, funciona San Librario, que alberga alrededor de diez mil volúmenes, cuidadosamente escogidos, con temas de la más diversa índole. Lo mejor de estas librerías es que la mayoría de las obras tiene una historia; detrás de casi cada libro hay una anécdota, una vivencia, que usualmente el librero (en este caso Álvaro Castillo, un joven con la sabiduría y la dedicación de un viejo) relata con la misma emoción que yo hablo de mi hija.
Necesitaría una nota aparte para contar lo que siento, recuerdo o disfruto, cuando recorro sus anaqueles, repartidos en un área que no supera los 25 metros cuadrados; pero pondré punto final diciendo, solamente, que nunca salgo invicto de allí, que cada vez abandono el lugar con varios libros en la mano, con unos pesos menos, pero nunca con kilos de más.