La España sorpresiva
Hace muchos años que España no ha tenido que tirar de instinto de supervivencia, que de alguna manera surge para superarse a uno mismo. Como una experiencia social extrema, puede que esta crisis haga cambiar algunas cosas más rápido y de forma más radical de lo que hubiéramos podido pensar.
Las crisis financieras, que son las más severas entre de las que pueden darse, según la experiencia histórica, a veces cuentan sus efectos en la economía real por lustros. Con esta ya llevamos casi seis años. A estas alturas en 2007 estábamos afrontando un verano en el que algunos indicadores económicos daban signos de agotamiento pero en el que nadie esperaba que las vacaciones fueran interrumpidas por la irrupción de episodios de inestabilidad financiera que dieron lugar al pánico, al desasosiego. Y hasta aquí hemos llegado con la sensación de que no sabemos bien cuál es el final aunque la esperanza, poco a poco, puede ir emergiendo. Bien es cierto que en España la manifestación más clara de la crisis se produjo a partir de 2010, entre otras cosas, por un reconocimiento muy tardío, que empeoró notablemente la situación. En todo caso, estamos en la actualidad ante un período que va a marcar a una generación de españoles, sobre todo a los que ahora les toca pelear por un puesto de trabajo acorde con su formación.
¿Qué podemos esperar llegados a este punto? Para responder a esta pregunta los economistas solemos tirar de indicadores y previsiones y en ese debate precisamente se está en la actualidad, tratando de determinar si la recesión se va a revertir o no y con qué fuerza. Sin embargo, en estas líneas quisiera reflexionar sobre esa parte de España que ha hecho en el pasado superar indicadores y proyecciones para sorprender, la España del coraje y de las sensaciones, en la que pocos creen ahora, ante un panorama tan duro. Parece cundir la idea de que estamos perdiendo muchos de los beneficios y riqueza acumulados desde la transición política y que hemos convenido en llamar nuestro Estado del Bienestar. En parte, esa sensación de pérdida se da por los rigores presupuestarios que está imponiendo la crisis y, en buena medida también, por la evidencia de que el coste de esa estructura económica y social no parece sostenible a largo plazo sin un cambio de modelo de crecimiento y un nuevo equilibrio entre derechos y obligaciones.
Probablemente hace muchos años que España no ha tenido que tirar de instinto de supervivencia, que de alguna manera surge para superarse a uno mismo. Como una experiencia social extrema, puede que esta crisis haga cambiar algunas cosas más rápido y de forma más radical de lo que hubiéramos podido pensar. Y puede que ese sea el factor que escapa a modelos y supuestos mejor o peor traídos y llevados por nosotros, los economistas, a los que, dicho sea de paso, se nos hace bastante menos caso de lo que pueda parecer.
Por supuesto, en el siglo pasado la economía española ha pasado por momentos mucho más duros que el que vivimos ahora pero en todos esos casos el punto de partida era uno en el que había mucho por hacer, mucha estructura económica y social que crear. Hoy España sigue teniendo mucho que mejorar pero su economía ha alcanzado una cierta madurez e, incluso, agotamiento. Faltan referencias. Ya no contamos con el impulso de la transición a la democracia, ni de la entrada en la UE ni en la unión monetaria. No se ven en el horizonte los impulsos externos que fueron el referente en las décadas anteriores a la crisis. Y, por supuesto no está (ni se le debe esperar) el impulso más reciente que enmascaró el agotamiento de un modelo de crecimiento en los años anteriores a la crisis: la expansión desmedida del sector inmobiliario que fue una conjunción perfecta de deterioro económico, financiero, político y social. Por eso estos días se habla de cuestiones relacionadas con la estructura política, como la de las élites extractivas definidas como aquellas que teniendo que liderar al país han devorado el esfuerzo de otros. Pero la mejor lección que podemos aprender respecto a esa élites es que el sistema político, financiero y económico requiere de cambios orientados a la transparencia, el control y la rendición de cuentas. Lo que sí me parece peligroso es que se llegue a pensar que todos los males de España proceden de arriba, de las élites extractivas. Porque no es cuestión sólo de concentrar culpabilidades. Toda la sociedad española tiene que comprender el coste de la estructura social y económica que se ha creado y eso pasa por sacrificios hoy y aceptación de incentivos mañana. En la sociedad de hoy -y aquí no solo me refiero a mi país- sigue existiendo la dualidad entre los que esperan que las soluciones vengan dadas y los que aceptan los incentivos. Es necesario desequilibrar la balanza hacia el lado más competitivo, el que acepta esos incentivos como una combinación de esfuerzo propio y de capacidad de exigir a los demás. Por ese orden y no el inverso. Una sociedad civil fuerte, solidaria y exigente se construye primero a través del esfuerzo individual y por eso España ha dado en el pasado pasos de gigante hacia esa sociedad civil moderna pero aún nos queda mucho camino
Durante muchos años antes de la crisis las hemerotecas están llenas de artículos de economistas clamando por reformas estructurales. Alemania dice ahora que ella fue la enferma de Europa hace diez años y que este tipo de reformas la llevaron al liderazgo actual. Esto puede ser cierto pero lo que está haciendo España es reformar en medio de la tormenta, no en una época de estabilidad. Aunque más vale tarde que nunca. Personalmente, quiero confiar en la capacidad de España para sorprender, para convencer a quien hace veinte años no hubiera podido creer que este país acabaría teniendo empresas punteras internacionales en áreas como las telecomunicaciones, banca, logística o energía y una cuota de exportaciones al alza, incluso durante la crisis.
Por supuesto, hablar de capacidad de sorpresa puede sonar a broma a los millones de desempleados con que cuenta España hoy. Por eso, la esperanza para esos y para todos los ciudadanos debe venir de un cambio que permita exigir más responsabilidad hacia arriba para que el sacrificio pueda ser más comprensible desde abajo. Muchos de los que hoy quieren sorprender pretenden ya hacerlo en otro país, simplemente porque no confían en la estructura de incentivos de España. Evitarlo requiere reformas profundas. Todas las que apuesten por la España competitiva irán en el sentido correcto. Ahora que sentimos que el dolor y el sufrimiento puede ser prolongado, demos al menos algún asidero señalizando una apuesta por el cambio. Porque la España de hoy no puede esperar un milagro y la recuperación va a llevar años pero al menos puede ser una España sorpresiva para que esos años sean los menos y, poco a poco, cunda la esperanza.