¿Te angustia la idea de celebrar Navidad? Es normal
Esa cena, esa comida pantagruélica o esa reunión familiar en la que encontramos -cual magdalena de Proust- nuestros miedos, nuestros temores y nuestros conflictos no resulta tan apetecible como pueda parecer. ¿Por qué nos sentimos tan mal con la llegada de estas fiestas? ¿Por qué el cuerpo produce tanto malestar en fin de año?
La congoja de Navidad se resume por un estado de malestar a medida que se acercan estas fechas. Básicamente, se debe a todo el estrés emocional que sentimos y que llevamos reprimiendo desde la infancia.
El crisol emocional por el que casi nos vemos obligados a transitar cada año, cada 24 de diciembre, para festejar la conmemoración del nacimiento de Jesús es una muestra difícil -o insuperable- para muchos de nosotros.
Esa cena, esa comida pantagruélica o esa reunión familiar en la que encontramos -cual magdalena de Proust- nuestros miedos, nuestros temores y nuestros conflictos no resulta tan apetecible como pueda parecer.
¿Por qué nos sentimos tan mal con la llegada de estas fiestas? ¿Por qué el cuerpo produce tanto malestar en fin de año?
Hay que plantear las preguntas adecuadas para encontrarse a sí mismo y para comprender el camino que se debe seguir para comenzar la resiliencia.
¿Cuáles son los activadores, cuáles son los elementos que despiertan en nosotros sentimientos de malestar, de nostalgia, de depresión, de cólera, de irritación, de oposición a la fiesta, de vergüenza, de insatisfacción, de decadencia, de frustración?
La cena de Nochebuena puede desatar, de forma inconsciente, sentimientos que repercutirán en nuestro estado físico y mental.
Lo que no se expresa se queda ahí y, si no expresamos nuestros sentimientos y frustraciones, transformaremos lo que las palabras no dicen en males.
Si hacemos una breve lista con los estímulos visuales, olfativos y auditivos ligados a la Navidad podremos sacar la música, las canciones (Blanca Navidad, Noche de Paz u otros villancicos), los pinos decorados de bolas y guirnaldas, los olores particulares de las comidas, los mazapanes, los dulces tradicionales...
Todos estos olores, esta música, estos estímulos nos ponen en preaviso y despiertan nuestra alma infantil.
Ahí está el problema, pues el niño interior vibrará con un cierto tropismo en relación con los recuerdos felices o infelices de la infancia, del pasado.
Algunos nostálgicos dirán: "Ah, qué bien estaba cuando era pequeño, ya no es como antes".
Otros dirán: "Qué vergüenza toda esta orgía mientras que tantas personas sin hogar viven recluidos en la pobreza y nosotros, mientras tanto, nos atiborramos sin escrúpulos y nos vemos obligados a celebrar el nacimiento de Jesús, el guía espiritual de la religión católica, cristiana".
Otros se sentirán mal porque no pueden hacer regalos aceptables, porque no pueden rivalizar con los demás miembros de la familia que tienen más comodidad económica, porque no tienen trabajo y se avergüenzan de su situación social.
Si el valor del regalo que recibimos determina nuestro valor personal, ¿por qué no instaurar una Navidad sin regalos?
Para los contrarios a las normas, a las fiestas impuestas, a las fechas impuestas, ¿por qué no cambiar la fecha de Nochebuena y organizarla una semana o un mes después? Conozco familias que celebran Navidad el primer sábado de enero por comodidad, pues eso les permite escapar de los atascos, de los grandes flujos migratorios, de esta trashumancia anual en la que los niños dispersos por los cuatro puntos del mundo se reencuentran con su familia para la ineludible e inevitable fiesta.
La vuelta a la familia, la vuelta con los hermanos, las hermanas, las complicidades, las hostilidades con los padres que siguen siendo árbitros no siempre resulta fácil, sobre todo si no hemos hecho un mínimo de introspección, de trabajo sobre uno mismo, y si los conflictos siguen anclados en nosotros, al igual que la cólera no expresada y reprimida que resurge tras varios cócteles sin querer.
Echamos la culpa al alcohol, nos prometemos que no volverá a pasar, pero tenemos mucha aprensión cuando la fecha fatídica se acerca y tememos el enfrentamiento, la comida, el encuentro, y el estrés crece, pese a las buenas intenciones.
Podríamos evitar ir: para algunos, es la solución ideal y la antipatía diplomática produce sus mejores efectos.
También se podría tomar distancia de la historia familiar y tomar conciencia de que el niño dolido puede reparar y vendar sus heridas, llevar a cabo su resiliencia al darse cuenta de que es un ser responsable, válido, valorado por su propia familia, la que ha construido con su pareja y sus hijos.
La trampa de este crisol emocional que constituye la comida de Navidad consiste en dejarse llevar por las magdalenas de Proust y dejar que las emociones superen a la razón.
Se sabe que la amígdala (estructura nerviosa en el sistema límbico que vibra con el miedo y el peligro) suplanta al córtex en caso de fuerte estrés y provoca la pérdida de control. Los recuerdos dolorosos ligados al maltrato, ya sea físico o moral, pueden resurgir como tsunamis cuando nos ponemos en situación.
Esa comida, que a veces parece un ajuste de cuentas, puede hacernos caminar a contracorriente y la alegría no siempre está presente en el fondo de nosotros.
Si vamos a un restaurante con la idea previa de criticar al cocinero, al camarero o al conductor, seguro que la comida no saldrá bien. Si además tenemos que arremeter contra los otros clientes de las mesas vecinas, puede que todo termine en pelea.
La comida de Navidad, con todos los compromisos que conlleva, también es una comida de encuentros, donde algunos se regeneran para el año que está por llegar.
Resulta interesante pensar que no vas a estar solo, porque, aunque no sea perfecto, la unión hace la fuerza.
Para los padres, es un orgullo reunir a todo el mundo alrededor de una mesa, pese a las disparidades, a las diferencias y a las disputas.
Aunque la educación haya sido idéntica para todos los hijos, cada uno evoluciona su personalidad y los debates no van siempre en la misma dirección.
A veces hay que abordar la comida familiar -que yo considero como una asamblea general en la que, inevitablemente, hacemos balance del año que se va- con mucha valentía, pues los resultados académicos de los niños no son siempre buenos, porque tenemos que anunciar una ruptura, un divorcio...
Hay que ser fiel a uno mismo, sentirse en equilibrio, no preocuparse de la mirada de los demás, sobre todo si esas miradas familiares se creen con el derecho supremo de juzgarte y evaluarte.
Las personas aisladas, sin hogar o con familias desestructuradas tienen miedo a sentirse excluidas cuando se reúne el resto de familias de todo el mundo.
Navidad se ve como una torta a su estatus, a su estado de ruptura con la sociedad convencional. Otros excluidos, aislados, que tienen casa, empleo y buen salario también pueden sentirse solos si no tienen familia, si están divorciados o en crisis.
En ese caso, se puede recurrir a asociaciones humanitarias o sociales, que permiten a los más desfavorecidos recibir una comida, donde cualquiera puede participar de forma voluntaria para ir a servir la comida y ofrecer su presencia por empatía.
Compartir las dos soledades a veces es la solución, creando así un encuentro benéfico, un momento de felicidad.
Cada Navidad es particular: cada año colorea sus cenas a su manera.
Las navidades de nuestra infancia ya no serán tan mágicas, porque antes las vivíamos con nuestra mirada de niño. La nostalgia del pasado también es un obstáculo para vivir el momento presente. Carpe diem aquí y ahora. ¡He ahí la solución!
Hay que seguir siendo niños en nuestra forma de mirar el mundo, pero hay que verlo desde nuestro retrovisor.
Tengamos compasión por nuestros hermanos y hermanas, alegrémonos por sus progresos, su felicidad, su éxito.
Compartamos su alegría y no nos ofusquemos con nuestras dificultades pasajeras.
Navidad es un momento de consuelo y de compartir.
Cultivemos la felicidad de seguir teniendo a nuestros padres y de poder alegrar ese instante con nuestra presencia.
A las personas que han perdido a algún ser cercano y que no pueden soportar la ausencia de un niño o de un padre fallecido les cuesta ocultar la pena y el sufrimiento. A veces tienen que pasar dos años (dos nochebuenas) hasta que el dolor empieza a hacerse más soportable.
Algunos prefieren evitar la fiesta y proyectan un viaje al extranjero en busca del sol.
Para algunos, el presupuesto exorbitante supone un enorme freno: las comidas, los regalos, la ropa, los adornos, los petardos...
Un día una señora me contó que había encontrado la solución más simple: invitaba a sus amigos y a su familia alrededor de una mesa y comían espaguetis todos juntos. Eso sí, los regalos estaban formalmente prohibidos.
Ella entendió el verdadero sentido de la Navidad que pasa por compartir el ágape.
Todos tenemos un pasado y algunas piezas del puzle son problemáticas: hay rechazos debidos a shocks emocionales no expresados que subyacen en nosotros y algunos eventos como la Navidad pueden estimular nuestro inconsciente y hacer que afloren nuestros miedos y conflictos, esos que esperaban la ocasión perfecta para manifestarse.
También podemos ir a casa de nuestros padres sin pensar en nada, sólo para disfrutar de una bonita Nochebuena, con la esperanza de que no pase nada... o, directamente, prepararnos psicológica y emocionalmente yendo en busca de nuestros conflictos internos para arreglar nuestros problemas con nosotros mismos mostrándonos dispuestos a confrontar nuestras emociones reprimidas del pasado. Entre nosotros, lo resolveremos.
Roger Fiammetti es autor de 'Les angoissés de Noël'.
Este post fue publicado originalmente en la edición francesa de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano